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Sábado
Bar -aunque no hubiera nadie- que con cada golpe de estado ‘la Argentina y la humanidad toda retrocedían en cuatro patas’.
En el ‘77 no debió haber muerto don José María Suanno, para que el Tano no perdiera su última y escaza vitalidad. En el ’78 –en un día cualquiera entre el 25
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de mayo y el inicio del Mundial de Fútbol- y antes de verse perseguido por un
nuevo tropezón azzurro en el mondo calcio en esta tierra adoptiva, se sentó
sorpresivamente a jugar una partida con un desconocido, para perplejidad de la
viuda Silvia…
“Mortadela” fue el primero en advertir que el Tano estaba alarmantemente a la deriva y se lo hizo notar con un movimiento de cabeza al flaco “Frondizi” –el
hermano de don José María-, que entraba al Bar en ese momento.
Lucio Baldassare Arnaldi no quiso perder tiempo en su siguiente jugada sobre el
tablero.
Ya estaba alegremente ocupado retornando por fin al mediterráneo, a sus
bacoretas y a sus atunes rojos. Entre las calderas acuosas divisó claramente la
silueta del Vesubio, bellamente reflejada en unos ojos que parecían los ojos de
Antonella…
SÁBADO.
Nos disponíamos alegremente a abandonar el hotel hacia una noche plena de
aventuras. Un sábado estival en Salvador de Bahía prometía demasiadas cosas
para vivir.
Apenas abrimos la puerta caímos al vacío. No tuvimos tiempo siquiera para gritar
y Vitruvio desplomó su cuerpo en un par de segundos contra el oscuro agujero
de la casilla del ascensor, allí abajo… Mi mano derecha ardió en los raíles de esparto que logré aferrar de milagro. Mi aprensión redujo el dolor y la angustia
acrecentó mis sentidos, que me devolvieron desde el agujero un mutismo de
tragedia…
- “¿Vitruvio? ...”-, grité hacia el fondo con retumbos y sin respuesta.
Sentí en los músculos tensos de mi antebrazo unas líneas tibias deslizándose
mientras intentaba pisar alguna saliente de esa vertical infinita…
- “¡Socorro!”-, vociferé con aliento entrecortado hacia la boca gris que nos había
tragado unos metros más arriba. –“… ¡Auxilio!”-
Descendí y mis pies se columpiaron ciegos buscando un puntal. Sacrifiqué mis
manos en el cable áspero para no caer, resbalando su dolor insoportable, cuando
apoyé por fin mis extremidades con sordo ruido sobre lo que parecía la cabina.
Examiné con mis dedos entumecidos y lastimados la superficie y rocé un par de