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No llores, Ñambí
Arapysandú, el sensor del universo, volvió entonces a horadar el amplio paisaje
con su ojo omnisciente, reconociendo la vegetación abundante, las parcelas
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generosas de ricas cosechas, ríos cristalinos, abundantes peces, aves y
animales… Volvió a imbuirse de las mieles de Eiretemi, a oír el aleteo de un
colibrí entre las pasionarias, a revelar el felino rugido entre la maleza.
Celebró que algunos pudieron acceder sin morir a este paraíso terrenal donde
no se envejece, al oriente de la historia y de los mitos.
Vio que los demás, los valedores, seguirían avanzando inspirados en el habla
extensa de los que viven por encima de nosotros… Que la danza y los cantos de unos envolverían el rito en estos nuevos cuerpos de otros para purificarse, en la
plenitud del ser.
Cuando despertó colmadamente, Arapysandú auguró con certeza la rebelión
liberadora de los dueños originarios de la tierra por mucho más de quinientos
años, sin las cruces del doblez y la opulencia.
Y sin las armas de la usurpación y el latrocinio…
NO LLORES, ÑAMBÍ.
- “¡Te voy a echar el mal de ojos!”-, le dijo en un grosero guaraní la mujer,
mientras recogía trapos y canastos con movimientos bruscos y lanzaba su
animadversión de reojo al agente de seguridad.
Siguió mascullando sin mirar atrás al alejarse los primeros cincuenta metros… Luego observó con disimulo que el guardia del Palacio de Justicia había entrado.
Y sólo entonces -como hacía siempre- volvió rápido y se instaló unos pasos más
lejos de donde había estado. Reacomodó con solvencia los yuyos sobre la manta
al desdoblarla y se colgó el canasto en el brazo izquierdo mientras en la diestra
empuñaba unos ramitos apenas florecidos de lavanda, su hierba más aromática
de esa mañana.
Así pertrechada, paseó su estatura baja y fuerte por las escaleras y la vereda
elegidas ese día en Posadas, secándose de a ratos el sudor de la frente con un
límpido lienzo de estampados desgastados: - “¡Manzanilla, isipó milhombres, cangorosa…!”-, invitaba. –“¡Carqueja, Señora! ¡Ambay, kaá heé, siempre vive!
...”-, ofrecía.
Unas raíces de Ñandypa alineadas junto a sus frutos diuréticos, completaban un
aromático despliegue sobre su manta de un metro por ochenta centímetros: unas
ramas de Moringa, Graviola, unas bolsitas de Polen y las hojas ovaladas de
Borraja, con algunas de sus flores colgando holgazanas su azul marchito.
El reviro esa mañana lo había preparado Jacinto, a las cinco y media, en su
apretujada casa del Barrio A4, donde Ñambí lucha para despertar cada
amanecer a Neca –la de ojos como paltas lustrosas-, a Caíto y a ‘Cayé’, a cuyo reciente entendimiento no le gustaba ese apelativo impuesto por su hermano
mayor. –“¡Decile Cayetanito, pobrecito! ...-, porfiaba la madre ante la risita
insolente de Jacinto. La inocente sonrisa de Neca cada vez que los escuchaba
llegará apenas a los cinco añitos este diciembre. Cayetano apenas pasa los dos,
Caíto cumplirá ocho –mañana- y Jacinto lucirá sus viriles catorce en un par de
semanas más…
Ese reviro y unos mates eran suficientes hasta casi las dos de la tarde, cuando
retornaba ella para cruzarse con Jacinto y Caíto, que iban a la escuela. Éstos
casi siempre marchaban bien comidos, gracias a la hermana de Ñambí que vivía
a cinco cuadras, que tenía marido y tenía trabajo.
Ñambí tenía marido, o había tenido… Pero sin trabajo y sin respeto. El desempleo, la impotencia y la vergüenza llevaron a Francisco por una escalada
triste y sin retorno hacia la violencia y el alcohol. Las vicisitudes de un país
siempre en crisis, pero siempre lleno de oportunidades, desnudaron sus propias
limitaciones de marginamiento, de ocios díscolos, transformando en los últimos
años al hombre de la casa en un perfecto indeseable.
En vísperas de pascuas fue la última vez que lo tuvo bajo el mismo techo. Aquella
trágica vez Ñambí resucitó de entre los muertos nuevamente, con ayuda de sus
santos y valientes vecinos, herida por enésima ocasión en su alma y su
integridad, con cicatrices multiplicadas aún ahora en el dolor de sus recientes
recuerdos…
Marcada todavía por la indeleble y recurrente aflicción en su piel de mujer
valerosa.
Jovencita y enamorada, había venido con Francisco desde Puerto Triunfo hasta
Encarnación y desde allí hasta Posadas, donde su esposo la arrastró en contra
de su voluntad por escapar de unos celos enfermizos en la zona baja. Celos y
desavenencias que también cruzaron el río, irremediablemente.
