VORTICES DE CUERPO ADENTRO. Erni Vogel. Cuentos.

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VÓRTICES DE CUERPO ADENTRO

Cuentos y microrrelatos inéditos.

Erni Vogel


A mis musas evasivas y a las complacientes. A mi infancia cruda, tenaz, soñadora y feliz. A mi inusual provincia. A mi Argentina.


PRESENTACIÓN.

Si estas madrugadas y noches telúricas no fueran lo que son, este libro no sería lo que es. Y si mis días tempranos no fueran tan bellos, tan fructuosos, no podría haberlo escrito. Si mi abuelo Juan, mi madre y mis pícaros primos no me hubieran invitado a la chacra y al monte, nunca habría descubierto la literatura. Y si no fuera tan culposo distraerme de mis hijos y de Patricia, de sus enseñanzas y de su amor…

…me pasaría escribiendo. Como si fuera un quijotesco opresor literario.

El autor. Puerto Rico, Misiones, enero de 2021.



ÍNDICE

Titubeo.

6

El Tano Arnaldi.

8

Sábado.

20

Mutua fuga.

22

La tierra inconquistada.

29

No llores, Ñambí.

33

¡Yahá, yahá!

43

Un gol para Patrocla.

45

Cortejando a María.

57

Doña Juana y el gurí.

61

Desgraciado viento norte.

64

Copérnico y el diablo.

71

El funcionario y el otro.

75

Contrapunto.

79

El alcalde ‘tereré’.

85

El escribidor, las musas y la muerte.

97



TITUBEO.

Ella me hizo advertirla a mis espaldas en el bar. Con el suave roce de su perfume nocturno y la cercana brisa que suelta un cabello libre y voluminoso montado en caderas estabilizadas cadenciosamente. Sus pasos decididos se extendían en tacos medianos. El piso semiencerado junto a la barra que sostenía mis codos y mi pasmo, no merecía adjudicarse el mérito de la intimidante sonoridad de esas feromonas que subían hacia mi imaginación desde sus botas y atravesaban sin dificultad su pantalón lascivamente ceñido, martillando mis oídos… Su chaqueta de cuero negro brillante la mezclaba armoniosamente con los ladrillos, con los maderos de viejos durmientes y con los hierros artesanales de la fonda, que olía muy argentina a pesar de su enajenada ambientación fabril. Cargué en mi jarrón otra tirada espumosa para volver a sentarme y disimular seguir absorto como cuando recién entré. Fue un intento vano para diferenciarme de otra media docena de miradas acechantes y libidinosas –no todas masculinas- que rodeaban unos barriles hechos mesas en ese galpón de Palermo Soho. Mis piernas y cosquilleos amenazaban seguirla sin reparos hacia la terraza a cielo abierto, por el pasillo junto a un grafiti de Antedomenico cuyos rostros y colores mudaban conmigo su crudeza callejera.


Sin embargo, mi diestra apuñó indecisa no sé cuántos cálices en esa semioscuridad continua, milagrosa y sagrada. En cada libación ambarina y suave, mis manos calientes y frías, frías y calientes, intentaban despabilar mi cuerpo azaroso que seguía ebrio de perfumes nocturnos y pasos exultantemente sonoros que fueron apagando lentamente la noche.

Caminé durante semanas tantas medianoches. Desde la niebla del callejón lateral de José Cabrera al 4000 hasta la acogedora barra de la tribulación de aquel septiembre que se escurrió.

Tantas habrán sido que un par de primaveras después, en una breve noche entre los mismos sabores y el mismo grafiti, volví a huir las cuatro cuadras hasta mi morada para dormir despierto y amanecer con la certeza de un sueño: una dama intrigante, de cabello suelto voluminoso y bellos pantalones negros ceñidos por encima de sus botas -también negras-, se había sentado inesperadamente a beber

conmigo

en

una

preocupaciones terrenales…

prometedora

madrugada.

