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El alcalde ‘tereré’

Me doy vuelta algo chispeado y desentierro también uno de los míos y arremeto

contra el silencio repentino de la guitarra y la mudez de la desorientada milicia.

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El lucero brilla en el cielo santo y los gallos con su canto me dicen que llegó el

día…

En el entrevero elijo a uno o dos mientras me van arrinconando… Elijo morir

peleando. Elijo morir chuseado.

- “Refalosa, Refalosa

no te vas a refalar,

porque viene la Mazorca

y te puede degollar” …

- “Refalosa, Refalosa

Refalosa ya llegó

Venía buscando a un salvaje…” …

Pero ya lo encontró.

EL ALCALDE ‘TERERÉ’.

A la generación del ‘murito’ y ‘Alterarte’. Y a los inauditos personajes de los pueblos, que nacieron para no ser olvidados...

Cuentan que…

No. En realidad, yo lo viví, ahora que lo recuerdo más o menos bien.

Las contiendas políticas habían dividido tanto al pueblito que ya nadie sabía

quién era amigo de quién y enemigo de quién…

Por las dudas ya nadie saludaba tan cortésmente como antes, ni tomaba

demasiado en serio a la gente seria (sólo ocurría con Don Audelino, pero ya se

murió) ni reía demasiado las ocurrencias de los menos serios (como Macaco,

que tampoco está más). Sólo por las dudas, porque no se sabía si al mismísimo

otro día el respetado o el festejado se cambiaba de partido o de grupo, o creaba

un partido nuevo.

Yo lo investigué… Solo pudo llegarse a este punto porque un día el abuelo Panquelo se enojó con los de su centenario partido y dijo que haría uno nuevo… Nadie le creyó.

Pero a la semana se apareció con un desconocido de la capital con labia de

poeta que, en plena tertulia, lo presentó al viejo como el candidato del flamante

Partido de los Libres del Norte. Nadie conocía tal facción, pero el desconocido lo

resolvió con encendido discurso y buen vestir… Hasta se pusieron de pie

algunos, por descuido, para aplaudirlo al final, dejando el mate y la torta frita a

medio comer al costado del sillón.

Todo empeoró cuando el vecino de Panquelo, Don Chongo, no quiso ser menos

y -aunque nunca había participado en política- puso también su sabiduría de

setenta pirulos a consideración del electorado, de la noche a la mañana, antes

que su maltratado bazo le apurara la vida.

- “¿Por qué él sí y yo no?” … -, dicen que dijo, como único argumento durante

toda la campaña proselitista. Y nadie pudo refutarlo… tan desgastados estaban

los buenos argumentos y la credulidad ciudadana.

Y al poco tiempo se lanzó a la arena política también Doña Porota, convencida

por sus veinte hijos y su marido por sus dotes para discutir y educar. Y Don

Candia, al que le dijeron que sus muchos parientes significaban muchos votos.

Don Menso, el del floreciente almacén, una noche pensó -de puro distraído- en

cuántas bolsas podría regalar a los vecinos con la mercadería de segunda mano

que no lograba vender bien en su floreciente almacén; al otro día se transformó

en candidato.

Le siguió el dueño de la única pinturería del pueblo, la viuda dueña de la

panadería, el peluquero de la salida del pueblo (el otro, el de la entrada, no quería

saber de líos) y el hijo mayor del verdulero porque lo obligó su padre que era de

poco hablar y lo necesitaba…

Ni hablar del carnicero, con lo afectos al asado que eran los muchachos los

viernes en el truco, los sábados de casamiento y los domingos en familia.

No se animó a ser candidato Recio Picamante, el ‘invendible’, el árbitro más conocido del fútbol de sábado, cuando el pueblo se detenía porque había que ir

al partido y los quioscos estratégicamente abiertos frente a cada cancha

triplicaban la venta de bebidas, pero inexplicablemente disminuían las de

gaseosas…

Recio temía -y todos sabían- que, si accedía al poder, se acabarían los lucros de

demasiada gente, que volvería a la miseria.

Se arrepintió de haber aplicado el reglamento hasta en los quioscos, ahora que

ser candidato a todo el mundo le hacía apetentes cosquillas en la barriga.

