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El Tano Arnaldi
Sin embargo, mi diestra apuñó indecisa no sé cuántos cálices en esa
semioscuridad continua, milagrosa y sagrada.
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En cada libación ambarina y suave, mis manos calientes y frías, frías y calientes,
intentaban despabilar mi cuerpo azaroso que seguía ebrio de perfumes
nocturnos y pasos exultantemente sonoros que fueron apagando lentamente la
noche.
Caminé durante semanas tantas medianoches. Desde la niebla del callejón
lateral de José Cabrera al 4000 hasta la acogedora barra de la tribulación de
aquel septiembre que se escurrió.
Tantas habrán sido que un par de primaveras después, en una breve noche entre
los mismos sabores y el mismo grafiti, volví a huir las cuatro cuadras hasta mi
morada para dormir despierto y amanecer con la certeza de un sueño: una dama
intrigante, de cabello suelto voluminoso y bellos pantalones negros ceñidos por
encima de sus botas -también negras-, se había sentado inesperadamente a
beber conmigo en una prometedora madrugada. Sin soledades ni
preocupaciones terrenales…
EL TANO ARNALDI.
A mi amigo Tony Suanno.
Y al ‘Negrito’ Méndez, injustamente expulsado del metegol de la vida.
Algunas veces Lucio Baldassare Arnaldi abominaba Pozzuoli. O su recuerdo. Su
puerto nauseabundo arruinaba la belleza de la bahía y el sospechaba que por
eso cada vez más gente se iba por el Tirreno y nunca volvía.
Como él mismo, que se hartó del vidrio soplado, de las burlas sobre los
‘pantalones borrachos’ de San Procolo y de que a cada visita de turistas se le
agregue una exageración a aquel antiguo capricho de Calígula de atravesar el
golfo a caballo hasta la ensenada de Bayas. Y quizás también irritado por tantas
fumarolas y aguas termales. Pero más probable e inconfesablemente porque su
fatigada soledad tras la malquerencia de Antonella Montorfano, yendo y viniendo
desde el Cabo Miseno hasta Isquia arrastrando sus volantas en una barcaza
destartalada, parecía haber entorpecido su volcánica juventud y hacerlo
aborrecerse…
Y porque –bromeaba él a partir de cada segundo vaso de blanco falanghina- a
ciento ochenta y tantos kilómetros de la Santa Sede no debería estar la
mismísima entrada al infierno del Lago Averno. La reflexión se la había hecho su
achispado primo Andreas Cazzuolo en el Bar Ornelli una vez, luego de que más
de una docena de copas despertaran su mente y su cordura. –“Se corre el riesgo –dijo su pariente florentino entonces- de concluir que si están tan cerca son la
misma cosa”-. Cuestión que el incrédulo de Andreas consideraba además
altamente probable…
Lucio Baldassare Arnaldi y su tristeza zarparon desde Génova en enero del ’47, sin volverse hacia la popa de pabellón panameño de las once mil toneladas del
Bergensf Jord, rebautizado Argentina. Temía que al mirar atrás le persiguieran
los fantasmas de la guerra reciente y los ojos, los ojos de Antonella…
Incluso no quiso frecuentar la cubierta esos primeros días en que los no más de
doce nudos dejaron atrás Barcelona y Almería sin percatarse de que, entre las
tolvas de este último puerto, flotaba el SS Conte Biancamano que siempre quiso
volver a ver. Él sospechaba que no había sobrevivido a la conflagración.
A bordo no tardó en trabar amistad con la tripulación, en su mayoría italiana, que
reconocía en él a un ‘uomo di mare’ del ‘bel paese’. Por ser de rudo carácter, por supuesto, congeniaba mejor entre los ‘marinis’ del nivel de la carena, sobre el plan y la sentina, donde le resultaban familiares el rumor de las aguas de achique
y el olor a los restos oleosos.