Sin

soledades

ni


EL TANO ARNALDI. A mi amigo Tony Suanno. Y al ‘Negrito’ Méndez, injustamente expulsado del metegol de la vida.

Algunas veces Lucio Baldassare Arnaldi abominaba Pozzuoli. O su recuerdo. Su puerto nauseabundo arruinaba la belleza de la bahía y el sospechaba que por eso cada vez más gente se iba por el Tirreno y nunca volvía. Como él mismo, que se hartó del vidrio soplado, de las burlas sobre los ‘pantalones borrachos’ de San Procolo y de que a cada visita de turistas se le agregue una exageración a aquel antiguo capricho de Calígula de atravesar el golfo a caballo hasta la ensenada de Bayas. Y quizás también irritado por tantas fumarolas y aguas termales. Pero más probable e inconfesablemente porque su fatigada soledad tras la malquerencia de Antonella Montorfano, yendo y viniendo desde el Cabo Miseno hasta Isquia arrastrando sus volantas en una barcaza destartalada, parecía haber entorpecido su volcánica juventud y hacerlo aborrecerse… Y porque –bromeaba él a partir de cada segundo vaso de blanco falanghina- a ciento ochenta y tantos kilómetros de la Santa Sede no debería estar la mismísima entrada al infierno del Lago Averno. La reflexión se la había hecho su achispado primo Andreas Cazzuolo en el Bar Ornelli una vez, luego de que más de una docena de copas despertaran su mente y su cordura. –“Se corre el riesgo –dijo su pariente florentino entonces- de concluir que si están tan cerca son la


misma cosa”-. Cuestión que el incrédulo de Andreas consideraba además altamente probable… Lucio Baldassare Arnaldi y su tristeza zarparon desde Génova en enero del ’47, sin volverse hacia la popa de pabellón panameño de las once mil toneladas del Bergensf Jord, rebautizado Argentina. Temía que al mirar atrás le persiguieran los fantasmas de la guerra reciente y los ojos, los ojos de Antonella… Incluso no quiso frecuentar la cubierta esos primeros días en que los no más de doce nudos dejaron atrás Barcelona y Almería sin percatarse de que, entre las tolvas de este último puerto, flotaba el SS Conte Biancamano que siempre quiso volver a ver. Él sospechaba que no había sobrevivido a la conflagración. A bordo no tardó en trabar amistad con la tripulación, en su mayoría italiana, que reconocía en él a un ‘uomo di mare’ del ‘bel paese’. Por ser de rudo carácter, por supuesto, congeniaba mejor entre los ‘marinis’ del nivel de la carena, sobre el plan y la sentina, donde le resultaban familiares el rumor de las aguas de achique y el olor a los restos oleosos. Fue allí, sobre el asiento de popa, donde en unas tablas sobre cajones improvisó una discordante amistad con el ruso Vladimiro, ‘scacchiera alcolica’ mediante, en los ratos en que éste no estaba a cargo de las máquinas. Los lances y los jaques se tornaron infinitos en ese rincón cerca del codaste, aglutinando por turnos de rotación a pajes, calafates, fontaneros y gambuceros, mientras los ignotos pasajeros mecían en cubierta sus impacientes destinos


