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Los Perdidos Años Ochenta

“Los Perdidos Años Ochenta”

SAN JOSÉ, Costa Rica-(Especial para The City Newspaper). Hoy, durante la habitual conferencia de prensa que da el Presidente de la República, Carlos Alvarado, o su ministro de Salud, Daniel Salas, el primero de ellos dejó escapar una expresión que entresacamos de las líneas de su respuesta a uno de los comunicadores de la prensa: “los perdidos años ochenta”, dijo el joven mandatario de los costarricenses. ¡Por supuesto que fue una década perdida desde el punto de vista político y también en lo económico (un despilfarro completo), y en el plano internacional… en lo militar! Exclamo yo, quien escribía para dos periódicos estadounidenses, mes a mes, quincena a quincena, sobre lo que sucedía en el mundo en aquel infortunado y burlado decenio. En todo caso, siempre será bueno preguntar a Carlos Alvarado, “el presidente de la pandemia”, según se le podrá llamar en el futuro, pues ha tenido que lidiar como los valientes contra el coronavirus que nos llegó desde China, qué quiso decir con esa frase, que más que frase suena a epitafio. Solo sonrió inocentemente y continuó su disertación por el camino que obligó el cuestionamiento del periodista.

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Sin embargo, decía yo, fui un cronista incansable de dicha década. ¡Nunca había escrito tanto en mi vida acerca de lo que estaba sucediendo en Costa Rica y en el mundo! Pues era el analista político y económico de un periódico en Los Ángeles, California; y otro en Miami. En el primero desmenuzaba la realidad de los costarricenses; y en el segundo, tocaba temas mundiales. Mi amplia colección de esos periódicos, aquí en mi oficina particular, no me deja mentir. Es por eso que, más o menos, sé a qué se refirió Carlos Alvarado con su necrófila expresión.

¿Personajes de aquella década? Algunos de talla universal, quienes quedaron indeleblemente grabados en los textos de historia y otros bufones, que no llegaron siquiera

a la amable consideración del público que leía los periódicos día a día, según iban sucediendo los acontecimientos.

Citemos a los descollantes: el Papa Juan Pablo II, el sindicalista polaco, Lech Walessa, los cancilleres alemanes Helmut Schmidt y Helmut Kohl, la Premier británica, Margaret Thatcher, el Premier soviético, Mijail Gorvachev, la premier pakistaní, Benazir Butho, el escritor indú, Salman Rushdie, los presidentes de los Estados Unidos, Ronald Reagan y George Bush (padre) y que me perdonen si me olvido de otros más, cuya talla mundial fue incuestionable.

¿Acontecimientos de aquellos “perdidos años 80”? La guerra por las Islas Malvinas entre Gran Bretaña y Argentina, la caída del Muro de Berlín, la reunificación de las dos Alemanias, el desmembramiento del Pacto de Varsovia y del bloque socialista (soviético), el levantamiento revolucionario en la Rumania de los Ceaucescu y el posterior ajusticiamiento de la pareja de dictadores, la desaparición del sistema comunista en Rusia, la invasión del ejército estadounidense al Panamá estrangulado por el narcotraficante Manuel Antonio Noriega, el retorno a la democracia en Argentina y Chile, el atentado terrorista contra Su Santidad el Papa Juan Pablo II, y, finalmente, la matanza en la Plaza Tiannamen, de miles de estudiantes chinos, quienes exigían libertad y democracia. Empero, si observamos bien a cada uno de esos sucesos de verdadera envergadura geopolítica, notaremos que la expresión “los perdidos años 80” no resulta tan valedera, porque se transformó, más bien, en una época de cambios sustanciales, profundos cambios ineludibles e imprescindibles en los países donde acaecieron, exceptuando, por supuesto, el atentado criminal contra el Papa Wojtyla y el genocidio de los chinos en Beijing. Y es aquí, como en todo lo que rodea y le es inherente al hombre, cuando se presenta la paradoja, la inevitable dicotomía; es decir, el presidente Alvarado habló de “los perdidos años 80”; empero su aseveración no es tan rotunda ni tácita como la quiso hacer ver, puesto que, como he explicado en las líneas de arriba, fue un decenio que se prestó para que “la veleta del mundo girara en otra dirección, acorde con los vientos de cambio a los que se vio sometida.” El arribo de la siguiente década, los años 90, fueron algo así como “la resaca”, el adormecimiento que necesitaba la humanidad, fuerte y esencialmente traumatizada, para recuperar fuerzas, volver a creer, renovar las esperanzas y delinear el sendero por el cual iba a transitar en lo sucesivo. Si lo vemos en su verdadera dimensión, los ochenta fueron algo así como los años de la hecatombe, el final de tantas situaciones que no debieron haber sido por su insensata falta de humanismo y que venían arrastrándose desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Si los 60 fueron “los tensionales años de la Guerra Fría” entre Oriente y Occidente, los 80 fueron los que terminaron con toda esa pesadilla de incomprensiones.

