10 minute read
Al Vencido hay que darle la Mano para Levantarlo
de lo Contrario…
Advertisement
REDACCIÓN, The City Newspaper- Al cumplirse un aniversario más del comienzo de la Primera Guerra Mundial (28 de julio de 1914), recordamos algunas lecciones que son importantes tenerlas presentes, por su carácter reiterativo en el contexto del desarrollo del ser humano y precisamente en los conflictos que él mismo nunca dejará de encender y sufrir, en consecuencia. Bien lo dice la máxima: “la historia es una gran maestra con sus alumnos despistados o distraídos.” En tal caso, hay que repasar los hechos históricos, conocerlos, para que, igual a los gigantescos paquidermos, “no pasemos nuevamente por los mismos sitios donde cometimos los errores o se generó un peligro latente.” En este caso concreto, antes, durante y al final de la firma del armisticio por parte de las potencias vencedoras, con Francia a la cabeza, y el II Reich alemán vencido, extraemos una de las lecciones más importantes que debe recordar el político y el hombre de Estado de toda superpotencia y que se fundamenta en que, “si los líderes de los países vencedores hubieran tratado a los alemanes con displicencia, comprensión y, sobre todo, con actitud futura, se hubieran ahorrado los posteriores sufrimientos de inmensa envergadura y el derramamiento de sangre que se dieron durante la siguiente II Guerra Mundial.” Y ese error lo han repetido nuevamente en el Irak post-Saddam Hussein; y en la Libia post-Gaddafy. Y subrayamos: al vencido hay que extenderle la mano para ayudarlo a levantarse.
El odio expresado por el mariscal francés Ferdinand Foch y el oportunismo del enviado británico, George Hope, ante el emisario y negociador alemán, el judío Mathias Erzberger, a quien querían despedazar tácitamente y con él a toda Alemania, antes que observar lo que podría sobrevenir en el futuro, fueron actitudes, si se quiere demenciales,
que habrían de repercutir más adelante. No obstante, lo único que importaba a ambos militares aliados, era manifestar el deseo de venganza en el coche/comedor del tren, en el bosque de Compiègne. Recordemos en este punto específico que Foch había perdido recientemente a su hijo en el frente de batalla, ultimado por las balas del ejército alemán. Hope, por su parte, estaba ahí sentado en dicho vagón, para que Alemania le entregara toda su flota de guerra a Gran Bretaña, tal y como lo consiguió posteriormente tras la firma del armisticio, pero los Almirantes germanos hundieron todos los barcos frente a las costas de Escocia. Así, los ingleses solo recibieron hierros retorcidos y humeantes de dichos buques. Evidentemente se trató de una auténtica trizadura, en la que el pueblo alemán no resultaría en nada beneficiado y, por el contrario… extraordinariamente perjudicado.
Alguien, en un cuartel en Munich, seguía atentamente los acontecimientos por los periódicos, indignado, enrojecido por la ira y elucubrando la venganza contra los Aliados. Aquel cabo del ejército teutón se llamaba Adolf Hitler.
El rostro de Ferdinand Foch destellaba el peor odio posible en un ser humano; ya había dicho que los alemanes tendrían que pagar por la destrucción causada en territorio francés y por los millones de muertos causados; exigió la entrega de Renania y el pago de altísimas compensaciones económicas, por los supuestos daños ocasionados a las naciones aliadas. Una de las medidas, más allá de lo draconiano, se fundamentó en que ninguno de los países vencidos podrían conocer el Tratado de Versalles, hasta el día preciso de su firma; de tal manera, se les negaba la posibilidad de estudiarlo para rebatir, en la mesa de negociaciones, aquellos puntos con los cuales no estaban de acuerdo. Naturalmente, el enviado alemán, Erzberger, se encontró en una situación más que incómoda, que al final le costó la vida cuando fue asesinado el 26 de agosto de 1921, a manos de dos oficiales de la Marina alemana, el Teniente de Navío, Heinrich Tillessen y Heinrich Schulz. Ambos, en nombre del arma marítima, le cobraron al político judío su incapacidad y “la traición” al ejército alemán, al haber firmado el armisticio que asfixiaba a Alemania desde todo punto de vista.