aferrados a la borda o a los mamparos. La afición de ambos fue pronto rivalidad y se tornó obsesión… Vladimiro se jactaba de jugar un ‘ajedrez judío’, fiel a su apellido, oportuno y eficiente, con el que conseguía fácilmente un beneficio material. Y atribuía a Lucio Baldassare Arnaldi un ‘ajedrez ario’ vanamente valiente, que buscaba torpemente la victoria desde la primera jugada. El infamemente aludido le exhibía por toda respuesta una desgastada tarjeta de encriptación mecánica SYKO que guardaba orgulloso en sus faltriqueras. Le daba crédito de que había ayudado hacía menos de tres años a los Aliados, espiando en el mediterráneo las cargas y aviones del Eje. Y no tardaba tres segundos en agregar un irascible alarde sobre el presunto hundimiento en su haber de por lo menos dos buques tanques del ‘Panzerarmee Afrika’ en camino hacia el Canal de Suez. Los lustrosos trebejos del modelo Marshall no tenían tregua. Uno de los caballos blancos, el de la distintiva marca de la corona, había sido suplido por el tapón de un ron dominicano e incomodaba sobremanera a Vladimiro. Por lo que cuando iba de negras, Lucio Arnaldi incorporaba la táctica artera de capturarlo solo cuando fuese inevitable, con buenos resultados. Las bromas eran acerbas en la mar perversa, pero aceptadas y necesarias para el tedio. El ruso lo hacía enojar cuando tardaba en mover, insinuando que lo devolvería a su “Puteoli” natal, a reparar su esterilidad… El Tano se desquitaba insultándolo profusa y secretamente dentro de su cabeza mientras analizaba con energía la jugada que lograra vengar los vilipendios del bolchevique, para humillarlo en el tablero. Cuando no lo conseguía, hacía oír su delgada voz para


acusarlo de menchevique converso o deportado siberiano. Eso era infalible –y muy esperado por los pícaros tripulantes- para hacer explotar la ira del segundo oficial de máquinas Vladimiro Shurukhin en una veintena de piezas saltando por los aires… No descansó tampoco el tablero damasquino cuando el paquebote de los hermanos Cosulich surcaba ya a mitad del océano y una anciana sin solvencia de Cádiz fallecida a bordo era lanzada al mar, tras sencilla ceremonia en horas aptas para no llamar la atención del pasaje. Causó extrañeza a sus compañeros que Vladimiro, tan afecto a esos rituales de despedida, no asistiera por enfrascarse en otra revancha con su rival de pesadilla… El ruso solo confesó en breve distracción que guardaba entre su equipaje un buen traje de dos piezas y un sombrero ‘fedora’ para disimularse de primera clase si moría, “para que lo preservasen en el camarote de sal”, tal como le había hecho jurar a su primer oficial. El calderetero genovés Bruzzone que juzgaba en ese momento una posición sin esperanzas para Vladimiro con su monarca acorralado en la casilla h8, lo contrarió defendiendo el piélago como tumba: -“Un marinaio non potrebbe sperare in un luogo migliore, per il suo eterno riposo.”-, dijo, con algo de solemnidad. Tan enfrascados estuvieron Vlado Shurukhin y el Tano Arnaldi en constituirse en némesis del otro a lo largo de más de cinco mil mórbidas millas náuticas y centenares de partidas de insomnio y frugalidad, que apenas advirtieron el


practicaje de sotavento en Río de Janeiro. Desde allí hasta el puerto de Buenos Aires la lasitud y los desvelos del emigrante italiano fueron decisivos, tanto para caer derrotado con indeseada frecuencia cuanto para prometerse a sí mismo no volver a jugar al Ajedrez de por vida, humillado entre marineros. Su último día antes del desembarco lo tuvo deambulando como de luto sin decidir si mostrarse en cubierta. Pero no se arrepintió cuando lo hizo apenas pasado el mediodía de ese domingo que no olvidaría… El aire templado, el olor a buen tabaco y el gentío alborozado con sus mejores atuendos atentos a nueva tierra sudamericana, lo relajaron por primera vez en el viaje. No tardó en avistar el puerto de Buenos Aires y no tardó mucho un remolcador decrépito en acercarse al buque para llevárselo de cabestro. El descenso fue simple para él y su exiguo equipaje. Españoles e italianos eran los más buscados por las políticas del peronismo de posguerra y el Tano venía aleccionado respecto a las perspicacias en las migraciones rioplatenses. Persuadió a un funcionario bajito y con explícitos sudores de fines de enero para que hiciera una excepción a las injustas prioridades del ingreso “del elemento joven y de trabajo” que eran de rigor en esa Dirección General. En un par de horas Lucio Baldassare Arnaldi ya engrosaba la lista de extranjeros regulares que ingresaban por vía ultramarina al generoso país… Entre el azotado escenario de nuevos credos y monsergas cosmopolitas, dejó inmediatamente atrás la perpleja Buenos Aires. Como supo por una conversación escamoteada a una pareja aparentemente siciliana –por su acento