Ñambí levantó sus avíos de la vereda a las doce y cincuenta, justo unos minutos
antes de que el de seguridad salga para su rutina de prevención por la salida de
los jueces y mandamases. Justo antes de que una llovizna comenzara a endulzar
el sofocante calor posadeño. Subió suspirando al ‘Bencivenga’, cuyos choferes del turno muchas veces no le cobraban, ansiando llegar al baño de la estación
de transferencias y combinar rápido hasta su casa.
Recién era martes y ya quería que fuera viernes… Como si con sólo pensar en los dos días de ‘yuyera’ que le faltaban se le viniera un cansancio anticipado. Su rutina de afán contra el hambre y la desesperanza la mandaba los lunes a la
plaza de Gobernación, los martes al Palacio de Justicia, los miércoles a la
cabecera del puente Roque González y los jueves al Centro Cívico. Este último
era el que más le gustaba: porque había menos caos y porque circulaban
muchas maestras y maestros –la mayoría del interior- con su trato gentil y sus
compras constantes de hierbas para paliar sus nervios por los gurises y
muchachotes de las aulas cada vez más cabezudos y más vivos.
Allí le dejaban recorrer los cuatro pisos de los tres edificios –tarea para la que
venía apalabrando a Jacinto, porque sus rodillas quizás no aguantarían mucho
tiempo más- y vendía muy bien sus atados de ‘mate listo´ con burrito, cedrón, ‘siempre vive’ y flor de marcela… Le pedían con frecuencia hojas de ‘cancha
piedra’ para los riñones, en el cuarto piso del Edificio 1. Y mucha moringa en el Edificio 2, donde funciona Desarrollo Social. Moringa siempre había que tener,
de lunes a jueves, sin falta. En los tres bloques del Centro Cívico podía entrar
libremente a los baños, además, que no era poca cosa.
Por fin en la cocina de su casa, se acercó con entusiasmo a la olla del generoso
estofado de su hermana Clotilde, mientras arrastraba el alborotado cariño de
Neca y Cayetano colgado de sus piernas cansadas. Comió con ganas, sonriendo
y reprendiendo en iguales raciones, mientras éstos correteaban alrededor de la
mesa maltrecha.
Ñambí miró con ternura y felicidad a su hijita de ‘ojitos verdes saltones’, cuyo pelo suelto y desordenado hendía las risas en la cocina, como evadiéndose de
nuevo de la borrachera de su padre, para que no la tocara. Como aquella vez,
gracias a sus gritos agudos y al coraje de Jacinto… El año que viene irá también a la escuela y los cambiará a Caíto y a ella a una primaria del Barrio Mini City,
pegada a la secundaria que deberá empezar Jacinto, el BOP 36, a unas cuadras
de la Ruta 213.
Ñambí dormitó un rato con un ojo abierto, como siempre, mientras seguían los
correteos. Y a las cuatro de la tarde salió con ambos gurises hacia el Mercado
Concentrador, a comprar yuyo bueno y barato que traían los puesteros de Santa
Ana al sector de frutas y verduras. A Neca le divierte ese paseo, porque su madre
le suelta la mano de a ratos para reencontrarla en el pabellón convenido,
aleccionando su independencia y su obediencia.
- “La próxima en el de los pollos…”-, le dijo, luego de los recorridos iniciales en
el Mercado, mientras Neca se alejó corriendo sobre sus piernitas invisibles entre
dos perros que le movieron la cola como invitándose al juego. Ñambí aprovechó
para comprar entonces gallina y menudencias vacunas. Y huevos, que para eso
apenas le alcanzó. Y volvió a soltarle su mano derecha, mientras en la izquierda
Cayetano siguió sin agotar sus preguntas balbuceadas entre tirones de atención.
Cayé siempre se empacha de curiosidad mientras recorren el Mercado Central
y le tironea la mano que no suelta con una frecuencia que impacienta a Ñambí,
quien le sermonea algunas respuestas a pesar de todo. Hace no muchos años
era Caíto el que tironeaba y preguntaba.
Ñambí piensa con lástima en Caíto, porque mañana volverá a despertar
sorprendido cuando le lleve chipá calentito a la cama, con un cocido y con un
beso distinto por su cumpleaños… Él le volverá a pedir la bicicleta, ilusionada e inocentemente. Ñambí lo consolará con un abrazo pleno y dulcísimo, con unas
bolitas nuevas y con el par de medias regateado en el Mercado. Y repetirá su
piadosa mentira de que está juntando el dinero para la bici… Que falta poco…
Y se le partirá el alma –como el año pasado- y se obligará a soltar las lágrimas
un poco más tarde, cuando Caíto no la vea.
Para su consuelo, el pequeño volverá de la escuela con la cara cambiada
contándole que “… ¡La maestra se acordó de su cumpleaños!… - “…Y que le regaló golosinas y que los compañeritos le cantaron ‘que los cumpla feliz’ en el grado...”-. Como el año anterior.
Y le pedirá a Jacinto que le entregue a la maestra, pasado mañana, un papel
doblado con garabatos de agradecimientos y disculpas por no haber podido
mandar la torta. Junto a una modesta y pequeña carpetita bordada que su hijo
mayor entregará con algo de vergüenza…
Él ya pasó por eso y lo entendió, la primera vez que llevó una notita en un papel
doblado a la maestra de su hermanito. Nunca le reprochó a mamá Ñambí ese
disimulo de la pobreza y nunca dejó de cumplir con el cómplice recado,
madurando sus emociones con la celeridad que impone a los carentes la rigurosa
realidad.