Fue allí, sobre el asiento de popa, donde en unas tablas sobre cajones improvisó
una discordante amistad con el ruso Vladimiro, ‘scacchiera alcolica’ mediante,
en los ratos en que éste no estaba a cargo de las máquinas.
Los lances y los jaques se tornaron infinitos en ese rincón cerca del codaste,
aglutinando por turnos de rotación a pajes, calafates, fontaneros y gambuceros,
mientras los ignotos pasajeros mecían en cubierta sus impacientes destinos
aferrados a la borda o a los mamparos. La afición de ambos fue pronto rivalidad
y se tornó obsesión…
Vladimiro se jactaba de jugar un ‘ajedrez judío’, fiel a su apellido, oportuno y eficiente, con el que conseguía fácilmente un beneficio material. Y atribuía a
Lucio Baldassare Arnaldi un ‘ajedrez ario’ vanamente valiente, que buscaba
torpemente la victoria desde la primera jugada. El infamemente aludido le exhibía
por toda respuesta una desgastada tarjeta de encriptación mecánica SYKO que
guardaba orgulloso en sus faltriqueras. Le daba crédito de que había ayudado
hacía menos de tres años a los Aliados, espiando en el mediterráneo las cargas
y aviones del Eje. Y no tardaba tres segundos en agregar un irascible alarde
sobre el presunto hundimiento en su haber de por lo menos dos buques tanques
del ‘Panzerarmee Afrika’ en camino hacia el Canal de Suez.
Los lustrosos trebejos del modelo Marshall no tenían tregua. Uno de los caballos
blancos, el de la distintiva marca de la corona, había sido suplido por el tapón de
un ron dominicano e incomodaba sobremanera a Vladimiro. Por lo que cuando
iba de negras, Lucio Arnaldi incorporaba la táctica artera de capturarlo solo
cuando fuese inevitable, con buenos resultados.
Las bromas eran acerbas en la mar perversa, pero aceptadas y necesarias para
el tedio. El ruso lo hacía enojar cuando tardaba en mover, insinuando que lo
devolvería a su “Puteoli” natal, a reparar su esterilidad… El Tano se desquitaba insultándolo profusa y secretamente dentro de su cabeza mientras analizaba con
energía la jugada que lograra vengar los vilipendios del bolchevique, para
humillarlo en el tablero. Cuando no lo conseguía, hacía oír su delgada voz para
acusarlo de menchevique converso o deportado siberiano. Eso era infalible –y
muy esperado por los pícaros tripulantes- para hacer explotar la ira del segundo
oficial de máquinas Vladimiro Shurukhin en una veintena de piezas saltando por
los aires…
No descansó tampoco el tablero damasquino cuando el paquebote de los
hermanos Cosulich surcaba ya a mitad del océano y una anciana sin solvencia
de Cádiz fallecida a bordo era lanzada al mar, tras sencilla ceremonia en horas
aptas para no llamar la atención del pasaje. Causó extrañeza a sus compañeros
que Vladimiro, tan afecto a esos rituales de despedida, no asistiera por
enfrascarse en otra revancha con su rival de pesadilla…
El ruso solo confesó en breve distracción que guardaba entre su equipaje un
buen traje de dos piezas y un sombrero ‘fedora’ para disimularse de primera clase si moría, “para que lo preservasen en el camarote de sal”, tal como le había
hecho jurar a su primer oficial.
El calderetero genovés Bruzzone que juzgaba en ese momento una posición sin
esperanzas para Vladimiro con su monarca acorralado en la casilla h8, lo
contrarió defendiendo el piélago como tumba: -“Un marinaio non potrebbe sperare in un luogo migliore, per il suo eterno riposo.”-, dijo, con algo de
solemnidad.
