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El funcionario y el otro
Mis piernas y mi paciencia siguieron del mismo largo entonces, aunque más
temblorosas. Aún no me tiemblan las manos, eso sí, cuando sigo escribiendo
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ahora, en Frauenberg.
Sólo que ahora tanto mis piernas como mi flacura no se mueven más sobre este
lecho, pero mis vacilaciones y jaquecas aún sí. Los enfermeros no ceden en su
celo y acoso y hacen inútiles mis intentos de esconder mis alegatos astronómicos
(¡Me temo que son Melancthon y Tertuliano los rostros del diablo del Evangelio
de Mateo!).
¿Serán injuriosas mis verdades? ¿Por qué no advierten posible algo tan sencillo
como la paralaje estelar sin sentir afrenta?...
Sólo espero que ningún ignorante asno presuntuoso corrompa mi obra, antes
que la serpiente del Génesis me posea (¿debo temer? ...).
Tertuliano me ata nuevamente hasta lastimarme las muñecas mientras el otro
me sujeta los tobillos, como si por gracia de Dios pudiera de repente volver a
moverlos (¿Estoy demente o es sólo esta terrible neuralgia? ...). Y gruño con
escasa fuerza: ¡No estoy loco!... ¡No estoy loco!...
Quiero que, de una vez por todas, me aparezca vívido ese gran dragón del
Apocalipsis en esta noche oscura privada de planetas y estrellas.
Lo estaré esperando bien despierto y mirando arriba.
EL FUNCIONARIO Y EL OTRO.
Meticulosamente se afeitaba a las cinco con una navaja mango ‘snakewood’ con muesca de fígaro. Al empuñarla parecía transportarse cada mañana, en el
espejo que rehuía mirar fijamente, hasta Sheffield, a alguna casa de barbero del
año 1750. Allí, presumía que un filo cóncavo de acero al carbono le cerraba
despreocupadamente los ojos para escuchar con la cabeza echada hacia atrás
las primicias de la cubertería nórdica o alguna que otra hablilla de palacios…
Todas sus cavilaciones de soltero antigregario y metódico lo llevaban
frecuentemente a otros lugares y tiempos para no angustiarse con cualquier
cargante innovación. Ni en su doméstica rutina ni en su trabajo.
Desayunaba cinco y media y salía un rato antes de las seis. Estacionaba el
Gordini 850 con su extremo lustre justo debajo del lapacho de la esquina que le
daría calurosa y apropiada sombra desde las once. En otoño llegaba unos
minutos antes para ganar la protección del gomero de al lado desde un poco más
de las diez.
Cuando subía los tres primeros escalones hacia su oficina del ayuntamiento, tras
el saludo de diaria sobriedad a Sinforiano, el de maestranza, su primera gota de
sudor le anticipaba a Manuí, el nuevo del escritorio de al lado.
La segunda gota en la última grada lo inundaba de preocupación por los fárragos
y chanzas que aquel le tendría preparados…
Él tenía permitido entrar media hora más tarde como encargado del
Departamento de Asuntos Administrativos y Jurídicos, pero prefería adelantarse
a los Jefes de Sección y demás funcionarios superiores. No solo para ocupar la
sombra del lapacho amarillo.
- “Buenos días” …-, saludaba, evitando mirarlo al nuevo de al lado. Y Genoveva
acomodaba sus gafas grandes y elegantes para contestar con su sonrisa, cada
vez, desde el escritorio de la derecha.
Manuí reía y subvertía el escenario de aquella oficina pública plagada de papeleo
y formalidad desde el escritorio de la izquierda. Había llegado tres semanas atrás
con el padrinazgo del jefe de sección y con portación de apellido. Poco eficaz
como escribiente, pero innovador y ocurrente.
- “Buenos días Gregorio Las Heras Belmonte Brañas” -, comenzaba Manuí, que
le había espiado el primer día sus fichas y le había agregado ‘Las Heras’. –“¿Quiere un café tibio con medio de azúcar y leche fría de ordeñe?” -, continuaba,
con información escamoteada de la cocina y una sardónica sonrisa bajo sus
bigotes lampiños.
Los primeros días los siete compañeros de oficina le reían las bromas. Incluso
Gregorio, con disimulo. A la semana ya solo meneaban la cabeza, agachándola
sobre los expedientes. Y Gregorio sonreía nervioso sin responder llevando su
humanidad previsible y su vestidura impecable hasta el pupitre más ordenado de
la sala, el único con escabel para un portafolios con asas, que sólo él usaba.
Los días pasaron casi demasiado iguales: navaja, desayuno, Gordini, lapacho
amarillo, escalones sudorosos, saludo e importunación.
…Navaja, desayuno, Gordini, lapacho, escalera, ‘buenos días’ y más y más desagrados.
…Afeite, desayuno, estacionamiento, escalones, sudores, escueto saludo,
chascos.
…Rasurada de las cinco, desayuno cinco y media, aparcamiento casi a las seis, veintidós gradas, dos gotas de transpiración, un saludo mascullado y más
embestidas mordaces…
...Barbeado tembloroso a las cinco, refrigerio desganado cinco y media,
estacionar a las seis, subir cansadamente los escalones, varias gotas de
sudoración, saludo de cabeza sin hablar e irremediables e hirientes excedidas
de Manuí…
Genoveva disimulaba sus ojos preocupados tras sus gafas, que le seguían
revelando la gradual delgadez de Gregorio, que ya no la miraba. Ella no creyó
en la coincidencia de aquel desdén con haberse ido montada en la moto con
Manuí hace unos días.
…Espejo, ojeras, desayuno frugal, estacionamiento en cualquier lado a las seis,
ascenso furioso de escalones, ningún saludo al entrar…
Los ardides de Manuí se sofocaron de golpe. Los aullidos de Genoveva sacaron
a los otros compañeros de sus oficinescos menesteres recién iniciados, para