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Zaguán Literario 07
Un buen trabajo
María Antuña
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-Ernesto, él te quiere ver en su oficina -la asistente le avisó por teléfono. Se levantó un poco sorprendido. ¿Qué había hecho mal?, de pronto pensó que hasta aquí había llegado en este trabajo. Tocó la puerta y él salió, siempre con una sonrisa en la cara.
-Mi querido Ernesto, ven ven...- lo palmeó en la espalda y lo condujo hasta un ascensor, presionó un botón con la letra “B” que juraría nunca haber visto en todo el tiempo que llevaba trabajando. Una gota de sudor aguardaba en la frente de Ernesto, sus manos rozaban su pantalón, la puerta se abrió. Avanzó hasta adentrarse en un pasillo largo con muchas puertas en ambos lados. —Ernesto, te llamé porque quiero ascenderte de puesto —Ernesto tosió varias veces en señal de absoluta sorpresa y de que no creía lo que estaba escuchando. —Tienes tanto potencial, espero te des cuenta de ello. Ven, déjame explicarte qué harás —mientras decía esto, con su mano tomó la manija de una puerta color negro y la abrió lentamente mostrando un cuarto muy reducido en tamaño, sin luces ni ventanas; en medio solo había una silla de madera.
—Éste sería tu nuevo lugar de trabajo, es un escritorio más moderno si así lo prefieres ver —se río cínicamente al decir lo último—. El plan es que te quedes sentado mínimo ocho horas diarias, a cambio, tu salario será cuatro veces más de lo que te damos actualmente, ¿aceptas? —preguntó finalmente—. ¿Lo harás, Ernesto? —Sí, acepto —dijo sin pensar, en su mente la avaricia reinaba.
—Ernesto, ¿no quieres tiempo para pensar? —estaba por cerrar la puerta, pero el empleado lo detuvo. —No, quiero hacerlo. Puedo empezar ahorita mismo, si usted me lo permite, señor. —¡Ja! Queridísimo amigo, nunca había visto a alguien tan motivado por el dinero como tú —lo palmeó fuertemente en la espalda y con un ligero empujón lo movió hacia la silla de madera.
Sin decir nada más, cerró la puerta y la habitación quedó a oscuras. ¿Así es como un ciego se siente? —se cuestionó Ernesto. Se sentó en aquella silla que para su sorpresa no era rígida y miró a la nada.
Nunca había aprendido a estar solo, esto iba a ser complicado, lo presentía. Sin embargo, la codicia puede mover montañas.
Esa noche regresó a su casa con solo una pregunta en su mente. Le dijo a su esposa que el trabajo lo había dejado agotado, no física sino mentalmente. Ella ya lo esperaba con la cena y una sonrisa. Ernesto entonces miró la vajilla de plástico, los utensilios oxidados por el paso de los años, la cocina, los muebles y, en
general, observó una casa a punto de quebrarse. El vestido de su esposa era de segunda mano, vestía los mismos pares de zapatos desde hace años, así que soltó un suspiro y le sonrió gratamente. —No sabes lo bien que me ha ido en el trabajo hoy.
Era la misma rutina, llegaba a la gran sala de espera y tomaba aquel ascensor presionando el botón “B”. La puerta negra ahora estaba personalizada con su nombre y siempre, antes de entrar, volteaba a ver las demás puertas, algunas tenían nombres y otras estaban vacías. Cuando se sentaba en aquella silla trataba de mantener la calma, tarareaba melodías y a veces cantaba a todo pulmón. Un día se le ocurrió platicar con la nada, como si ésta fuera un gran amigo, comenzó la conversación con timidez, sin embargo, se hizo fluida con el paso del tiempo.
Llegó un momento en el cual Ernesto le platicaba a su esposa sobre su “amigo” del trabajo, al que incluso le había inventado una vida. Una mañana al despertarse ya ansiaba platicar con aquel “amigo”. Con el paso de los días Ernesto empezó a creer que aquella persona era real, juraba que a veces sentía la respiración de alguien más en aquel cuarto.
Los ingresos de Ernesto claramente crecieron al igual que su ambición. Cada vez pedía más horas extra en ese cuarto, no se preocupaba, pues tenía “amigos” con quien platicar adentro. Así pasó un año. Un día su
jefe entró e interrumpió su jornada. —Compañero, ¿estas ahí? —preguntó acomodándose el saco y la corbata cuidadosamente. —¡Silencio! —Ernesto tocó sus sienes mirando al piso—. Estoy teniendo una conversación con ellos, ¿no te das cuenta? ¡Ya! ¡Los espantaste! ¡No se vayan, mis amigos! —sus pupilas estaban dilatadas y su mirada era la de un loco. —Yo sé a dónde se fueron, compañero. Ven, te enseño —el jefe tomó el brazo de Ernesto y lo sacó del cuarto. Un grupo de personas lo extrajeron de aquel lugar y lo montaron en una camioneta sin ventanas haciéndole creer que seguía en aquel cuarto. Afuera de las oficinas más de una docena de camionetas abandonaban el edificio corporativo, todas iban rumbo a un único destino imposible de rastrear. Todas, con un pasajero adentro... más perdidos que antes.
El hombre regresó sin preocupación alguna a su oficina, tomó el teléfono para llamar a su asistente. Al abrir la puerta, la joven le preguntó qué se le ofrecía. —Vuelve a poner el anuncio en el periódico, otra vez tenemos demasiadas vacantes.