ibérico-, la ciudad convulsionaba entre las sufragistas y los alborotos emancipadores de los ‘a petto nudo’ y obreros de un país invisible. No pudo evitar que su mente retornara en apurada nostalgia a los ‘carbonari´ del ‘risorgimento’ de su vieja patria. Desde el atracadero de Zárate Bajo, fue dejando atrás Puerto Ibicuy y el litoral mesopotámico como desorientado y flotando, sin acostumbrarse al húmedo vaho subtropical que venía cada vez más a su encuentro. Luego de más de un día sobre las largas trochas ferroviarias emparejadas con el Río Uruguay, amodorrado, con el cuerpo quebrantado, Lucio Baldassare Arnaldi pisó sin prisa Posadas. Había llegado al Territorio Nacional de Misiones, como supo luego, cuando el idioma lo fue acogiendo con menos humillación. Beber con ‘Caí’ y con un anciano tuerto español -con el que parecían entenderseen un local de la Bajada Vieja y navegar al norte en un remolcador ligero al otro día temprano, pareció ocurrir en un lapso demasiado breve. El Río Paraná lo llenó de pesadillas en la oscuridad profunda del desconcierto y la embriaguez. Mientras no venía en conocimiento, dejaba atrás Puerto Mauhourat, Santa Ana, Puerto Maní, Oro Verde… Cuando asomó por fin de su vahído se asombró con los doscientos fustes que arrastraba el lanchón “Toto”, bajo un sol impetuoso orlado por una espesa selva paranaense casi intacta. Desconocida, sorprendente para el Tano incluso hundido en su resaca.


- “Aquí te quedas”-, le recordó el hispano con tono áspero. –“Hemos sorteado las piedras del sur… Pero los remolinos de Paranaí y la antipatía de los prefecturianos de Eldorado son casi insalvables.”-, endosó, amenazador. Al descender sin tiempo de reaccionar en lo que parecía una colonia germana, ni siquiera estaba seguro de estar en costa argentina o paraguaya, entre los saludos y parloteos inaudibles en lenguas nativas, en español y en algo que le recordaba al idioma alemán. En ese incierto día inicial se encontró por predestinación en el “Hotel Suanno”, cenando por generosidad de su joven dueño que parecía hijo de un connacional. Quedó cobijado luego de un forzoso aseo en uno de los cuartos de emergencia, en su primer pernocte en tierra firme desde su lejana Pozzuoli… El bar y hotel Suanno, que hacía las veces de parada de ómnibus en esa esquina ajetreada, lo amarraron de cuerpo y alma, como aferrándose rápido al único sitio que consideró parecido a un barco y a un puerto, en ese pequeño poblado perdido de polvos rojizos y granizadas incesantes cuyo nombre tardaría semanas en pronunciar. Entre los cafés desabridos de la primera máquina ‘express’ en esa colonia y los chacinados indigestos para el soporífero estío, comenzó a atiborrarse con una especie de nueva vida que lo confortó con los conchabos temporarios en los lanchones del río. Su pipa de brezo y su tabaco sin encender lo excusaban de su hosquedad, mordidos bajo una visera negra y unos ojos caídos que subían y bajaban enajenados cada día entre la rivera y los modestos aposentos del hotel.


