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Zaguán Literario 07
Descalza en la acera
Montserrat Riquelme
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Era el fin del día y en lo único que pude pensar fue en la maravillosa libertad. Salí de la oficina sin saber a dónde ir y me quedé parado en la banqueta contemplando las opciones que tenía; a los pocos minutos me cansé y, con un movimiento torpe pero brusco, me senté sin la menor preocupación de arrugar mi traje. La calle estaba vacía, como era de esperarse un viernes a la una de la mañana en una zona de oficinas y
tiendas. A la distancia se oían carros, pero nada a menos de cinco kilómetros de mí, excepto el desesperante sonido de las luces de la tienda de Tiffany’s ubicada frente a mí con un cartel de tamaño ridículo que decía: “Di sí a la eternidad” junto a un anillo de compromiso. Solté un grito y luego regresó el silencio. En esa banqueta me quedé pensando en que lo único que deseaba hacer era gritar a todo pulmón la tontería recién leída,
pero lo único que logré que saliera de mi boca fue: “verdaderas tonterías”, en un tono que parecía más bien un susurro. Atrás de mí escuché una risa, la cual hizo que mi enojo se convirtiera en furia. Giré mi cabeza para maldecir a la persona que creía que lo que había dicho era chistoso; sin embargo, no lo hice, pues me encontré con unos tacones y unas piernas largas. Subí mi mirada y observé a una joven
de vestido azul y cabello oscuro que enmarcaba sus labios perfectamente; su piel era morena y brillante al igual que sus ojos. Mi enojo desapareció al distinguir un rostro tan angelical como el de aquella chica, y la felicidad lo sustituyó cuando una sonrisa apareció en su faz. No sabía qué decir y luego recordé aquella risa que había hecho a mi estomago retorcerse. No le grité, pero al menos le di la espalda.
Abracé mis rodillas como un niño pequeño y berrinchudo mientras esperaba que los tacones se alejaran de mí. No oí nada. Pensé en qué tan ridícula podría parecer esta escena: un hombre en sus treinta hecho bolita en la acera mientras una mujer hermosa yace parada detrás de él; y lo único que le queda a este individuo es llorar. Sí, empecé a llorar como un bebé al que lo despojaron de su biberón. Pero mi sollozar se detuvo tras escuchar la voz de la chica decir: “Sí, lo es”, mientras se sentaba junto a mí. Lo único que alcancé a pensar fue: “¿Qué está pasando aquí?”. Yo no tendría que estar ahí con una desconocida, sino en casa con otra mujer a mi lado y sentado al final de la mesa del comedor. Tendría que estar cortando el pollo que Diana compró en la tienda de abajo del departamento y sirviendo el vino que yo habría pasado a comprar de camino a casa como sorpresa; a Diana le encanta el vino. Pero no, estaba en esta banqueta condenando a todo el que ha amado en su vida, condenado a la mujer que tiene el nombre de Diana, pero que decidió que hoy, definitivamente, no cenaría con ella.