Hasta el cura tiró una indirecta desde el púlpito el primer domingo de abril…: de que se presentaría a elecciones internas si hacía falta, convencido de la

persuasión de la palabra santa y del temor de Dios entre la congregación… Más tarde se desdijo, igual, acobardado, porque su apego a la timba que todo el

mundo conocía le restaría muchos sufragios y colectas.

Pero para cuando pegó el recule, el encono y la desconfianza entre creyentes

contra los no tanto ya no tuvo vuelta atrás.

Y así… Entre los escasos mil novecientos habitantes de la repentina capital de la participación ciudadana, casi un cuarenta por ciento integraba listas, en la

convocatoria más honrosa de las democracias bienaventuradas.

Los que ya no tuvieron lugar -por dormidos, o porque su reputación de

demasiado buenos o demasiado malos no se lo permitía-, andaban más

desorientados que político sin tribuna.

¡Se habían presentado hasta los mosquitos!... Que menos mal no podían

postularse porque ganaban por robo, en esos lares del trópico más húmedo y

caliente del planeta.

Entre el calor de abril y el mezquino fresquito de mayo, repartían panfletos a sus

prosélitos tres policías y un ex policía, siete gendarmes, dos tímidos chacareros,

cuatro amas de casa que se habían impuesto tempranamente al patriarcado y

habían oído rumores alentadores sobre algo así como el ‘cupo femenino’, tres inspectores de comercio sin trabajo, un solo jubilado del correo (que contrataba

un solo empleado cada vez que el anterior se jubilaba) y quien sabe cuántos

más, que ese año se perdió la cuenta…

Maestras, porteros, canillitas, banqueros, mataderenses, buscavidas,

lustrabotas, empleadas cama adentro, dos esposas de pastores, tres ex esposas

de políticos dudosos, desplumadores, el joven hijo del cartero y la hija del

ferretero (para no dejar solo al de la verdulería), todas, todos, pretendieron

probar suerte en la generosidad de las urnas.

Los dueños de imprentas de las ciudades más grandes de la región estaban

enamorados del pueblito. Y el gobierno, escandalizado y sin haber previsto

jamás semejante calamidad de coraje ciudadano e intrepidez política, envió

urgente al parlamento un proyecto de ley para limitar las postulaciones…

Un par de prefecturianos, unos pocos funcionarios y cuatro empleados

administrativos se quedaron con las ganas, por ser muy amigos del árbitro

Picamante, con menos sonrisa que estatua de prócer…

Y los integrantes del conjunto musical ‘Cambá pororó’ se autoexcluyeron, dicen, para aprovechar las interminables contratas que suponían conseguir. Hasta

empezaron a cambiarle las letras a las siete canciones del repertorio para quedar

bien con cada candidato, por las dudas.

Faltaba menos de quince días para aprobar las listas y menos de cincuenta para

las emocionantes y nunca más indescifrables elecciones.

Picaron en punta en la simpatía popular (las encuestas y mediciones ya no

contaban en esa explosión confundida de muchos candidatos y pocos

adherentes), el profe Chichón, Doña Porota, Culebra -el único inspector de

tránsito del pueblo-, el viejo Panquelo, su vecino Chongo y un purrete de apenas

veintiún abriles al que ni el nombre se le conocía. Lo único que se supo fue que

no era hijo ni de verdulero, ni de cartero, ni de maderero, ni de ferretero. Tampoco

de banquero o de político.

El profe Chichón -quién confiaba demasiado en cuanto lo quería la gurisada para

convencer a sus padres-, hizo pronta y astuta alianza con Don Chongo. La

estrategia caía de maduro: juntar el entusiasmo de los chicos y su familia con el

de los sexagenarios amigos del vecino de Don Panquelo, aquel que había

iniciado el cívico despelote.

Las malas lenguas decían que en realidad armaron equipo porque ninguno

quería perder al alma mater de la campaña: Don Gonza, el portero de la vieja

escuela pública y de los bigotes frondosos… El viejo sufría, porque el aprecio que les tenía desde hacía mucho a ambos candidatos no le permitía apoyar a

uno y no al otro. Don Gonza cocinaba como los dioses y reparaba todo tipo de

aparatejo que existiera en el mundo -o por lo menos en el pueblito-, con o sin

electricidad, con o sin solución… Una vez le insistió como un año y medio a una moderna y mágica máquina de hacer Chipa So’o, que alguien había contrabandeado del Paraguay. Le mostraba a todo el mundo que lo había

logrado, pero se negó a consumir almidón por el resto de su vida, de tanto probar

si funcionaba.

