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ESPECTADOR IN FABULA

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ZINEBINDUSTRY

ZINEBINDUSTRY

IKUSLEA IN FABULA ESPECTADOR IN FÁBULA SPECTATOR IN FABULA

MIKEL ALVIRA

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Egile poliedrikoa da, munduaren ikuspegi zorrotz eta kritikoa duena. Mikel Alvira, eleberrigile ez ezik, artikulugile eta komunikatzaile ere bada; azken buruan, letren munduan denetarik egiten duena. Hamaika lan sortua da, tartean El silencio de las hayas eta La novela de Rebeca liburuak, baita kontakizun laburrak, historia eta arteari buruzko entseguak, poema bildumak eta publizitateko lanak ere. Adierazpide plastikoan ere aritzen da, gainera, betiere testuan oinarrituta, bai argazkien gainean, bai oihalean, arropan edo bolumena duten piezen gainean. Beraz, egile geldiezina eta bilatzailea dugu, zeinen iritzian, idaztea teklak jotzea baino askoz gehiago baita. Haren berri izateko sare sozialetara jo daiteke, bai eta beraren webgunera ere www.mikelalvira.com. Hala eta ere, neurria pertsonak ematen duela dio, eta hortaz, ez dagoela aurrez aurre egotea bezalakorik. Autor poliédrico de aguda y crítica visión del mundo, Mikel Alvira compagina su quehacer como novelista con sus labores de articulista, comunicador y hombre orquesta de las letras. A sus libros El silencio de las hayas y La novela de Rebeca se une una docena más de creaciones, así como relatos, ensayos de Historia y Arte, poemarios y trabajos para publicidad. Además, cultiva la expresión plástica, siempre con el texto como pretexto, ya sea sobre fotografía, sobre lienzo o sobre ropa o sobre piezas volumétricas. En definitiva, un autor inquieto y explorador para quien, tal y como asegura, escribir es mucho más que teclear. Se puede dar con él en las principales redes sociales y en su web www.mikelalvira.com, aunque defiende que la medida es la persona y, por lo tanto, no hay nada como un cara a cara. A multifaceted author with a sharp, critical view of the world, Mikel Alvira combines his duties as a novelist with his work as a columnist, communicator and one-man-band in the category of the arts. His books El silencio de las hayas and La novela de Rebeca are joined by a dozen more creations, along with short stories, essays on History and Art, books of poems and advertising work. He also cultivates artistic expression, always using text as the pretext, whether through photography, on canvas, on clothing or through large pieces. Ultimately, a restless, explorative author for whom, as he tells us himself, writing is much more than typing. You can find him on the main social media and on his website www.mikelalvira. com, although he believes that the measure is in the man, so there is nothing like meeting face to face.

BILBAO ZINEMA TOWN

Leonor Stupenda abrió el guion al azar –al azahar, que decía ella, tan suya, tan temperamental, tan estupenda siempre– y dio la casualidad de que fue por la página catorce.

Página 14. Exterior día.

No cabía duda. El director era un cetrino –no cretino, porque cretinos hay a espuertas pero los cetrinos escasean– que no valoraba su talento, el de ella, el de Leonor, tan estupenda; el guionista, un adocenado, de los de a mandar y chitón no vaya a perder el empleo; el que había adaptado la novela de Manuel Marisma –el adaptador, con aquel cargo tan de enchufe–, un rendido, un vencido, un descabalgado. Y él, Manuel Marisma, el autor, el novelista, el artífice de los dos bestseller anuales, todos tan adictivos y sorprendentes y revolucionando el género, era el sinestésico de siempre.

–¿Cómo he podido estar casada con él durante catorce años? Odio el número catorce– masculló sin dejar de masticar–. Y odio a Manuel y a su puta marisma.

No, no cabía duda. Exterior día y el mismo diálogo que le hacían repetir, una y otra vez, en cada película desde que decidió dejar de ser Conchita Basurto y pasó a llamarse Leonor Stupenda. La misma inflexión de voz– la misma sarta de chorradas, se quejó–, la misma retahíla de tópicos sobre Bilbao, como si nada hubiera cambiado, como si la Villa siguiera anclada en su pasado.

–A tomar por el culo– espetó tragando un nuevo pincho, en aquella ocasión de bogavante, y arremetiendo con un rotulador, línea a línea, cada frase.

–¿Todo bien por aquí?– se escuchó desde fuera de la caravana que hacía las veces de camerino. Era Manuel Marisma.

–Pasa. No estoy vestida– respondió Leonor, engullendo un tercer pincho.

