Arapysandú, el sensor del universo, volvió entonces a horadar el amplio paisaje con su ojo omnisciente, reconociendo la vegetación abundante, las parcelas generosas de ricas cosechas, ríos cristalinos, abundantes peces, aves y animales… Volvió a imbuirse de las mieles de Eiretemi, a oír el aleteo de un colibrí entre las pasionarias, a revelar el felino rugido entre la maleza. Celebró que algunos pudieron acceder sin morir a este paraíso terrenal donde no se envejece, al oriente de la historia y de los mitos. Vio que los demás, los valedores, seguirían avanzando inspirados en el habla extensa de los que viven por encima de nosotros… Que la danza y los cantos de unos envolverían el rito en estos nuevos cuerpos de otros para purificarse, en la plenitud del ser.
Cuando despertó colmadamente, Arapysandú auguró con certeza la rebelión liberadora de los dueños originarios de la tierra por mucho más de quinientos años, sin las cruces del doblez y la opulencia.
Y sin las armas de la usurpación y el latrocinio…