Sus gallinadas al disco eran para chuparse los dedos y levantaban las energías

de los hambreados y el coraje de sus candidatos con frecuentes excesos de

jengibre…

A Culebra le había resultado eficaz, en el inicio de la campaña, pararse en medio

de la única y corta Avenida. Justo en el cruce del Banco, del almacén de Don

Menso, de la carnicería y del puesto de quinielas…

El inspector movía horas y horas las manos en lo alto, con impecable uniforme

planchado y un silbato sin bolilla, permitiendo avanzar a todo bicho que

caminaba, con ruedas o sin ellas. Hasta los sulkis, las bicicletas con gente

sentada en el caño y las carretas con cabestros volvieron a circular por el centro,

que ya hacía tiempo les estaba prohibido. A los pocos días buscó otras tácticas

electorales porque no dormía de tantos calambres en los brazos…

Doña Porota quedó afónica de tanto discutir lo que raye y retar a los hijos, propios

y ajenos. Pero no sabía hacer otra cosa.

Fue tomando cada vez más té de limón con miel, después agua caliente con diez

gotas de limón en ayunas y después hasta jarabe de azúcar y cebolla. Pero

seguía empeorando…

Cuando probó en su desesperación gárgaras de limón con el bicarbonato del

almacén de Don Menso, casi se intoxica. Tuvo que callar una larga semana y los

votantes comenzaron a ignorarla de manera estrepitosa.

Don Panquelo, el involuntario iniciador del politicidio pueblerino, mantenía con

relajante sobriedad a sus nueve fieles correligionarios de Libres del Norte en sus

filas. Ni uno más, ni uno menos, hasta el día del sufragio inclusive.

Y del ignoto candidato de veintiuno, se seguía sin saber nada.

Todos los días amanecían nuevos chismes y especulaciones sobre amoríos mal

habidos y pactos non sanctos en el pueblito, todos infundados, por cierto. Y los

candidatos, amontonados, se chocaban entre sí en el frenesí de la cruzada

cívica…

Cuentan también -ese día no pude estar ahí-, que cuando bajaron las

autoridades de la gobernación para el aniversario del pueblo -a veinte días de

las elecciones-, no reconocían a nadie y saludaban a todos en medio del

alboroto, sobre un escenario lleno de guirnaldas festivas que se prolongaba

como dos cuadras. Antes de iniciar la ceremonia, tuvieron que rogar a varios

candidatos -casi a los empujones- que descendieran a hacer de público, para

emparejar un poco la cosa y tener a quienes dar los discursos…

La última semana, Recio Picamante todavía propuso proscribir a siete

candidatos de aludida fama de depravados y otros casi tantos de

narcotraficantes, pero terminó preso y sin poder votar, por falso testimonio.

Ya faltaban sólo cuatro días para el domingo, en ese junio histórico de la

contienda electoral adelantada.

Nadie entendía por qué en esos últimos días el ‘Nene’ Benito -el amigo de todos,

el de los braceos hasta el cielo cuando caminaba-, personaje querido del lugar,

subía y bajaba del famoso ‘murito’…

Arriba, ofrecía discursos y roncas carcajadas (por lo que todo el mundo pensó

que se había contagiado de la inundación política, nada más). Abajo, volvía

rápido a poner el pucho a medio encender a un costado de la boca y en el otro

la bombilla del inefable ‘tereré’, sin el cual no lo reconocería nadie en el pueblo.

Cincuenta o menos metros de ‘murito’, con la joven y justa altura para sentarse (esa hermosa posición que supo desestructurar la pose del pensador para

agregarle distensión y bríos), con un árbol grandote detrás que parecía un

guardaespaldas de futuro, destartaló para siempre la caricaturesca rutina

conservadora…

Todos descontaban el triunfo de la alianza entre Chichón y Chongo, ese viernes,

cuando parecía tranquilizarse cansadamente la cosa.

