Mis piernas y mi paciencia siguieron del mismo largo entonces, aunque más temblorosas. Aún no me tiemblan las manos, eso sí, cuando sigo escribiendo ahora, en Frauenberg. Sólo que ahora tanto mis piernas como mi flacura no se mueven más sobre este lecho, pero mis vacilaciones y jaquecas aún sí. Los enfermeros no ceden en su celo y acoso y hacen inútiles mis intentos de esconder mis alegatos astronómicos (¡Me temo que son Melancthon y Tertuliano los rostros del diablo del Evangelio de Mateo!). ¿Serán injuriosas mis verdades? ¿Por qué no advierten posible algo tan sencillo como la paralaje estelar sin sentir afrenta?... Sólo espero que ningún ignorante asno presuntuoso corrompa mi obra, antes que la serpiente del Génesis me posea (¿debo temer? ...). Tertuliano me ata nuevamente hasta lastimarme las muñecas mientras el otro me sujeta los tobillos, como si por gracia de Dios pudiera de repente volver a moverlos (¿Estoy demente o es sólo esta terrible neuralgia? ...). Y gruño con escasa fuerza: ¡No estoy loco!... ¡No estoy loco!... Quiero que, de una vez por todas, me aparezca vívido ese gran dragón del Apocalipsis en esta noche oscura privada de planetas y estrellas. Lo estaré esperando bien despierto y mirando arriba.