El cabo austríaco seguía los acontecimientos por medio de la prensa escrita, en su reducto en el cuartel en Munich. Lo hacía atenta y minuciosamente, sacando sus propias conclusiones.
Ferdinand Foch no se anduvo con miramientos de ninguna especie: exigió la abdicación del Kaiser Guillermo II, y fue complacido; la entrega de la flota alemana de guerra a Inglaterra, como hemos expresado en las líneas de arriba; la entrega de Renania, la ocupación francesa de la margen izquierda del río Rhin; la reducción drástica del ejército teutón; la pérdida de 70,570 kms2 de su territorio europeo y los 7,3 millones de personas que los habitaban (más las colonias de ultramar); el pago de compensaciones de guerra por 226 mil millones de marcos oro, pero apenas pudo pagar 21 mil millones, no más que eso. Foch destilaba odio por sus ojos y poros de su cuerpo. En el caso del entonces presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, también el rencor contra Alemania era manifiesto:
“quiero que les arranquen las manos y los pies a cada niño alemán y las cabelleras a los ancianos”, dejó escuchar en uno de sus discursos. El cabo austríaco seguía leyendo aquellas declaraciones con una mezcla de rabia e impotencia, en su reducto del cuartel militar muniqués.
¡Empero, cuánto dolor y sufrimiento se hubiera ahorrado la humanidad entera, si los líderes vencedores de la Primera Guerra Mundial, hubiesen tratado a los alemanes con caballerosidad, humanidad y actitud constructiva presente y futura! Pero no fue así. No les importó nunca lo que sobrevendría a mediano plazo, porque el odio los obnubilaba y solo tenían en sus mentes una idea: humillar a Alemania así… de cualquier modo. Y en el momento de repartir las culpas del cataclismo siguiente, Ferdinand Foch constituye uno de los basamentos, sin evasión ni exculpa alguna, debido a su inflexibilidad, su cortedad de visión (su miopía política y militar) y su inconmensurable deseo de venganza; y por culpa de él y sus aliados, millones de seres humanos murieron alrededor del mundo, desde la propia Europa, pasando por África, hasta llegar al lejano Japón, durante la Segunda Guerra Mundial.
Así, el Tratado de Versalles, que no fue otra cosa que la humillación absoluta al ser alemán, fue la piedra angular de la reacción de los alemanes en su política interna y posteriormente en el estallido de la siguiente guerra. Justamente Hitler hizo todo lo contrario a lo que exigían los puntos estipulados en dicho Tratado: rearme, creación del Tercer Reich, ahorcamiento del sistema democrático (la República de Weimar), expulsión de los franceses de la Cuenca del Ruhr, donde se apoderaron de los yacimientos de carbón de Alemania; y venganza, siempre la prioritaria venganza contra Francia, los Estados Unidos, Inglaterra, los socialdemócratas, los comunistas y los judíos. Por esta enorme y evidentísima razón… al vencido hay que darle la mano, no para que se hunda más, sino para permitirle levantarse y desarrollar nuevamente sus capacidades.
De tal modo, la figura política de Adolf Hitler hubiera quedado sepultada desde el inicio o abortada -si el término cabe-, si los parámetros del Tratado de rendición o armisticio, hubiesen sido humanos, razonables y estabilizadores en el interior de Alemania; porque la figura, esencialmente demagógica de Hitler, se alimentó, durante “su cabalgata” hacia el poder, en el enemigo interno (los socialdemócratas, sionistas e izquierdistas); y en el externo (los redactores del draconiano armisticio y del Tratado de Versalles). Los mismos Aliados prepararon el terreno fértil para el nacimiento y el desarrollo del nazismo en toda la extensión de la palabra. Lo que sucedió durante la Segunda Guerra Mundial, ya lo sabemos hasta la saciedad. Incluso, la actitud de Ferdinand Foch, cargada de odio, el Führer de los alemanes se la devolvió en el mismo vagón/comedor sita en Compiègne, cuando Francia firmó su armisticio, su rendición, en 1941, después de que las tropas alemanas los vencieron en el campo de batalla y entraron a París en un solo paso marcial. La venganza fue consumada por Adolf Hitler, pocos años después. Sin embargo, Foch no vio la susodicha venganza, ya que falleció en marzo de 1929, pocos años antes del estallido
de la siguiente confrontación. Un agudo infarto del miocardio le evitó ser testigo de la humillación de Francia.