La cabeza del escritor afloró bajo el peluquín, precediendo a unas anchas espaldas dentro de una camisa azul (de las de cuello y puño blanco) y a unas piernas largas y delgadas que nacían en el abullonado culo fofo de un pantalón rojo. Solo cuando los zapatos de ante, sin calcetines, por supuesto, pisaron la moqueta, ella se dignó a levantar la vista.

–Me has mentido, querida. Sí estás vestida.

–Eres tú, que me ves con buenos ojos.

–¿Cómo va el rodaje? –Me complace comprobar que, pese a tu cambio de nombre y a que ahora las luces de neón te anuncian como Leonor Stupenda, sigues siendo igual que Conchita Basurto, aquella con la que me casé.

–Con aquella te casaste yo creo que solo para poder divorciarte, mameluco. Divorciarse siempre os da caché a los novelistas. Leonor es mucho más dirigente y prosopopéyica.

Sin sentirse afectado, Manuel Marisma tomó asiento en el sofá de piel que presidía uno de los flancos del habitáculo; mientras, la mujer arrojaba el guion a la mesita de billar (versión juguete) y se echaba una bata sobre el chándal.

–¿Algún problema, nenúfar? –pronunció, sabedor de que a la actriz no le gustaba la película ni un pimiento morrón.

–Este texto es un asco. Bilbao no es como se describe y yo no me veo, a mis años, diciendo esta sarta de chorradas. La gente ya no quiere esto. El público es otro. ¿Cuál es la razón por la que os seguís empeñando en tomarlo por imbécil?

–¿Por qué lo dices?

–Página catorce. Exterior día. Begotxu baja por las Calzadas de Mallona, pizpireta.

–En la novela no decía pizpireta –interrumpió el hombre, carraspeando–. Decía risueña. Es una contrariedad que los adaptadores adapten tanto. Risueña y pizpireta no es lo mismo. Te entiendo.

–Seguís inventando un Bilbao que no existe. Tú en tus novelas y el esmerilado de tu adaptador en sus adaptaciones. Retratáis una ciudad que dejó de existir hace mucho, si es que alguna vez existió fuera de los pasquines bobalicones del costumbrismo más tópico.

–Te noto decaída. ¿Cómo andas de tensión, querida?

–Me notas muy a barlovento.

–¿Y eso?

–¿No se supone que la película está ambientada en la época actual, en el presente, en 2025?

–Sí, claro. Época actual. Año 2025. Presente. Rabiosa actualidad. La novela fue el bestseller de la primera semana del mes de abril y esta película arrasará en taquilla, ya lo verás. Nada gusta más al público que verse retratado en la gran pantalla.

al azahar–, si está ambientada en el hoy y el ahora, ¿me puedes explicar esta gilipollez?!

–¿A qué te refieres, alhelí?

–¡Página sesenta y cuatro. Exterior día. Begotxu saluda a los chiquiteros que deambulan en alegre comparsa. ¡No me jodas, Manuel! ¿Chiquiteros? ¿Chiquiteros en 2025? ¡Si se extinguieron el siglo pasado!

–Te noto muy como grimosa. Los chiquiteros persisten.

–Esta película es una mierda. Y tu novela, otra mierda. Y el enfoque que le dais, una mierda más grande que la suma de las dos mierdas susodichas. Os empeñáis en recuperar viejos tics del pasado como si Bilbao solo hubiera sido eso, pasado. ¿Qué coño pintan unos chiquiteros en el 2025?

Leonor Stupenda se sentó junto a Manuel, acercó la bandeja con pinchos e intentó calmarse respirando profundamente varias veces, tal y como le había enseñado su yogui particular. Sabía de sobra que tendría que terminar la película, como siempre hacía pese a sus reticencias, pero le hervía la sangre que el costumbrismo campara a sus anchas en las obras de su ex marido. Tomó un bocado de pimiento sintético relleno de bacalao de cultivo con reducción de cebolla transgénica y espuma de erizo liofilizado, lo venció de un bocado, se pasó los dedos por las comisuras de los labios y suspiró.

–Te noto muy reticente. Como muy reticente, hortensia mía.

–Bilbao ha sido una gran ciudad desde el origen de los tiempos; eso no te lo voy a negar. Vivimos la industria y la desindustria. Crecimos y decrecimos. Aprendimos y reaprendimos. A la Alhóndiga la llamaron Azkuna Zentroa y luego solo Zentroa y hoy en día se le llama Azkuna Zentroa Again. Y así, con todo. Pasamos penurias y despenurias, riquezas y pobrezas… Superamos la Era de la Divagación, cuando se ataban los perros con longanizas del Duranguesado, superamos los momentos de crisis económica y alcanzamos, por fin, la plenitud de hoy en día. Todo perfecto… ¡Pero nunca superaremos los putos tópicos, Manuel, cagüensós!