Cuando ya parecía convencerse de que aquella mansa rutina comenzaría a devorarlo, afloraron los trasnochados amigos con un par de juegos de ajedrez. Disfrutó del cariño creciente de don José María Suanno y la amabilidad de doña Silvia, de los estrépitos de los empresarios jaraneros de la madera y las olerías, del mutismo de un ignoto capataz de “la Laminadora”. La rutina fue desgarrada también aquella media tarde que volvió frenético desde el puerto, imprecando adjetivos toscanos intraducibles, sin pipa ni visera y con los ojos levantados y encendidos. Ni la ascendencia de don Suanno pudo convencerlo de que “esvástica” significaba “bienestar”, “buena fortuna” … Que no debía permitirse al nazismo apropiarse de un vocablo antiquísimo. Pero el Tano recrudeció su desconfianza cuando los embarcados de aguas arriba le revelaron que el antiguo dueño que bautizó poco felizmente aquel lanchón –un poderoso del alto Paraná- también se llamaba ‘Adolfo’. Un día después quemó su tarjeta SYKO, paranoico, a escondidas… Unos días más tarde cambió la cara cuando para su consuelo lo contrató la Empresa Argentina de Navegación Fluvial para ser uno de los cuarenta tripulantes del lujoso ‘Guayrá’, en algunos tramos desde Gral. San Martín hasta Iguazú. Ya embarcado, al revés que en su barca solitaria en Pozzuoli, su talante rejuveneció y se animó durante los pocos meses que duró el encargo. Cuando lo finiquitó -y en detrimento de su desterrado y retornado abatimientoconoció en el ’58 al gringo Roque, personaje del lugar, que justificaba necesario


quedar siempre en la taberna del viejo Meyer, a escasas metros de la nueva Iglesia San Alberto. Decía que el párroco José Puhl le daba el pan, pero le mezquinaba el vino… Y aunque nadie le creía, decía también a veces riendo y a veces circunspecto, que esa era la razón por la que había dejado de ir a tanta misa. A fines de junio y de una siesta con un raro viento norte, subieron a ambos a empujones a la camioneta de la Subprefectura por estar a los puñetazos en esa vereda. Nadie supo nunca si por trifulcas de fútbol –Italia no había jugado siquiera el reciente mundial de Suecia- o porque el gringo exacerbaba ante el Tano su linaje ario. Cuando salieron de la breve y edificante reclusión, parecía que nada más podría enemistarlos. Roque Welssen era de corazón dulce, de todos modos. Una mañana encontró a un niñito de unos cuatro años lloriqueando alrededor de la pértiga de luz a la salida del Bar Meyer y lo acompañó consolándolo hasta encontrar a su padre, un atolondrado talabartero de la calle Estrada… Entre los mostradores de Suanno y de Meyer el Tano fue desliendo su cada vez más estrecha nostalgia. Desconocía por ejemplo que don Suanno empujaba iniciativas benéficas con los criollos y paraguayos del Club “25 de mayo” o que había sido el mismísimo primer alcalde electo del pueblo. Supo con claridad que el presidente Tomás Guido cayó en complicidad bajo las presiones de los militares del golpe del ’62 en el país, pero parecía no saber que aquello interrumpió el mandato municipal de su bienhechor predilecto, Don José María


Suanno, a pocos metros del abismo de sus excesivos sorbos en la subida hacia la Iglesia… Miraba a los demás jugar desde otra mesa sin atreverse, recelando del fantasma de Vladimiro, el bolchevique, en cada arresto de piezas. El galés Wolin -que atiborraba los ceniceros con colillas de ‘Fontanares’ sin filtro-, el gringo Félix – que aturdía con sus risotadas y sus ocurrencias chabacanas sobre ‘comerle la dama’ a sus rivales-, los hermanos Delacourt y el joven Solano Fretes -a quien nunca conocieron sin traje y corbata-, reñían allí en los tableros. Eso y el humo, los aperitivos y los sándwiches de salame cortado a cuchillo que les servía diligente “mortadela” Garay, el mozo interminable del Bar Suanno, le hacían transcurrir sus noches suspendida y pasaderamente. Pero ya sólo reía con el humor de ‘Luigi’ Landriscina, especialmente cuando “mortadela” o Tony, el alegre hijo acogido de don José María, dejaban sonar a propósito en el viejo tocadiscos la anécdota familiar del humorista chaqueño: …” pongo el huevo en un plato y Lobato, Lobato, Lobato” … Y solo cuando Martina se retiraba del Bar -solo cuando era ella, la del corazón y el cuerpo dispuestos-, tras comprar sus diarios cigarrillos para la calle y para el amor, el Tano tarareaba con romanticismo meridional, indefectible y sonriente: “In quel giardino proibito/ Cadeva il vestito/ Si alzava la nostra incoscienza” … Y solo entonces el mozo de ojos achinados sonreía y meneaba la cabeza, como subestimando o redescubriendo al viejo. Y solo entonces el flaco Wolin