Tan enfrascados estuvieron Vlado Shurukhin y el Tano Arnaldi en constituirse en
némesis del otro a lo largo de más de cinco mil mórbidas millas náuticas y
centenares de partidas de insomnio y frugalidad, que apenas advirtieron el
practicaje de sotavento en Río de Janeiro. Desde allí hasta el puerto de Buenos
Aires la lasitud y los desvelos del emigrante italiano fueron decisivos, tanto para
caer derrotado con indeseada frecuencia cuanto para prometerse a sí mismo no
volver a jugar al Ajedrez de por vida, humillado entre marineros.
Su último día antes del desembarco lo tuvo deambulando como de luto sin decidir
si mostrarse en cubierta. Pero no se arrepintió cuando lo hizo apenas pasado el
mediodía de ese domingo que no olvidaría…
El aire templado, el olor a buen tabaco y el gentío alborozado con sus mejores
atuendos atentos a nueva tierra sudamericana, lo relajaron por primera vez en el
viaje. No tardó en avistar el puerto de Buenos Aires y no tardó mucho un
remolcador decrépito en acercarse al buque para llevárselo de cabestro.
El descenso fue simple para él y su exiguo equipaje. Españoles e italianos eran
los más buscados por las políticas del peronismo de posguerra y el Tano venía
aleccionado respecto a las perspicacias en las migraciones rioplatenses.
Persuadió a un funcionario bajito y con explícitos sudores de fines de enero para
que hiciera una excepción a las injustas prioridades del ingreso “del elemento joven y de trabajo” que eran de rigor en esa Dirección General. En un par de horas Lucio Baldassare Arnaldi ya engrosaba la lista de extranjeros regulares
que ingresaban por vía ultramarina al generoso país…
Entre el azotado escenario de nuevos credos y monsergas cosmopolitas, dejó
inmediatamente atrás la perpleja Buenos Aires. Como supo por una
conversación escamoteada a una pareja aparentemente siciliana –por su acento
ibérico-, la ciudad convulsionaba entre las sufragistas y los alborotos
emancipadores de los ‘a petto nudo’ y obreros de un país invisible. No pudo evitar que su mente retornara en apurada nostalgia a los ‘carbonari´ del ‘risorgimento’ de su vieja patria.
Desde el atracadero de Zárate Bajo, fue dejando atrás Puerto Ibicuy y el litoral
mesopotámico como desorientado y flotando, sin acostumbrarse al húmedo vaho
subtropical que venía cada vez más a su encuentro.
Luego de más de un día sobre las largas trochas ferroviarias emparejadas con
el Río Uruguay, amodorrado, con el cuerpo quebrantado, Lucio Baldassare
Arnaldi pisó sin prisa Posadas. Había llegado al Territorio Nacional de Misiones,
como supo luego, cuando el idioma lo fue acogiendo con menos humillación.
Beber con ‘Caí’ y con un anciano tuerto español -con el que parecían entenderse-
en un local de la Bajada Vieja y navegar al norte en un remolcador ligero al otro
día temprano, pareció ocurrir en un lapso demasiado breve.
El Río Paraná lo llenó de pesadillas en la oscuridad profunda del desconcierto y
la embriaguez. Mientras no venía en conocimiento, dejaba atrás Puerto
Mauhourat, Santa Ana, Puerto Maní, Oro Verde… Cuando asomó por fin de su vahído se asombró con los doscientos fustes que arrastraba el lanchón “Toto”, bajo un sol impetuoso orlado por una espesa selva paranaense casi intacta.
Desconocida, sorprendente para el Tano incluso hundido en su resaca.
- “Aquí te quedas”-, le recordó el hispano con tono áspero. –“Hemos sorteado las piedras del sur… Pero los remolinos de Paranaí y la antipatía de los prefecturianos de Eldorado son casi insalvables.”-, endosó, amenazador.
Al descender sin tiempo de reaccionar en lo que parecía una colonia germana,
ni siquiera estaba seguro de estar en costa argentina o paraguaya, entre los
saludos y parloteos inaudibles en lenguas nativas, en español y en algo que le
recordaba al idioma alemán.