–No me gusta que digas tacos, florecilla del sauco.

–Odio los tópicos, Manuel.

–Estoy de acuerdo contigo en parte, rosa linda. Ni a mí me gustó la Era de la Divagación ni me gustó la crisis, la supuesta crisis, la mal llamada crisis, y tuve que padecerla. Recórcholis con la crisis, estafa de los unos a los otros, convulso momento de crispación. Te recuerdo que las pasé canutas para publicar. ¿Y qué decir de la Era de la Divagación? ¿Piensas, mi pequeña coliflorcita, que fue mejor para los intelectuales? ¡Ay! ¡Ay, aciaga época que vio atar los perros con longanizas del Duranguesado, como bien has dicho! ¡Ay, que vio construir puentes y rascacielos, museos y viaductos! ¡Ay, que arrinconó lo esencial para revestirlo de titanio, cemento y metacrilato! ¡Oh, perniciosos años! ¡Ay, duros años! ¡Oh, ay, oh, ay, años de confusión moral y urticaria identitaria en los que convivían sin empaño la modernidad más audaz con el tópico más de postal! –Te pones muy daliniano, Manuel. Afloja, por favor, que me produces vértigos. Creo que estás sobreactuando. ¿Es necesario que te coloques el dorso de la mano en la frente?

–Son etapas históricas, Conchita, querida– pronunció el escritor con pose sánscrita y deje peripatético, sin quitarse el dorso de la mano de la frente–. Fueron tiempos convulsos. Yo mismo, te recuerdo, no conseguí publicar ni uno solo de mis libros en aquella época. ¡Qué turbio todo!

–¿Turbio? Turbio es este asco de guion. Me niego en redondo a seguir con esta pantomima. Hoy nos toca la secuencia en la que la gente se saluda por la calle.

–¿Y qué tiene de malo esa secuencia? En la novela quedaba muy chirene.

–¡Pues que nadie se saluda con un paraguas en una mano y una bacalada en la otra!

–Pero da muy bien en imagen. El cine adora ese tipo de secuencias.

–¡Tópicos!

–Mercado, Conchita, mercado. Lo tópico vende. La Era de la Divagación a punto estuvo de borrar lo que de tópico existía en Bilbao. ¡Menos mal que se recuperó la normalidad después de tan devastadores años!

–¡Para nada! En la Era de la Divagación no estuvo a punto de desaparecer ni un solo tópico. Lo que sucede es que ahora os aferráis al costumbrismo como si os fuera la vida en ello.

Leonor se levantó, no sin antes introducirse en la boca un pincho de tomate de Deusto con kiwi de Artxanda. En tres pasos llegó a la otra punta del camerino. Se sentó frente a un espejo bordado de bombillas, apoyó los codos sobre el tocador y buscó con la mirada a Manuel.

–Me parece mentira que hayamos podido estar casados.

–Pues a mí me parece ideal, mi orquídea.

–En la Era de la Divagación fuiste un complaciente, reconócelo. Yo, todavía Conchita, luchando por la restitución, mientras tú, intelectualoide de poca monta, hacías la corte a los advenedizos que encumbraban la apisonadora de la modernidad. La Era de la Divagación fue un asco; marcado por el dinero a espuertas, pero un asco. Y tú, maldito plumafloja, colaboraste con los amigos de la Divagación igual que ahora apoyas a quienes defienden lo tópico.

–No es colaborar, es sobrevivir. La cultura ha de saber serpentear.

–Y cuestionabais la leyenda sacrosanta de La Ochoa.

–Te estás poniendo radical, querida.

–Conchita, yo no fui de ellos. Me vi obligado por las circunstancias…

–Y hasta comenzasteis a desmontar La Karola, Manuel, cenizo, no me seas, no me seas.

Aprovechando la silla giratoria, se volvió hacia él y, calmando nuevamente la voz, pidió que le acercara la bandeja con pinchos. El hombre obedeció, no sin rezongar.

–No entiendo qué tiene que ver esa etapa de nuestra historia con el guion.

