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Copérnico y el diablo
La criatura en sus brazos mezclaba con los suyos sus latidos anómalos y sus
escalofríos.
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VI
Liboria salió de la casa a otear cuántos árboles caídos y demás estragos había
dejado el maldito viento norte y sus feroces precipitaciones esta vez. El plateado
horizonte espejaba aún un poco de esperanza sobre su rostro desgastado que
fruncía entre sus cejas la incógnita del paradero de los viajeros.
Los perros rodeaban con desidia los corrales, pareciendo cumplir con la
inspección de algunos polluelos que sobrevivieron.
La mujer, acostumbrada a los rigores del clima y del cuerpo, no podía sospechar
que Viláo y el niño no volverían…
COPERNICO Y EL DIABLO.
Los cielos desde siempre me tenían intrigado.
Cuando gateaba no. A juzgar por los relatos de mamá Bárbara… Decía que era muy chico y que era necesario mirar hacia abajo… Que entonces me daban curiosidad los insectos, que algunos me había comido, a juzgar por algunos
escándalos de Estagira, la niñera.
Que después pude sentarme sin caerme y miraba adelante y a los costados y
que ahí descubrí las puertas y los cajones con libros, que algunas páginas había
roto y mordido, a juzgar por algunos escarmientos de Jenófanes, el abuelo. ¡Ah!
...: y que descubrí las patas de las sillas y las sillas, cuando ya fui un poquito más
grande, me dijo.
Y que gracias a las sillas mis piernas me ayudaron a mirar por las dos ventanas
más grandes que se abrían en ese universo encerrado. El lugar estaba lleno de
cosas para mirar y tocar y desconfiar y rasgar, decía. Pero que yo prefería las
ventanas, me contó. Más aún cuando mis piernas se estiraron otro poquito y me
aferraba largamente a sus mochetes para comenzar a mirar por fin hacia arriba,
perplejo, me narró mamá.
O mirar nuevamente hacia adelante, cuando me aferraba a la ventana de la
izquierda. Porque por encima de esa casita pequeña de Esquilo (el vecino pobre
con un pobre perro encadenado), yo podía ver lejos, mucho, mucho más allá de
sus cobrizas tejas remendadas.
Incluso hasta donde el cielo de Thorn parecía moverse tocándose con la tierra,
que a su vez parecía intrigantemente inmóvil… Mi tío el Obispo intentó persuadirme más adelante de que esto era realmente así porque un tal Josué lo
había dispuesto en las escrituras consagradas.
Lo mismo me insinúa ahora Tertuliano, uno de mis rudos enfermeros, invocando
tantos y tantos versículos de Efesios que no respeta estas tremendas jaquecas
que no me abandonan. Que el demonio me acecha porque continúo
desquiciando entre los planetas mi espíritu libre, me insinúa…
Pero volvamos a las dos ventanas.
Cuando me aferraba ya al rebajo del ventano de la derecha, porque ya podía
abrirlo de par en par, porque ya se habían erguido mis piernas y mi curiosidad lo
bastante, esforzaba mis ojos día y noche bien arriba por encima del olmo robusto
del oeste, a escasos sesenta metros de la casa. Allí las nubes y las estrellas
¡también parecían moverse!, no solo los ánades reales que volaban a media
mañana. Aquello también me intrigaba y confundía.
Cuando varios años después encontré un astrolabio entre los utensilios de una
biblioteca boloñesa, mis piernas, al revés que mi obsesión y mi incipiente barbilla,
ya habían dejado de crecer. Entonces me extasiaba, me extraviaba entre
lunaciones, epicíclicas y dragones comiéndose al sol en un eclipse, mientras más
y más suposiciones condenatorias ya no me dejaban dormir tranquilo.
Y después, mudé unas setenta y cinco millas mis piernas iguales y mis
desiguales alucinaciones, para sufrir y sufrir a uno de mis tutores patavinos. El
mentor, cada vez que yo enfocaba el visor de mi nuevo sextante hacia algún
desesperado indicio de que nos movíamos alrededor del sol, me aturdía con
tontas inquisiciones en lugar de leerme los números de la escala…:
- “Mikolaj, ¿podremos ver el trasmundo algún día?” … . – “¡Tú intentas
revolucionar las esferas celestes!” ....
– “¿Servirán tus nuevas aproximaciones al genovés Cristoforo Colombo que vuelve a partir a las Indias?” .
Y reproducía su fastidio casi sin inhalar…:
– “¿Dices en serio que el Sol se mueve respecto a las estrellas?” …-. “¿Qué ha de ocurrir con el calendario juliano, Mikolaj?” … -
- “Su santidad el Papa III no estará de acuerdo con ello, ¿no?” -, condenaba
entonces, al igual que Tertuliano y Melancthon (mi otro férreo enfermero
luterano) ahora, aquí, en esta reclusión.
– “¿Qué opina el maestro Leonardo de tus retrogradaciones planetarias? ¿Las aprueba?” … -, machacaba.
Menos mal que muchos meses después me alejé a esas murallas altas de
Frauenberg donde seguí avizorando arriba el Orbium Coelestium. Ya sin los
martirios de aquel tutor de Padua, pero con los propios miedos atormentadores
(¿me vendrá el maligno de la biblia de Job por atreverme a invertir los cielos?