En ese incierto día inicial se encontró por predestinación en el “Hotel Suanno”, cenando por generosidad de su joven dueño que parecía hijo de un connacional.
Quedó cobijado luego de un forzoso aseo en uno de los cuartos de emergencia,
en su primer pernocte en tierra firme desde su lejana Pozzuoli…
El bar y hotel Suanno, que hacía las veces de parada de ómnibus en esa esquina
ajetreada, lo amarraron de cuerpo y alma, como aferrándose rápido al único sitio
que consideró parecido a un barco y a un puerto, en ese pequeño poblado
perdido de polvos rojizos y granizadas incesantes cuyo nombre tardaría
semanas en pronunciar.
Entre los cafés desabridos de la primera máquina ‘express’ en esa colonia y los chacinados indigestos para el soporífero estío, comenzó a atiborrarse con una
especie de nueva vida que lo confortó con los conchabos temporarios en los
lanchones del río. Su pipa de brezo y su tabaco sin encender lo excusaban de
su hosquedad, mordidos bajo una visera negra y unos ojos caídos que subían y
bajaban enajenados cada día entre la rivera y los modestos aposentos del hotel.
Cuando ya parecía convencerse de que aquella mansa rutina comenzaría a
devorarlo, afloraron los trasnochados amigos con un par de juegos de ajedrez.
Disfrutó del cariño creciente de don José María Suanno y la amabilidad de doña
Silvia, de los estrépitos de los empresarios jaraneros de la madera y las olerías,
del mutismo de un ignoto capataz de “la Laminadora”.
La rutina fue desgarrada también aquella media tarde que volvió frenético desde
el puerto, imprecando adjetivos toscanos intraducibles, sin pipa ni visera y con
los ojos levantados y encendidos.
Ni la ascendencia de don Suanno pudo convencerlo de que “esvástica” significaba “bienestar”, “buena fortuna” … Que no debía permitirse al nazismo apropiarse de un vocablo antiquísimo. Pero el Tano recrudeció su desconfianza
cuando los embarcados de aguas arriba le revelaron que el antiguo dueño que
bautizó poco felizmente aquel lanchón –un poderoso del alto Paraná- también
se llamaba ‘Adolfo’. Un día después quemó su tarjeta SYKO, paranoico, a escondidas…
Unos días más tarde cambió la cara cuando para su consuelo lo contrató la
Empresa Argentina de Navegación Fluvial para ser uno de los cuarenta
tripulantes del lujoso ‘Guayrá’, en algunos tramos desde Gral. San Martín hasta Iguazú. Ya embarcado, al revés que en su barca solitaria en Pozzuoli, su talante
rejuveneció y se animó durante los pocos meses que duró el encargo.
Cuando lo finiquitó -y en detrimento de su desterrado y retornado abatimiento-
conoció en el ’58 al gringo Roque, personaje del lugar, que justificaba necesario
quedar siempre en la taberna del viejo Meyer, a escasas metros de la nueva
Iglesia San Alberto. Decía que el párroco José Puhl le daba el pan, pero le
mezquinaba el vino… Y aunque nadie le creía, decía también a veces riendo y a veces circunspecto, que esa era la razón por la que había dejado de ir a tanta
misa.
A fines de junio y de una siesta con un raro viento norte, subieron a ambos a
empujones a la camioneta de la Subprefectura por estar a los puñetazos en esa
vereda. Nadie supo nunca si por trifulcas de fútbol –Italia no había jugado
siquiera el reciente mundial de Suecia- o porque el gringo exacerbaba ante el
Tano su linaje ario.