En América Latina no fue tan agradable el derrotero vivido en los 80, simplemente porque este es el subcontinente de los demagogos, de “los vendedores ardientes de ilusión”,

como los definió el ex dictador argentino Juan Domingo Perón, y, para no romper la gris tradición, aparecieron esos demagogos, incansables mentirosos, engañistas de las masas de sus respectivos pueblos. Y desde México hasta Bolivia, fueron dándose a conocer, haciendo vivir a los ciudadanos que depositaron su fe en ellos, espejismos tan falsos como aquellos que se ven al cruzar el desierto, causados por el Sol reflejado en la arena. Desgraciadamente continuaron al frente de sus dictaduras criminales, Fidel Castro, en Cuba; los sandinistas, en Nicaragua; y en PRI, en México. Inamovibles en su despotismo y tiranía, justamente por la profunda decepción de sus respectivos pueblos, inutilizados y sojuzgados desde las médulas mismas de sus existencias. No obstante, de ese tiempo preciso hay que rescatar en el Cono Sur el abandono que hizo Alfredo Stroessner, de lo que parecía un gobierno eternizado en Paraguay; las primeras elecciones libres en la Argentina, que llevaron al poder a Raúl Alfonsín y los posteriores juicios a los ex miembros de la Junta Militar de ese mismo país. Por último, sucedió el fin de la dictadura de Augusto Pinochet, en Chile, y la llegada al Palacio de La Moneda de Patricio Aylwin. La democracia se enseñoreaba en la parte más austral del continente americano.

80. Esa fue la panorámica, a grandes rasgos, que dejó observar y vivir la década de los

“¡Los perdidos años ochenta!” Quizás en los trazos anteriores que he escrito, la tonalidad de las palabras haya sido mayormente optimista; lo cual refuta el hecho de que, en verdad, haya sido una época perdida alrededor del globo. Si lo sopesamos, fue más lo positivo que la destrucción causada; aunque en América Central el espectro de la guerra causó dolor, desesperanza y miedo, talvez a ello se refería el presidente costarricense Alvarado en su alocución. Veamos: Guatemala con el enfrentamiento entre el ejército gubernamental y la guerrilla comunista de la URNG, en medio de la permanente y proverbial pobreza de ese país; en El Salvador, los mercenarios del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), sangraron hasta las vísceras a la nacionalidad salvadoreña; en Honduras, el hambre, tanto en las urbes como en el campo, y algunos focos de la guerrilla marxista de los “cinchoneros”; en Nicaragua, los sandinistas reafirmaron su dominio del poder y apertrechaban a todos los guerrilleros de la región, abierta y descaradamente; en Costa Rica, la demagogia y el despilfarro del dinero del fisco Estatal por parte del entonces Presidente Oscar Arias, quien, en aras de su enfermiza vanidad, solo se preocupaba por su imagen personal y política; y en Panamá, Manuel Antonio Noriega, el militar criminal, acrecentó sus negocios y el narcotráfico con el cártel de Medellín, propiedad de Pablo Escobar Gaviria. Y sobre estas naciones desangradas, se cernía la nefasta sombra e influencia del carnicero de Cuba, Fidel Castro Ruz. Con fundamento en lo enumerado, es válido que apliquemos la expresión “los perdidos años 80,” que se pueden traducir en pérdidas de vidas inocentes, de la paz, de la honradez al gobernar, la honestidad en el seno del Estado y la credibilidad del gran electorado.

Aun así, el equilibrio de la balanza se decanta, se inclina, a favor de lo positivo: fueron duros acontecimientos, experiencias traumatizantes, aunque necesarias, que le dieron un viraje al mundo, lo transformaron y lo enrumbaron por caminos diferentes, donde la esperanza y la renovación del espíritu de la humanidad conjunta, fueron tan convincentes como halagüeños. Nada de magia y mucho de encarnizado realismo

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