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Un gol para Patrocla
Busco tropezando a tientas la puerta entre las tablas sin rendijas,
fracasadamente.
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Alcanzo a escuchar en mi desvanecimiento a Ará-Ñarú:
- “Yahá, yahá, Taca. ¿Estás ahí? ...”-
* Vamos. Vámonos (guaraní).
UN GOL PARA PATROCLA.
A mis amigos del Equipo Ruta 12
(con cuyas habilidades deportivas nada tiene que ver este cuento).
Estaba desesperado el loco Brunildo…
Para colmo sus compañeros de equipo tenían afinadísimo el humor, el cual los
fines de semana futboleros se tornaba cáustica socarronería que era descargada
impunemente sobre su malogrado artillero.
Brunildo “correcaminos” Cuzzani pugnaba hacía más de treinta años por ser un delantero de peso, cuya sola presencia en el área rival sobresaltara a las huestes
defensoras de todos los equipos de la región… Su empeño era tan obstinado
como infructuosa su aspiración. Sus compañeros de supra veteranos lo
apodaban ‘correcaminos’ porque su velocidad no podía medirse: si la medían tendrían que reemplazarlo para siempre y no querían hacerle eso a su
ilusionadísimo amigo.
En su juventud, cuando todavía estaba a tiempo de menguar su porfía y
dedicarse a otra cosa, Brunildo había deslizado exageradas galanterías sobre el
césped y muchas promesas de éxito deportivo, escudado en sus llamativos ojos
verdes.
Pero a estas alturas sus incumplimientos parecían engrosar cada año más su
cintura exorbitante de pretendido jugador amateur entrado en edad.
Uno de aquellos excesivos miramientos lo había destinado a una larga relación
con Patrocla, el amor de su vida. Patrocla Rodrigova, hija del huraño ruso Mihail
que ya había muerto, era por aquellos años una bella muchacha de pelo
encrespado y formas bien puestas que tenía a mal traer al mocerío de fuera y
dentro de la cancha… Por su beldad y por su avezada percepción del juego, poco común en las mujeres de esos tiempos: ella exhibía sin recaudos su
sapiencia futbolera en palabras de buen tono y en gestos de puños altos y ceños
bajos. Resaltaba indefectiblemente en la tribuna que se había improvisado con
restos de tambores, ladrillos y tablones en el costado de las hovenias gigantes
de estiradas sombras. Resaltaba entonces y ahora, porque siguió viniendo a
cada partido todos estos años, incansablemente, para ver si su Brunildo cumplía
por milagro con alguna de tantas promesas juveniles.
La cancha había quedado en medio del pueblito y era más importante que la
plaza que nadie se atrevía a proponer en ese lugar –aunque parecía el indicado-
o la iglesia, porque hasta el cura Josecito había adaptado el horario de la misa
de los sábados para no perderse los partidos. El sacerdote además insistía con
el nombre de San Toribio Romo para ese poblado perdido en las recónditas
Américas que no podía disimular su orgullosa prosapia campesina y futbolera.
Las sandías, el maíz, los cítricos y los zapallos seguían creciendo junto a sus
escasos nueve caminos que las bostas adornaban juguetonas, como marcando
las jugadas de algún próximo enfrentamiento que se relataba de nuevo cada
mañana en el acostumbrado olfato de sus habitantes.
Una septena de casas orientadas cada una hacia lo que sus dueños querían ver
–la mayoría de las ventanas apuntaban a la cancha- parecían las fichas de un
dominó extraviado que prometía alinearse dentro de muchísimo tiempo para ser
una ciudad de verdad.
Los puercos y las gallinas atosigaban a los choclos y zapallos sin dueño mientras
los zorzales y pirinchos se encargaban de las sobras en el suelo y de las naranjas
en lo alto. No así de las mandarinas del córner sur-este, porque los gurises del
pueblo se habían apoderado de ellas por completo: los sábados para ver los
partidos y los otros días para comentarlos y exagerar alguna jugada, para mentir
talentos y alimentar expectativas… En las siestas correteaban descalzos sobre la mitad con más pasto de la cancha, gritando totalmente sucios y transpirados
sus conquistas sin público en unos arcos de piedras y gajos que se
desmoronaban a cada rato.
