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Crónica- Las enseñanzas más importantes
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Eran las diez de la mañana, ese día se me había hecho un poco tarde para ir a la escuela; sin embargo, decidí emprender mi camino hacia la preparatoria. Debía ir desde mi casa, ubicada al sur de la ciudad, hasta la Universidad La Salle; recorrí siete estaciones, desde Coyoacán hasta Patriotismo.
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Como cualquier día bajé las escaleras y caminé tres cuadradas hasta el metro. El sol me pegaba directamente a los ojos desde que salí de mi edificio. Lo peor es que llevaba una chamarra, como si estuviéramos en pleno invierno; además, me acercaba a, literalmente, el infierno naranja segmentado en vagones.
Para ese momento no llevaba mi tarjeta del metro y tuve que comprar dos boletos, uno para la ida y otro para el regreso. Baje más y más escaleras, hasta alcanzar el último círculo. Esperé mucho tiempo, aunque esos minutos me parecieron segundos. Estaba escuchando mi música preferida, un tema suave y motivante
para afrontar el día a día. Algo que cualquiera podría escuchar para motivarse en los momentos difíciles. El metro se encontraba bastante vacío, me impresioné de la escasa cantidad de personas que caminaba a diferentes ritmos sobre el transborde que normalmente transito. Como ya me había retrasado para arribar a
la clase que me tocaba decidí tomarme mi tiempo y caminar más lento y a un ritmo mucho más pausado. Pese a la calma, la vida a veces es demasiado buena para ser verdad. Cometí el error más grande de aquella mañana, aunque fui bastante torpe para darme cuenta de lo que mi mamá me había repetido todos los días cuando iba en la secundaria: “Siempre que vayas a un lugar con poca gente mantente atento a todo tu alrededor”, exclamaba a la hora del desayuno. No soy de leer mucho y desde ese día mi afición por la lectura se hizo mayor. Me detuve a comprar un periódico de deportes, un diario con una carátula que había logrado llamar mi atención, porque era de mi equipo favorito y del partido de ese fin de semana. No había tumulto, así que pude acercarme al individuo que vendía los periódicos dentro del metro. Traía unas gafas obscuras y una playera naranja que parecía un vestido largo. Me quité un audífono para preguntarle cuánto costaba el diario. Me respondió el precio y saqué de mi cartera un billete de veinte pesos
y le di el dinero. Todo iba normal y me preguntó la hora. Acerqué mi mano al bolsillo y levanté mi celular para decirle que eran las 10:40 en punto. En ese momento, sin darme cuenta, había cometido el error. Seguí caminando, el transborde de Centro Médico a la línea café no es tan corto pero tampoco tan largo. Había olvidado ponerme mi otro audífono y noté que una persona venía de frente hacia mí. Lo único que me quedó fue voltear para determinar si podía correr de espaldas. Sin embargo, como diría Gabriel García Márquez, era la crónica de una muerte anunciada; sabían qué celular traía, que estaba escuchando música y que no prestaba atención. La persona delante de mí se dio cuenta que estaba consciente de la tormenta que se avecinaba, así que se acercó con mayor velocidad y me vi rodeado: dos sujetos aparecieron detrás de mí y el tercero estaba al frente. Como no había gente cerca no pude pedir ayuda, tampoco había ningún policía. Ha sido uno de los episodios más escalofriantes de mi vida, ya que el sujeto que me veía a la cara tenía una
navaja y dijo: “dame el celular” con la voz de una persona de barrio bajo. No me quedó más que desconectar mis audífonos. Tuve un instante de lucidez, una idea que agradezco haber pensado. Mi celular tenía una funda que era bastante gruesa y me atrevería a decir que era más pesada que el aparato. Saqué rápidamente mi teléfono de la funda y le entregué el señuelo boca abajo. Una vez que se lo di, corrí como nunca lo había hecho, pero no al vagón de mi conexión, sino hacia la salida. Así llegaría con el policía que normalmente se encuentra viendo que nadie pase sin pagar.
¿Cómo pensé en todo eso en aquella situación? La misma adrenalina me impulsó a hacer lo que creí correcto y, en efecto, funcionó. No había perdido el móvil, pero sí mis audífonos, los cuales me habían costado veinte pesos y los había comprado en el mismo metro citadino. Cuando llegué a la salida decidí que era mejor tomar un taxi, así que salí y llamé a uno que amablemente me llevó a mi destino. Normalmente, cuando alguien te dice que la escuches y que le hagas caso es porque de verdad necesitas hacerlo, de lo contrario podría pasar un trago amargo y una mala experiencia.