El jueves Ñambí entretuvo otra vez más de una hora de su valioso e ignorado
tiempo en el Edificio 2, en Desarrollo Social. Confiaba, como cada mes, en que
un gringo con cara de bueno llamado Roberto le consiga algo de provista y unos
útiles escolares. Cuando lo logró esta vez, agradeció y bajó con varias pausas
las escaleras hasta la planta baja.
Sintió un mareo desconocido, de repente… Se sentó en la escalinata del frente, cerca de la virgencita, mirando hacia la costanera nublada y hacia el río, como
buscando más aire fresco en auxilio de su preocupación. Pensó en varias
ocasiones pedir a algún transeúnte que le acerque hasta la paradita donde pasa
el micro de la circunvalación, pero no se animó, al no ver más que rostros
desconocidos y adustos.
Al rato pareció reanimada. Y a pesar de la lluvia de gotas gruesas y dispersas
caminó hasta el primer edificio, para acrecentar un poco con sus ventas lo
escasamente escamoteado en Desarrollo Social…
Ese viernes desayunó más reviro y duplicó la cantidad de ‘suma’ en el mate, a pesar de las advertencias de su vecina brasileña que se la proporcionó como
energizante…
No quería malograr sus tareas de la tarde ante su exigente patrona del Barrio
Aguacates, cerca del Parque Paraguayo. La casa y la paga eran grandes –al
menos comparada con sus irregulares ingresos ambulatorios-, pero el tiempo y
la simpatía de Doña Marisa eran escasos.
Para su alivio, Ñambí quedaba sola con sus menesteres hasta el regreso de la
dueña de casa, que traía su desconfiada y minuciosa inspección al atardecer.
Durante ese tiempo, soñaba despierta unas tres mágicas horas. Se deslizaba en
una melodramática fantasía como propietaria de una mansión sobre el río, con
un balcón con vista al anfiteatro, con muebles y decorados imposibles… Incluso había desarrollado una barrera sicológica que activaba quince minutos antes de
las siete de la tarde, para no estrellar de golpe sus utopías contra el áspero
malhumor de Doña Marisa durante sus inspecciones inescrupulosas.
No sin señalamientos, la patrona le dio su paga semanal, como siempre. Y
Ñambí se escurrió en el asfalto en busca de la parada de colectivos, entre las
mismas gotas dispersas y amenazantes que parecían perseguirla desde ayer,
sin llover en serio.
Al aproximarse a la paradita, escuchó a un hombre excesivamente doblado sobre
sí mismo entre gemidos y balbuceos…
- “¡Francisco! ...”-. Reconocerlo y observar sus manos y abdomen
ensangrentados le hicieron nombrarlo abrupta y mecánicamente.
Sin saber cómo ni cuándo, Ñambí se vio sentada junto a su ex marido en la parte
trasera de un taxi. El atemorizado chofer miraba más atrás que adelante,
apresurando peligrosamente la marcha hacia el Hospital, ante la enfática
negativa de su pasajera de descenderlos en una Clínica Céntrica…
La breve y angustiosa espera en la guardia del Madariaga fue desvaneciendo a
un Francisco desconocido, barbudo y blanquecino, con hedores de calles y
basureros, de alcohol barato, de pendencias y humanidad perdida.
Arrebataron rápido a Francisco de su regazo caliente y de sus ojos agobiados,
en los que se alejaba como en cámara lenta una camilla ruidosa entre los
pasillos.
Ñambí aún seguía temblando cuando le ofrecieron un teléfono y se enfrentó a la
voz de Clotilde, su hermana.
- “Cuidame los nenes…” “Cuidame los nenes…”-, solo atinó a decir, tras
demasiados segundos de silencio.
Llegó a su casa a la medianoche como flotando en la oscuridad, sin escuchar
siquiera los ladridos en cadena que despertó en el vecindario. Clotilde había
mentido a los gurises para dormirlos…
Su hermana fue a su encuentro solo para abrazarla mucho –ya luego le contaría
que pasó- tras haberla esperado en el sobresaltado umbral de la puerta más de
una hora.
Ñambí se convenció al resguardo de sus brazos de que hubiera sido inhumano
dejarlo morir a su suerte… Ella no era así. Y porque nadie había conocido al Francisco de dientes grandes y de negrísimos ojos sonrientes que cantaba y
bailaba como pocos en las fiestas en Capitán Mesa… Los demás no supieron de su corazón bueno regalando su moto al amigo Rogelio con su hijo con cáncer, ni
lo vieron pintando la escuela rural a la madrugada antes de la tarefa o de clavar
los postes de la alambrada cuando se lastimó Don Cagüé. Nadie lo recuerda
como ella sí puede, lejos de las ciudades sin campos y sin lunas hermosas para
quedarse dormidos sobre el césped y el rocío, enamorados y felices.