apresuraba una flor de papel de servilleta colocándosela en el ojal de su solapa raída, para desencadenar la risa general.

Asfaltaron la avenida principal del pueblo y no le importó a Lucio Baldassare Arnaldi. Se mudó la terminal de ómnibus, hubo severas crecidas del Paraná y Roque pasaba cada vez más tiempo en calabozo, pero al Tano le resultó peligrosamente indiferente… Acusó un duro golpe, sin embargo, cuando se cerró el Hotel y Restaurante Suanno junto al Banco Nación y se mudó como pequeño bar a la esquina de calle Posadas, máquina de café, tocadiscos y “mortadela” Garay incluidos. No soportaba un solo desarraigo más en su vida, aunque solo fuera de cuatro cuadras… Estuvo semanas ofuscado porque tuvo que malvivir aún más en una pocilga de la calle Paraguay, porque se le dificultaba caminar. Otra semana más porque la calle no debería llamarse Gervasio Posadas, si creía recordar que aquel había tratado a José Artigas de la Banda Oriental como sedicioso, según un ocasional relato histórico de Don Suanno. La falta de espacio, los ruidos aumentados y los militares lo fueron extinguiendo, arrinconado en la taberna de San Martín y Posadas. No quiso comer varios días en el ’76, cuando un nuevo proceso interrumpió además la diputación de don Suanno, de la que esta vez sí estuvo anoticiado, en la nueva provincia de Misiones… Gritaba con ronca senilidad desde la esquina más penumbrosa del


Bar -aunque no hubiera nadie- que con cada golpe de estado ‘la Argentina y la humanidad toda retrocedían en cuatro patas’. En el ‘77 no debió haber muerto don José María Suanno, para que el Tano no perdiera su última y escaza vitalidad. En el ’78 –en un día cualquiera entre el 25 de mayo y el inicio del Mundial de Fútbol- y antes de verse perseguido por un nuevo tropezón azzurro en el mondo calcio en esta tierra adoptiva, se sentó sorpresivamente a jugar una partida con un desconocido, para perplejidad de la viuda Silvia… “Mortadela” fue el primero en advertir que el Tano estaba alarmantemente a la deriva y se lo hizo notar con un movimiento de cabeza al flaco “Frondizi” –el hermano de don José María-, que entraba al Bar en ese momento.

Lucio Baldassare Arnaldi no quiso perder tiempo en su siguiente jugada sobre el tablero.

Ya estaba alegremente ocupado retornando por fin al mediterráneo, a sus bacoretas y a sus atunes rojos. Entre las calderas acuosas divisó claramente la silueta del Vesubio, bellamente reflejada en unos ojos que parecían los ojos de Antonella…


SÁBADO.

Nos disponíamos alegremente a abandonar el hotel hacia una noche plena de aventuras. Un sábado estival en Salvador de Bahía prometía demasiadas cosas para vivir. Apenas abrimos la puerta caímos al vacío. No tuvimos tiempo siquiera para gritar y Vitruvio desplomó su cuerpo en un par de segundos contra el oscuro agujero de la casilla del ascensor, allí abajo… Mi mano derecha ardió en los raíles de esparto que logré aferrar de milagro. Mi aprensión redujo el dolor y la angustia acrecentó mis sentidos, que me devolvieron desde el agujero un mutismo de tragedia… - “¿Vitruvio? ...”-, grité hacia el fondo con retumbos y sin respuesta. Sentí en los músculos tensos de mi antebrazo unas líneas tibias deslizándose mientras intentaba pisar alguna saliente de esa vertical infinita… - “¡Socorro!”-, vociferé con aliento entrecortado hacia la boca gris que nos había tragado unos metros más arriba. –“… ¡Auxilio!”Descendí y mis pies se columpiaron ciegos buscando un puntal. Sacrifiqué mis manos en el cable áspero para no caer, resbalando su dolor insoportable, cuando apoyé por fin mis extremidades con sordo ruido sobre lo que parecía la cabina. Examiné con mis dedos entumecidos y lastimados la superficie y rocé un par de