El apócrifo estadio lindaba todavía con un último potrero y dos por tres algún
caballo se desataba y corría dentro de la cancha suspendiendo el partido. Una
vez el arquero Mbiguá, del equipo ‘La capuera’, cuyas piernas chuecas revelaban su pasado montaraz, se embelesó con un matungo que galopó a metros de su
área grande, mientras un balón rodaba suave cerca suyo hacia el fondo de la
red. En vano le reclamaron sus defensores la distracción, mientras Mbiguá les
comentaba emocionado que el animal le recordaba a su viejo caballo de campo
de buena alzada, de nalgas redondas, de cortas orejas y de rápidos aires sin
nervios… Se había reanudado el partido desde hacía ya un buen rato esa vez y
Mbiguá aún seguía persiguiendo a su marcador de punta izquierdo contándole
del buen corazón de aquel noble animal de faena, de hocico fino y ojos grandes,
mientras el zaguero miraba espantado por sobre los hombros del arquero la
portería desierta.
Solo cuatro equipos animaban la disputa oficial de supra veteranos. A duras
penas enlistaba una quincena cada uno, incluyendo al abuelo Evaristo de ciento
dos años que se sentaba cada sábado en el tronco de suplentes de ‘La capuera’ sin que nadie le dijera bien para qué y al gringo Desiderio, que pretendía jugar
de alpargatas y había ingresado una sola vez en veinte años entre los once de
‘Los chungueados’, cuando ya no hubo más remedio.
El limitado plantel de ‘Unión Estalinista’ procuró incorporar un par de matronas en varias ocasiones, pero el temerario temperamento de ambas obtuvo el reparo
unánime de los amedrentados rivales en una asamblea espontánea bajo los
eucaliptos. Las susodichas se ofendieron por un sábado, pero al siguiente ya no
resistieron el aburrimiento y ocuparon de nuevo con el ceño fruncido sus lugares
en el primer escalón de la tribuna… ‘Unión Estalinista’ enmendó el asunto invitando al reticente Don Josefo, que vivía demasiado lejos y que solo se dejó
convencer porque le regalaron una camiseta especial con el número ochenta,
por su reciente cumpleaños. Nadie hurgaba demasiado en el extraño nombre de
este equipo, que si se avispaban de su posible ascendiente comunista hacía
tiempo se habrían autocensurado, tan católicos apostólicos romanos que se
decían todos en el pueblo.
Aunque el ‘correcaminos’ Cuzzani seguía tan enamorado como en aquel entonces, no sabía cómo pedirle a su mujer que ya no viniera a verlo jugar… ¡No
se atrevía a confesarle que la presión lo estaba matando! Ya había tanteado
todas las argucias: si le restaba importancia al rival de ese día, Patrocla igual se
dirigía firme a las gradas; “¿que quizás no se jugaría el partido por el calor?”: ella asistía puntual, con agua y sombrilla; “…que hoy seguro se quedaría todo el
partido en el banco de suplentes porque estaba algo cansado…”: la fanática infalible le daba miel con jengibre, lo empujaba hasta la cancha y allí se quedaba,
a sostener su conquistada vanguardia de hincha femenina en ese deporte
machista.
El culpable era él, al fin y al cabo, porque primero le había prometido nada menos
que el título de Campeón a Patrocla. Pero el plantel era un desastre… Sus compañeros del equipo Parque 12 eran poco avezados en el adolecido oficio
nacional de correr tras la pelota, aunque no se lo tomaban tan en serio como
Brunildo, su angustiado centroforward de piernas aparentemente veloces, pero
inocultablemente torpes.
El ‘tractor’ Sanabria defendía el flanco derecho y estaba convencido de que debía proyectar sus sesenta y dos abriles y sus noventa y siete kilos al ataque.
Pero tardaba tanto en recorrer el tramo entre ambas áreas que en ese lapso
solían acontecer demasiadas cosas, especialmente varios goles por
penetraciones en su zaga abandonada… El ‘loro’ Garmendia cuidaba el otro
costado, pero se quedaba conversando con el juez de línea mientras los
atacantes pasaban por su sector como pancho por su casa. Al ‘visco’ Zorrindes que no veía nada lo paraban en el medio campo para molestar y al ‘tuerca’ Acevedo lo tenían que ubicar de wing izquierdo, porque tenía un reemplazo
grande de metal en la cadera derecha. Y cuando tomaba impulso se iba
inclinando para ese lado, en esperanzadoras diagonales de ataque que casi
siempre terminaban con el infortunado en el suelo, reclamando penales
inexistentes. El ‘araña’ Saucedo atajaba las más de las veces, cuando no tenía alguna crisis de riñones justo en día sábado. Atajaba de anteojos, gorra y un
guante diestro, porque un triste accidente laboral le había dejado sin la mano
izquierda… Así y todo, era por lejos el portero más espectacular del campeonato, porque la pequeña hinchada de Parque 12 lo compadecía y admiraba y por cómo
volaba hacia los palos, aunque el balón entrara con demasiada frecuencia.
Carlitos ‘peor es nada’ Ceballos, un ex domador de pocas pulgas, hacía de D.T.