Cuando salieron de la breve y edificante reclusión, parecía que nada más podría
enemistarlos. Roque Welssen era de corazón dulce, de todos modos. Una
mañana encontró a un niñito de unos cuatro años lloriqueando alrededor de la
pértiga de luz a la salida del Bar Meyer y lo acompañó consolándolo hasta
encontrar a su padre, un atolondrado talabartero de la calle Estrada…
Entre los mostradores de Suanno y de Meyer el Tano fue desliendo su cada vez
más estrecha nostalgia. Desconocía por ejemplo que don Suanno empujaba
iniciativas benéficas con los criollos y paraguayos del Club “25 de mayo” o que había sido el mismísimo primer alcalde electo del pueblo. Supo con claridad que
el presidente Tomás Guido cayó en complicidad bajo las presiones de los
militares del golpe del ’62 en el país, pero parecía no saber que aquello interrumpió el mandato municipal de su bienhechor predilecto, Don José María
Suanno, a pocos metros del abismo de sus excesivos sorbos en la subida hacia
la Iglesia…
Miraba a los demás jugar desde otra mesa sin atreverse, recelando del fantasma
de Vladimiro, el bolchevique, en cada arresto de piezas. El galés Wolin -que
atiborraba los ceniceros con colillas de ‘Fontanares’ sin filtro-, el gringo Félix –que aturdía con sus risotadas y sus ocurrencias chabacanas sobre ‘comerle la dama’ a sus rivales-, los hermanos Delacourt y el joven Solano Fretes -a quien
nunca conocieron sin traje y corbata-, reñían allí en los tableros.
Eso y el humo, los aperitivos y los sándwiches de salame cortado a cuchillo que
les servía diligente “mortadela” Garay, el mozo interminable del Bar Suanno, le hacían transcurrir sus noches suspendida y pasaderamente.
Pero ya sólo reía con el humor de ‘Luigi’ Landriscina, especialmente cuando “mortadela” o Tony, el alegre hijo acogido de don José María, dejaban sonar a
propósito en el viejo tocadiscos la anécdota familiar del humorista chaqueño: …” pongo el huevo en un plato y Lobato, Lobato, Lobato” …
Y solo cuando Martina se retiraba del Bar -solo cuando era ella, la del corazón y
el cuerpo dispuestos-, tras comprar sus diarios cigarrillos para la calle y para el
amor, el Tano tarareaba con romanticismo meridional, indefectible y sonriente:
“In quel giardino proibito/ Cadeva il vestito/ Si alzava la nostra incoscienza” … Y solo entonces el mozo de ojos achinados sonreía y meneaba la cabeza, como
subestimando o redescubriendo al viejo. Y solo entonces el flaco Wolin
apresuraba una flor de papel de servilleta colocándosela en el ojal de su solapa
raída, para desencadenar la risa general.
Asfaltaron la avenida principal del pueblo y no le importó a Lucio Baldassare
Arnaldi. Se mudó la terminal de ómnibus, hubo severas crecidas del Paraná y
Roque pasaba cada vez más tiempo en calabozo, pero al Tano le resultó
peligrosamente indiferente…
Acusó un duro golpe, sin embargo, cuando se cerró el Hotel y Restaurante
Suanno junto al Banco Nación y se mudó como pequeño bar a la esquina de
calle Posadas, máquina de café, tocadiscos y “mortadela” Garay incluidos. No soportaba un solo desarraigo más en su vida, aunque solo fuera de cuatro
cuadras… Estuvo semanas ofuscado porque tuvo que malvivir aún más en una pocilga de la calle Paraguay, porque se le dificultaba caminar. Otra semana más
porque la calle no debería llamarse Gervasio Posadas, si creía recordar que
aquel había tratado a José Artigas de la Banda Oriental como sedicioso, según
un ocasional relato histórico de Don Suanno.
La falta de espacio, los ruidos aumentados y los militares lo fueron extinguiendo,
arrinconado en la taberna de San Martín y Posadas. No quiso comer varios días
en el ’76, cuando un nuevo proceso interrumpió además la diputación de don Suanno, de la que esta vez sí estuvo anoticiado, en la nueva provincia de
Misiones… Gritaba con ronca senilidad desde la esquina más penumbrosa del