Mucho tiempo después, en Irak (Babilonia para ser justo con el verdadero nombre), una coalición liderada por los Estados Unidos, derrocó al dictador Saddam Hussein, a quien ahorcaron sus opositores después del juicio en su contra, celebrado en Bagdad. En este caso, tanto como en el que hemos descrito con la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, los aliados no entendieron las lecciones de la historia y procedieron a denigrar al vencido: los oficiales y soldados leales a Hussein, fueron humillados en cárceles, torturados, fotografiados en imágenes que fueron difundidas por el mundo y tratados en condiciones infrahumanas. Unos dos años posteriores, esa misma oficialía conformaría al terrorífico Estado Islámico (Daesh, EI o Isis), que se apoderó de la mitad de Irak y de Siria y procedió a decapitaciones, terrorismo en Europa y los Estados Unidos y demás actos de salvajismo que han quedado documentados en los medios de comunicación modernos. Solamente con la intervención armada de Rusia, junto a los kurdos y yazidíes, lograron acabar en el terreno con el EI. La lección nunca fue aprendida por el Pentágono estadounidense y sus amigos de Francia e Inglaterra. Hoy, la presunta democracia iraquí no es más que un Estado fallido, un desorden en todos los aspectos y del cual las tropas norteamericanas han tenido que salir paulatinamente, ante la impotencia por ordenar “el alrevés” que se vive en esta nación de Oriente Próximo. Algo semejante causaron en la Libia post-Gadafy, un musulmán que, antes de su derrocamiento por la injerencia de los franceses, estaba cooperando franca y abiertamente con la Unión Europea y la OTAN. Después de su asesinato, Libia acusa otro desorden existencial en todos los órdenes de su vida nacional y lo que fue “un tapón” para frenar la inmigración de africanos hacia Europa, ahora es un territorio libre utilizado por miles de hombres, mujeres y niños de tez negra, para lanzarse al Mediterráneo y alcanzar las costas europeas, con todo el agravante que a ello le es inherente.
Es así como el ex Premier italiano, Silvio Berlusconi, lo describió a la perfección con este razonamiento: “la democracia no es el sistema político apto para muchos países; por ejemplo, en Libia, donde hay más de 100 tribus nómadas del desierto, consideraban a Gaddafy “Rey de Reyes” y le daban el aval para que continuara gobernándolos. Algo parecido sucedía en Irak.” El actor egipcio, Omar Sharif, también lo explicó con palabras similares ante los políticos estadounidenses en relación con Egipto, Arabia Saudita y otros países de la región: “ellos no saben nada de democracia, de parlamento, votaciones en recintos y urnas; porque están acostumbrados a vivir en clanes en el desierto y ver en sus Reyes, las cabezas pensantes que dirigen a sus territorios.” Algo tan simple, tan elemental, los políticos norteamericanos y europeos no han podido comprenderlo; por eso siguen cometiendo los mismos errores que parten desde 1918, año del final de la Primera Guerra Mundial.
Lo único que han atinado los Generales de Washington, ha sido imponer la vigilancia de los soldados en las calles de las principales ciudades iraquíes, donde son asesinados por las bolsas de resistencia y devueltos a los Estados Unidos en féretros, vía aérea. En Afganistán hay quienes han usado esos mismos ataúdes para transportar heroína e introducirla en el mercado americano. Por lo que hemos sintetizado aquí, es oportuno recordar que “la historia es la mejor maestra para los alumnos despistados, desinteresados y distraídos.” Y quienes no aprenden de sus lecciones, están condenados a repetir los mismos errores. Tal y como sucede hoy mismo.
Moraleja: “sigue el odio ejerciendo su dominio y engendrando el caos y el dolor, que bien se podrían evitar tan solo con un poquito de sabiduría y ante todo… con la práctica del perdón.”