Comenzaba el partido y se transformaba, dando más instrucciones que Doña
Emilia, la dueña del único comedor del pueblito a unos cincuenta metros de la
cancha. La vez que Carlitos no se transformó y se sumió en tremenda depresión,
fue cuando la Selección Nacional tuvo un estrepitoso fracaso en el último mundial
de fútbol y todos se las agarraron con él: por pelado, por petizo y por caminar
siempre como loco de aquí para allá gesticulante y tragicómico, como el técnico
de la selección…
Para consolarlo le dijeron que perseverara, que algún día lo convocarían a dirigir
en un gran Club y ganaría casi tanto dinero como aquel papanatas.
Y –por supuesto-, completaba aquella escuadra aparatosa, el centroforward más
aguardado de la comarca: Brunildo ‘correcaminos’ Cuzzani, el renovador permanente de juramentos peloteros, marcado de cerca por el intenso amor de
Patrocla...
Cuando ésta se convenció de que nunca ganarían un campeonato, le pidió por
lo menos el premio de goleador. Pero Brunildo no le hacía goles ni al arco libre.
Entonces, en los límites del desencanto y del enfado, Patrocla lo emplazó –la
cosa ya no estaba para pedírselo amorosamente- para que convierta un solo y
bendito gol dedicado a ella como Dios manda. Por supuesto que la exigencia
esta vez vino acompañada de una amenaza tangible de no permitirle jugar más
al fútbol.
Incluso semanas más tarde fue a mayores y agregó el ultimato de echarlo de la
casa, cuando se enteró de que el vecino de ciento cuarenta kilos le trajo un gol
dedicado a Doña Chicha del último partido, lo cual más que una vergonzosa
envidia ya era una verdadera tragedia para el paciente amor de Patrocla.
¡Cómo no iba a estar desesperado el loco Brunildo!…
Se fue desdibujando el centroforward al hablar en secreto con el árbitro Justino
Derecho Marcial, al cruzarlo en la cosecha de sandías un martes. Para colmo el
imparcial juez de todos los partidos de los últimos quince años le sintió olor a
cuento al desesperado drama conyugal narrado por ‘correcaminos’… Las siguientes veces, el desdichado delantero ya iba rematando aquí y allá su flaco
orgullo rogando a cada arquero rival que se condoliera de su largo matrimonio.
Sólo los ojos desencajados del pobre Brunildo y su promesa de dejar de jugar
con su corazón enfermo y su mala suerte después de un único y nunca más
atesorado gol, refrenaba a sus compueblanos para no insultarlo y quitarle la
amistad.
Se terminaba el campeonato y casi se arregla todo… Pero aquella mala suerte que compungía a Brunildo volvió a aparecer implacable en esa robusta
escobadura que creció entre el césped de la medialuna, para que su botín
derecho se desvíe un centímetro y la pelota rozara por sobre el travesaño en
lugar de por debajo, haciendo suspirar a Patrocla y a la necesitada parcialidad
de Parque 12.
Camino a casa, Patrocla le recriminó ese día su grosero puntapié, mientras su
marido en vano quería disfrazar el tiro como de ‘tres dedos’, cosa que jamás se le había visto hacer al pobre hombre en la cancha…
En ese último partido de la serie, un gol en contra milagroso le había dado por
primera vez en la historia el pase a las finales a Parque 12. ‘Yegua’ Cardinale despejó con pifia en la zaga de ‘Unión Estalinista’ contra su propio travesaño y la pelota rebotó en la nuca del ‘muñeco’ Durango, cuya artritis no le permitió girar más rápido para verla venir, clavándola en el ángulo.
Para los parquedocenses fue el pase milagroso a una ilusión inmerecida, más
que a las finales…
Para todo el pueblo el partido consagratorio del campeonato era un
acontecimiento único. Se almidonaban los mismos atuendos coloridos que para
los bautismos y casamientos, se pintaban con cal hasta las piedras sueltas y los
arbustos secos y Doña Emilia cocinaba triple para los festejos, porque sin
importar quien ganara ese día hasta las mascotas se saciaban a gusto.
Se colgaban guirnaldas en el campanario y en los dinteles de las casas como si
fuera navidad y los dos equipos emperifollados marchaban media hora antes al
campo de juego desde la iglesia, luego de las bendiciones del cura, que por las
dudas incluía un severo sermón sobre el respeto, el perdón y la no violencia…
La única bocina que había oficiaba de radio propaladora en el techo del comedor,
haciendo sonar al ‘monito’ González contando lo que mal podía ver desde arriba
de una mesa de la galería, porque los cables eran cortos y su vista no era de
lince. En los lapsos en que no se podía adivinar qué diablos pasaba en la cancha,
ventilaba con voz metálica los chimentos harto conocidos de cada equipo,
confiando en que entre la gritería de la tribuna nadie lo escuchara. Y mientras
mandaba corriendo a los gurises a cambio de caramelos a fisgonear de cerca
para que volvieran con novedades, ‘monito’ era suficientemente feliz masticando chacinados y disfrutando su vaso de licor casero, gentileza de Doña Emilia para
que cumpliese en mejores condiciones su tarea de insigne relator.