Pero el sábado, en plena veda electoral, medio pueblo tuvo la certeza de que el

‘Nene’ Benito, respaldado por varios chicos buenos de más de dieciocho del Centro ‘Arco Iris’ -aunque parecían de menos, por lo alegres- se había inscripto

el último día en la junta electoral, como infeliz broma de un vecino…

El rumor comenzó a correr como reguero de pólvora en la madrugada del

domingo entre los sufragantes, entre las autoridades de mesa (la mayoría traída

de otro lado porque no alcanzaba la gente) y entre los fiscales...

Nadie supo si obró la simpatía que le prodigaban todos a la inocencia del

inesperado candidato o el hartazgo contra la politiquería de bingo ‘arreglado’.

Tan peleados de pelear y tan divididos para dividir andaban todos, que no fue

difícil que se sumaran a la aparente chacota… ¡Poder burlar a los políticos engreídos no se lograba todos los días!

Y el ‘Nene’, sin soltar su emblemática jarra y el vasito con la bombilla del ‘tereré’…, ¡ganó las elecciones!, casi sin enterarse.

La fanfarria de ese domingo por la noche fue interminable.

Algunos reían en serio y otros lloraban de risa.

Y ‘Nene’ Benito andaba en andas de aquí para allá, salpicando sin querer a los simpatizantes con el agua ya entibiada de la jarra y volcando sin querer un poco

de yerba canchaba en la cabeza de Doña Porota, que no quiso dejar de ser parte

de tan esperado momento.

Las mejillas de ‘Nene’ parecían acordeones de tanto dibujo arrugado de alegría. Hasta los ojos se le hicieron chiquititos de tanta sonrisa y sorpresa…

Y esa noche dormía cinco minutos, macilento, y volvía a levantarse casi

asustado, sentándose otros cinco minutos en el murito de su casa de la calle

Alvear, antes de volver otra vez a la cama.

Pero mientras se le aparecía la luna y se le desaparecía, se le aparecía y

desaparecía, el acordeón de sus mejillas se arrugó hacia los ojos, desentonando

un poco…

Después le desentonó las cejas, como quebrándolas a dos aguas… Y ya no pudo dormir.

Afuera, un pueblito de lunes amanecía perplejo por lo extrañamente acontecido

el día anterior.

Algunos especularon con que todos los jóvenes y no tan jóvenes habían votado

a ‘Nene’ Benito sólo por el significativo recuerdo del ‘murito’, reducto de tanta vanguardia juvenil en pueblo de viejos, único escenario de campaña -arriba y

abajo- del imponderable nuevo alcalde…

Otros, que después de todo ‘Nene’ tenía buena memoria y conocía a todos, con

maña y todo. Hasta de ‘Capo’ Rodríguez se acordaba, que también podría haber sido el protagonista de esta historia, cuentan.

Los más osados especularon, en secreto, que ayudaron los votos

desesperanzados de los homosexuales y travestis y de las mujeres sin nombre

que no podían denunciar los golpes de un tercio de los candidatos, casa adentro.

O de los que no merecieron perder su trabajo para que otros acumulen… O de los trasnochados sin remedio, en las tabernas de la indolencia.

Pero estas partes tristes de los aconteceres, de antes y ahora, de un poblado

casto y bienquerido como el que más, no se contaban mucho, cuentan…

Cuando el mismo vecino, arrepentido, acompañó a ´Nene’ ese mismo mediodía para presentar en la Comuna su ‘renuncia indeclinable’, sin tener idea sobre a quién entregarla ni donde, muchos no se sorprendieron…

Y muchos se alegraron, con irónico disimulo.

Al salir de allí, lo estaban esperando Chichón y Chongo para invitarlo al ‘Nene’ Benito a la casa de Don Gonza, a chuparse los dedos con una exquisita

gallinada.

Sin percatarse del jengibre, pareció recomenzar a sonreír cuando pidió

enseguida volver al ‘murito’, sin importar la hora. Los anfitriones le tenían de regalo un portentoso equipo nuevo de ‘tereré’, con yerba, hielo y hasta unas hojas de cocú en el agua…

‘Nene’ no encontró a nadie en su escondrijo de la ternura, en esa siesta de reiniciadas soledades. Pero se sentó, se sirvió un ‘tereré’ y encendió el cigarrillo, feliz.

Cuenta la historia -en realidad yo también lo viví-, que muy pocos quisieron volver

a postularse para reemplazar al accidentado alcalde de medio día de mandato…

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