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Crónica- ¿Hogar, dulce hogar?

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Hogar, ¿dulce hogar?

Mariana Pfeffer

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El 16 de diciembre de 2017 emprendí el viaje más agobiante de toda mi existencia. Nunca esperé que fuera a vivir la peor experiencia de mi existencia dentro de mi propio hogar. Aguardaba con ansias ver a mi familia luego de seis meses sin estar con ellos, respirar el aire de mi tierra, sentirme en casa. Aunque me encontraba en la ciudad más peligrosa del mundo, Caracas, no sentía miedo; luego, todo cambio. Eran las 10:02 de la mañana, cuando sentí una mano en mi hombro agitándome fuertemente con intenciones de despertarme. Al abrir los ojos vi mi vida pasar por delante de

mí. Dos señores desconocidos, con rostros enardecidos me despertaron apuntándome con una pistola y ordenándome con un tono de voz desesperado y que encerraba furia: “No grites, párate y camina”. Cuando reaccioné y asimilé lo que estaba sucediendo, rápidamente hice lo que el sujeto me ordenaba; salí del cuarto agarrando fuertemente mis manos y con el cañón de la pistola en mi espalda. Lo único en lo que pude pensar fue en mi abuela, quien se encontraba en la habitación contigua. Con miedo, solo unas pocas palabras salieron de mi boca: “Mi abuela está en la habitación de al

lado, no puede caminar, por favor no le hagan nada”, a lo que ellos respondieron de manera afirmativa. Sentí calma unos segundos. Mientras iba caminando no escuchaba nada, experimentaba una abrumadora soledad y la desesperación me acechaba; sin entender qué estaba sucediendo, seguí subiendo las escaleras y llegué al último piso, donde percibí una voz conocida preguntando por mí. Llegué al baño más recóndito de la casa y cuando logré observar entre las lágrimas que me brotaban me di cuenta que estaba rodeada de rostros familiares. Ahí estaban mis dos hermanas, dos primas junto a su hermano de seis años y las dos señoras que limpiaban la casa, una de ellas tenía 15 años y cargaba en sus brazos a su hija de dos. Al estar junto a mis hermanas sentí una pequeña calma, pero sabía que la pesadilla no había terminado. Estaba en lo correcto, las horas siguientes fueron un infierno.

En cuestión de segundos logré concluir que eran cuatro los asaltantes. Uno de ellos nos estaba “cuidando”, dos se encontraban en el piso donde nosotras éramos resguardadas y el último estaba en nuestros cuartos.

Recuerdo cómo un señor de piel oscura, calvo, vestido con ropa sucia, rota, nos apuntó con un revólver, y dijo: “¿Dónde están los dólares? No tengo miedo de hacerle daño a alguna de ustedes”. Lo único que mi hermana logró responderle lastimosamente fue que ninguna de las que estábamos ahí sabía dónde guardaban el dinero mis papás y que pronto llegarían mi madre y mi tía. Desconozco cuánto tiempo pasó. Para mí fue una eternidad. A la distancia escuchamos que se abría el portón de la casa y se estacionaba un coche. En ese momento los ladrones desaparecieron de nuestra vista y la angustia prevaleció en ese pequeño baño. No sabíamos quién era ni qué le harían. Oímos una voz de mujer que expresaba constantemente la frase: “No me hagan nada”, y en ese instante supimos que era mi tía quien había llegado. A los pocos minutos ya estaba con nosotras, agarrada de los dos brazos por uno de los asaltantes y con otro apuntándole a la cabeza con el revólver. Cuando el ambiente “se calmó”, mi tía les ofreció darles lo poco que sabía que había en la casa y ellos aceptaron. Al regresar, nos amenazaron

nuevamente: “Si no nos dan todo lo que tienen, nos llevamos al pequeño”. Solo faltaba mi mamá por llegar, es una persona nerviosa y con ansiedad, por lo que le rogué atemorizada al señor que se encontraba con nosotras que por favor la trataran con cuidado y no la asustaran. Para nuestro infortunio ocurrió lo contrario. Pasadas unas pocas horas escuchamos un auto estacionarse, dilucidamos que era nuestra madre. El ladrón nos preguntó ansiosamente quién había llegado y al responderle, corrió a avisarle a sus compañeros que era hora de actuar. La angustia penetró mi cuerpo y sentí la mano de mi hermana sujetando la mía. Rezaba suavemente un Padre Nuestro cuando un grito desesperado estremeció la casa. El silencio

fue absoluto y el miedo invadió mi cuerpo; el tiempo se paralizó, los pensamientos se esfumaron y me encontré junto a mi peor pesadilla: la muerte de mi madre. Entre sollozos y un alto nerviosismo escuché su voz cada vez más cerca y junto con ella volvió mi alma al cuerpo. Apenas la observé, lo primero que visualicé fue un leve golpe en la mejilla derecha, y la forma en que se tomaba fuertemente su mano izquierda, en estado de alexitimia y con un pánico estremecedor. Tras el arribo de mi madre todo se aceleró. Los invasores se la llevaron a otra zona y yo rezaba para que se terminara el asalto. Recuerdo haber escuchado a uno de los bandidos comentarle a otro de sus compañeros: “Ya vámonos, no vamos a conseguir

nada más”, y volvieron indicándonos que su objetivo se había cumplido. El hombre que me quitó el sueño ingresó al baño y observé en su mano una sábana blanca, supe que seríamos amarradas. Así fue, el raptor nos sujetó las manos y pies, asegurándose que no lográramos desatarnos mientras escapaban. Al terminar de maniatarnos, con arma en mano nos advirtieron que esperáramos 15 minutos desde su huida para desamarrarnos y llamar a alguien… Así fue, luego del tiempo esperado, logramos desatarnos y analizar la casa. Estaba revuelta, como si un terremoto hubiera pasado por cada una de sus alcobas; se llevaron la comida, la ropa, los zapatos, las televisiones, las joyas, dinero; en resumen, casi todo.

Mi hermana llamó al 911 e inmediatamente mi hogar se vio rodeado de patrullas y un garbullo de policías que verificaban el perímetro y analizaban la grave situación. El lapso posterior fue confuso: autoridades buscaban rastros, familiares preocupados, llamadas inesperadas y, dentro de esa situación, yo estaba en estado lacónico. Los días transcurrieron y el shock poco a poco se desvaneció, pero los fantasmas me perseguían. El sueño desapareció, las noches en vela se fueron sumando, el miedo de abrir los ojos al despertarme era cada vez más grande y estar en mi hogar era agobiante… No logré vivir en paz hasta encontrarme en un avión de regreso a México, soñando con nunca más vivir en el averno otra vez.

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