Los integrantes de Parque 12 estaban eufóricos, porque si habían llegado hasta
allí por algo sería… Y porque en ‘Los chungueados’, el otro finalista, un mediocampista jugaba con gripe y un delantero estaba desconcentrado: se había
escapado del velorio de su abuela Anselma que recién quiso morirse a los 109
años ese sábado a la madrugada. Sólo su inseparable perro Tico le quedó
llorando mientras todos fueron al partido.
La expectación era total y el pitazo inicial del impertérrito Justino Marcial rebotó
contra el silencio incierto del pueblo entero. Recién ante el primer foul mal
cobrado los reclamos de Patrocla despertaron a todos en la sudorosa tribuna,
justo cuando se escuchaban los primeros chillidos de la bocina del comedor y el
cura meneaba la cabeza.
A partir de allí todo fue entusiasmo en las gradas y entre los árboles… Las risas, las protestas y los gritos de aliento marcaban cada corrida y cada pase de los
esforzados veteranos. El calor obligó al referí a detener el juego varias veces,
mientras algunos gurises hacían caer las últimas mandarinas al sacudir
fragorosamente las ramas en las alturas, como si estuvieran en la popular.
Los dos primeros goles contra Parque 12 llegaron más pronto que tarde y al
iniciarse el segundo tiempo, ‘Los chungueados’ enmudecieron a sus rivales con otro golazo de cabeza e inmediatamente otro en fuera de juego, que rápidamente
anuló Justino. Parque 12 se mostraba más lento y casi resignado. Pero en un
trabajoso avance por la derecha, el ‘tractor’ Sanabria tiró un pelotazo al área grande casi sin querer antes de que se le saliera el calzado, sin ver que el balón
había descendido a los pies de Brunildo. ‘Correcaminos’ se enredó largamente en sus piernas y en su acumulada ansiedad, mientras pretendía una quijotesca
gambeta a la izquierda y la hinchada se ponía de pie con las manos en la cara y
los ojos más abiertos que nunca… El amenazador número dos de ‘Los chungueados’ salió a cortarle el camino en el borde del área chica cuando un compañero le hizo trastabillar, arrojando su metro noventa y pico contra la
humanidad de Brunildo, que se desparramó sin fingimientos como si lo hubiera
arrollado un tren. El grito ensordecedor de la hinchada y el silbatazo enérgico de
Justino Marcial que venía trotando con dificultad a unos treinta metros, se
confundieron en una sola cosa… El brazo derecho extendido lo precedía al
árbitro como una tabla que nadie doblaría, enfilando hacia el punto de los once
pasos, ante la algarabía incontenible de los simpatizantes de Parque 12.
En seguida, sin embargo, aminoraron ostensiblemente sus festejos cuando
vieron que Brunildo, que había recuperado el aire después del respingo, se
abrazaba a la pelota como un toro en celo, defendiendo a los empujones y
brincos la única e impostergable salvación de su amor imprescindible…: patearía el penal de su vida, aunque nunca había acertado uno. A todo o nada.
Al enterarse en diferido por los gurises, el ´monito’ González se atragantó con un pedazo de mortadela allá en el comedor y no pudo relatar más por el resto del
día. Los hinchas se persignaban mientras no se animaban a mirar a Patrocla ni
hacia la cancha, como si un presagio de desventura hubiera cambiado el clima
y los ánimos entre los tablones de ese pueblito desfamado y perdido en el
mundo.
Brunildo ‘correcaminos’ Cuzzani hizo los primeros pasos sin sentir las piernas, al borde del pánico y del desvanecimiento… Le pareció ver entre la nebulosa de
sus miedos que había más de un arquero bajo los tres palos. Pero ya no podía
echarse atrás, muy cerca de la pelota.
Apuntó fuerte al medio y el balón le rebotó fulminante en la frente al arquero que
había cerrado los ojos, tan asustado como el chuteador. El calamitoso y
encariñado centroforward se había tropezado con sus propios tobillos y fue
cayendo como en cámara lenta antes de dar un panzazo al suelo, desmayado,
mientras sus talones flotaban en el aire como grotescas marionetas sin destino…