–Mucho, tiene mucho que ver– respondió ella tomando un nuevo pincho, uno de torrezno, vieja receta de Aingeru Etxebarria–. En aquellos años disteis la vuelta a Bilbao. ¡Con lo bien que íbamos! Joder, si Bilbao era una ciudad de puta madre! Perdón. Ahora es Conchita quien habla. Leonor nunca habría dicho de puta madre. O sí. Es que me haces ponerme muy endecasílaba, Manuel. Tú y toda la pléyade de aprovechateguis que os valisteis de la Era de la Divagación para sacar la cabeza. Y hala, a chiflar a la vía. Todo por la borda y sanseacabó. ¿Y qué vino luego? ¿Qué vino después de que todo el monte fuera orégano? ¡Pues esto vino, esto!– gritó alcanzando el guion y ondeándolo al viento del camerino, que era nulo pero que parecía huracán, tal y como jaleaba con las manos– ¡Este guion de mierda y todos los guiones de mierda que se han hecho después, jolines ya, llenos de escenas como sacadas de postales!

–Te prefiero Leonor, Conchita.

–Y yo te prefiero fuera de mi caravana. Haré la película, pero ni tú ni tu adaptador ni tu guionista ni tu director ni hasta el último eléctrico me vais a pedir que ponga un apéndice de mi talento al servicio de esta pantomima basada en topicazos. Os cargasteis Bilbao con vuestra Divagación; ahora intentáis jugar a que no sucedió nada, rememorando tópicos e inventando obviedades. No… ¡Ya te digo que no! No voy a poner ni un apéndice de mi talento a vuestro servicio.

–Querrás decir ápice.

–¿Perdona?

–Has dicho apéndice. Has dicho que no vas a poner un apéndice de tu talento, y entiendo que quieres decir que no vas a poner un ápice de tu talento, mi churriflor. Ápice. Á-pi-ce.

–Gracias por la componenda.

–No hay de qué. Soy escritor. Mi misión en la vida es salvar la vida a quienes no escribís, te recuerdo.

Leonor Stupenda se desprendió de la bata, echó mano del último pincho de la bandeja y, atusándose el flequillo bajo el pañuelo de vasquita que lucía, se acordonó las abarcas por encima del pantalón del chándal.

–Solo dime una cosa, Manuel. ¿Estás seguro de que al público le gusta este atuendo? llamaban. Es nuestra responsabilidad recuperar el buen gusto y fusionarlo con las últimas tendencias floclórico-contemporáneas.

–¿De verdad que no es un topicazo? ¿De verdad que no estoy patética?

–Te recuerdo, mi verdurita, que el público te alaba. Eres una euskoinfluencer. Ya verás cómo, si la gran Leonor Stupenda sale en el celuloide de esta guisa, todo el mundo acabará vistiendo igual. Palabritadelniñojesús.

Leonor abrió la puerta de la caravana. Un aire húmedo y doméstico le acarició el rostro. Sonrió. Sabía que no podía defraudar a sus seguidores. Acabaría el rodaje, por supuesto, aunque detestara ser símbolo de los tópicos, y anunciaría su retirada del mundo del cine.

Tras ella caminaba Manuel Marisma, quien hizo un gesto al director para que no interceptara a la actriz, no fuera a montar en cólera. Un fino xirimiri natural invadía la escena, sin importar a nadie. Los hombres, con los jerseises al hombro, se dispusieron para el trabajo. El rodaje iba a reanudarse. La Plaza Nueva, decorado escogido para la secuencia, rebosaba de esplendor. Los figurantes esperaban órdenes: dos falsos haizkolaris en una esquina, un boyero con sus animales y una enorme piedra de cartón-pluma, los muchachos que habrían de atravesar en segundo plano con su trainera al hombro, el grupo de becarios de la Escuela Federal de Cine que haría las veces de comparsa de chiquiteros…

–“Secuencia 176. Toma 1”, gritó alguien con una claqueta en la mano.

Leonor Stupenda respiró varias veces, se limpió con la lengua un resto de changurro de entre los dientes y repasó mentalmente su línea de texto (egun on, mi amada Villa de Bilbao, qué hermoso es recorrer tus siete calles mientras el espíritu de Don Diego me acompaña y el manto de la Virgen de Begoña nos ampara).

–¡Motor!

–¡Acción!

Y en su cabeza, mientras observaba las astillas de los troncos saltando al impacto de las hachas, no dejaba de pensar que, si fuera Conchita, diría putos tópicos de mierda, cuánto involucionan, como si Bilbao solo fuera esto y no fuera todo lo que es.

–¡Aaaaaah!

Un grito atronó en la escena. Era uno de los falsos haizkolaris. Se había cercenado el pie de cuajo, a la altura del tobillo, con denso manchurrón de sangre en hacha, tronco y adoquines.

–¡Corten! ¡Cooooorten!– ordenó el director.

–Lo que hace falta que digas– se carcajeó en su interior Leonor.

–¡Ya es mala suerte!– se quejó alguien.

–No, suerte, no– susurró ella descojonada–, azahar, azahar.

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