La dueña del vestido azul se quitó los tacones y se sentó con las piernas cruzadas, me miró y me dijo: “Es porque se ha olvidado del amor”. Con una cara de confusión, la cual mostraba verdadero fastidio le dije: “¿Qué? ¿Me hablas a mí?”. La risa dulce volvió a salir de su boca, pero al no ver reacción de mi parte se cubrió los labios por vergüenza y dijo en voz baja: “Hablaba del cartel y estoy de acuerdo de que es una verdadera tontería”, al decir esto bajó su mirada a sus pies descalzos. “¿Quién es esta chica? ¿Por qué está aquí a estas horas?”, pensé, pero justo cuando estas preguntas iban a salir de mi boca ella se puso de pie, dio un salto, luego otro, cinco más y comenzó a bailar. En ese momento realmente no supe qué le ocurría. Miré a mi alrededor y las luces nos alumbraban como en una película de Hollywood, solo faltaba la música y un actor atractivo que bailara con la silueta perfecta que se encontraba frente a mí. Ésta era la película de alguien más y no la mía. En la calle 34, en Greenville, está la locación de mi filme, en un pequeño departamento lleno de muebles viejos y
una cuna vacía. En una silla en la sala se encontraría a una mujer –en sus veinte– en bata. Parece de 40 por la hinchazón en sus párpados y sus ojos rojos, pero hace unos meses le hubieras calculado 18 años. No estaría sentada en la silla, sino en la misma posición en la que yo estaba: acurrucado como bebé, con la cabeza entre las piernas. En la habitación hay otra silla, la mía. Pero no estoy en aquel asiento, ni sostengo la mano de la mujer ni lloro con ella. Dolería estar ahí; también duele no estarlo. Mis venas se encontrarían expuestas junto a mi corazón y Diana estaría lista para desangrarme vivo, con odio y culpa me acuchillaría. Ésta sería la
parte de la película que los espectadores se saltarían. La chica de azul me gritó: “¿Baila?”. La respuesta es sí, aunque no quería bailar. Sé lo que esta niña intentaba hacer, pero en ese momento cualquier cosa habría sido insuficiente para calmar el infierno que crecía en mi interior. Éste era tan grande que mi cuerpo entero se sentía pesado. Aun así me paré y caminé hacía ella, cada paso se sentía como si estuviera cargando rocas sobre mi cuerpo, y de alguna forma lo estaba haciendo. Tomó mi mano y puso sus brazos sobre mis hombros. Todo pareció desaparecer frente a mis ojos: las preguntas y los arrepentimientos. Agua
dejó de correr por mis mejillas y por un momento me olvidé de Diana. Olvidé los pasillos blancos, las batas del mismo color, los gritos y murmullos de aquel día. Debía ser la misma hora de aquel 12 de julio, esos momentos donde los gritos eran insuficientes para expresar mi dolor: cuando te arrancan el corazón del pecho sin anestesia. Desde ese día he caminado por las calles sin un latido y he visto la vida en blanco y negro. Alguna vez todo fue colorido… éramos Diana y yo contra el mundo; el mundo ganó. El silencio fue interrumpido por una risa. Esta vez no era de ella, sino mía.
Qué sonido tan pelicular me pareció el que salía de mis labios en ese momento, no lo había oído ya hacía meses. Una risa tan horrenda que hizo a la chica saltar del susto, pero eso no me detuvo, seguí riendo. La razón de esta conducta irracional era simple y podía ser nombrada con todo y apellido: murió en ese hospital y es un tema del que no se ha vuelto a hablar desde que las puertas de la salida se cerraron tras de mí. ¿Por qué estoy aquí y no en mi casa? Porque mi mundo ya no existe, ni la cuna ni mi silla ni Diana; todo se cubrió en llamas cuando me dijeron la hora de muerte y se volvió cenizas cuando las
palabras más crueles surgieron de la boca del doctor: “No había nada que pudiera hacerse”. Tomé el portafolio que había dejado en la banqueta y comencé a caminar, dejando al ángel de azul solo y parado en medio de la calle. Ella no dijo nada, tampoco yo; no había por qué usar palabras si con el simple acto se dijo todo, pues antes de reír mis labios se habían encontrado con los suyos. Me encaminé al departamento para encontrarme con mi peor enemigo y yo iba desarmado, con labios engañosos y un alma que cantaba un réquiem, no por lo sucedido el 12 de julio, sino porque ahora sí había algo que pude haber
hecho y no lo hice. Pude haber ido a casa, pero el miedo y la cobardía me encontraron con una joven en tacones altos y sonrisa honesta. Llegué al departamento a las seis de la mañana. Todo estaba como lo imaginaba, pero la cuna no estaba vacía y la silla sí. Mi madre ocupaba el cuarto de visitas; de ahí provenían llantos y una canción infantil. “Diana hubiera cantado esa melodía con desafinación, supongo que es mejor que la interprete mi mamá”, pensé. Entré a la habitación y mi madre me observó con preocupación. Solo la miré y le dije: “Hoy no tuve que pasar por vino”, y dejé la recámara sin siquiera mirar dentro de la cuna.