4 minute read
El Ingreso al hospital
A las 11 de la mañana del lunes 23 de agosto de 2021 me ingresaron por la sala de urgencias al hospital del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER), en la Ciudad de México. Cuando salí de casa y entré en la ambulancia, midieron mi saturación de oxígeno; un camillero le dijo al otro: “Ponle rápido el oxígeno para que llegue al hospital”. El oxímetro marcaba 58 (lo normal es arriba de 95). El INER estaba saturado de pacientes. Nos encontrábamos en la cresta de la tercera ola de COVID y la variante delta había demostrado ser muy contagiosa y letal. Esa mañana habían abierto para recibir nuevos pacientes, oportunidad que aprovecharon mis hijos para llevarme. Cuando ingresé, y checaron mis signos vitales, alguien dijo: “Es un candidato fuerte para ser intubado”. Mis hijos firmaron los papeles de ingreso y a mí me pasaron un documento en el que aceptaba la intubación. Lo firmé. Después los camilleros me trasladaron a la sala de urgencias. No imaginé que acababa de despedirme del mundo exterior. Liz —mi compañera de vida, con
Advertisement
quien a principio de este año habíamos celebrado cincuenta años de casados—, al verme en la ambulancia me dijo: “Aquí te espero, regresa pronto”; sin duda era una orden y una súplica que yo no podía ignorar. Si fuera pesimista, estaría arruinado, pero como he presumido siempre de ser un optimista irracional, asumí el momento como el inicio de una nueva y definitiva investigación de campo. No se trataba de la Selva Lacandona o los bosques de la Sierra Tarahumara, se trataba de sobrevivir a la experiencia del COVID. La idea de la investigación de campo era un mecanismo de negación, alentado seguramente por la fiebre y el temor a lo desconocido; sin embargo, mantuve esa idea como un mecanismo de defensa mientras estuve hospitalizado. En los días anteriores, no podía comer ni tomar agua porque me provocaba vómito, acompañado de sudor frío. Teníamos más de una semana de que a mi esposa y a mí nos había resultado positiva la prueba de COVID. En un principio pensé que yo era asintomático, pero la fiebre, la falta de apetito y pérdida del gusto me colocaron en la cruda realidad de la enfermedad. Liz, bastante más previsora, desde el principio consultó con una amiga suya especialista en vías respiratorias, quien le dio una consulta por videollamada y le envió una larga lista de medicamentos y análisis que debería hacerse. Yo me resistí un par de días, pero después humildemente solicité la consulta y acaté todo lo recomendado, comenzando por un tanque de oxígeno, que mi hija y mi nieto compraron y cargaron
(pesaba más de 80 kilos). Conforme pasaban los días, Liz se iba mejorando y yo cada día me sentía peor. Dormía en los sillones de la sala al lado de mi oxígeno, convirtiendo ese espacio, que en otros momentos fue el lugar más alegre de mi casa, en un cuarto de hospital. El sábado 21 llegó mi hijo que es médico y vive en provincia; me atendió con su saber y cariño, pero la enfermedad ya iba muy avanzada. Me solucionó un problema que me angustiaba, que consistía en no poder tomar agua. Por la vena me introdujo solución salina, antibióticos, moduladores del sistema inmunológico y medicina para frenar la gastritis galopante que torturaba mi estómago. El resultado fue inmediato, ese día pude tomar algunos sorbos de agua sin vomitar. Me preocupaba la deshidratación, un amigo me platicó que tuvo una diarrea brutal que no cedió por largo tiempo; al final supo que la falta de agua había comprometido sus riñones; actualmente se tiene que dializar tres veces por semana, si lo deja de hacer se muere. No es que me haya vuelto timorato, recuerdo que en el movimiento estudiantil de 1968, en el patio central del edificio de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO), participé en una huelga de hambre, la que resultó exitosa porque logró el apoyo popular y todos
los días era monitoreada por el Oaxaca Gráfico, el periódico más influyente de aquella época; su periodista estrella era doña Arcelia Yañiz, quien le dedicaba un artículo en la plana principal. Al octavo día decidimos dejar de tomar agua, fue una medida extrema que tuvo resultados el décimo día: el gobernador decidió aceptar la demanda principal y se comprometió a realizar las gestiones para que apareciera el líder del movimiento, el profesor Moisés González Pacheco, y consiguiera su libertad. El suceso fue así: dos meses antes, después de dar una conferencia en el paraninfo de la UABJO, cuando el profesor regresaba a su casa con su esposa —que por cierto tenía cinco meses de embarazo— y acompañados por un padre de familia —que después se supo trabajaba para la Federal de Seguridad— fue interceptado por la policía militar y trasladado al campo militar número uno del Distrito Federal. El gobernador cumplió y, después de un tiempo, apareció el profesor González Pacheco en el campo militar número uno y fue trasladado a la crujía M de la cárcel de Lecumberri; luego de varios meses fue liberado con la exigencia de que no viviera en la ciudad de Oaxaca. Recordé esa larga historia por la importancia que tiene para nuestro cuerpo beber agua, que es la fuente de energía que nos mantiene con vida, pero no es lo mismo tener 18 años que más de 70.