palancas antes de tocarlo… - “¡Vitrubio! ...”-: tomé torpemente su brazo intentando incorporarme y el crujido atronador del descenso repentino me arrojó. En vano sacudí mis brazos unos segundos entre la inasible lobreguez del aire...


MUTUA FUGA.

I Un envoltorio de niebla nos recibió, nos acompañó esa madrugada. Nada frío, solo intimidante. Por eso nuestros pasos promediaban la velocidad del perseguido y de quien anda a tientas. Como en las celdas cuando acababan las velas. Los dos mirábamos a través de su confusa humedad deseando imponer al otro lado el paisaje que necesitábamos ver. La esperanza de ambos parecía la misma pero el horizonte tras las brumas distinto… Él buscaba –me lo dijo hasta el cansancio, en recluidas repeticiones seniles que ya no lo angustiaban- reencontrarse con Leocadia cuanto antes. En la vida o en la muerte, pero pronto, porque esto último tampoco era ya una zozobra para él, en nuestra cárcel del sinsentido. Él no buscaba despejar una postal como yo, detrás del celaje de mi desaprovechada juventud, ni hacer muchos planes a futuro. Lo mío era soñar crédulo con un escondite lejano, un pueblo pequeño y desconocido o un rincón en medio de una selva o una isla, aunque el viejo Ramón como el más versado en ardides y escapes me decía que era más fácil disimularse nómade en las grandes urbes… Que mimetice mi rostro y mi atuendo


con la premura e indiferencia de esa gente, me decía, que eran mejor camuflaje y menor sospecha y tedio que la soledad en la broza o en el distante mar. Su horizonte fatal de amor urgente era su espanto; mi tribulación la de no saber qué hacer con mi vida después de la huida… Lo llamábamos ‘pai’ Ramón, porque nos tranquilizaba a los reos con los mejores consejos –algunos de particularidad non sancta-. Últimamente incluso sermoneaba a los guardiacárceles más incautos, como ingeniosa disipación de sospechas sobre nuestra evasión inminente. --------------II Aún nos quedan un par de horas oscuras como resguardo y un poco menos de niebla aliada aquí afuera. O quizás un poco más si siguen allí adentro sin hacer rondas de aposentos como en las últimas noches… Nuestros cuerpos cansados suplican que sean aún menos y unos primeros gorjeos y el olor a torrente les mienten piadosamente a nuestras piernas que la alborada y el río no están lejos. Y si el río está cerca nuestro más anhelado dislate de la otra orilla seguramente también. Una mínima previsión que agregué al plan de evasión del viejo Ramón fue proteger en una bolsa de plástico los panes sustraídos a la asignación de cocina y un par de camisas y quepis de uniforme penitenciario. A medida que apuramos el paso con la complicidad del amanecer aumenta su sonido de polietileno inconfundible sacudiéndose sucesivamente en mis dos manos alternadas de


sudor. No se mojarán ropa ni comida al vadear la correntada y no nos debilitaremos tanto en algún ocultamiento prolongado que ruego innecesario… El detenimiento cada vez más frecuente del viejo apoyando sus manos en las rodillas y temblando exageradamente me preocupa más que su jadeo intenso, ante la inminencia del ancho río de agua fría. Unos inaudibles ruidos de un motor surcándolo tampoco me gustan, mientras arrastro del brazo expeditamente a Ramón y a su fatiga por el declinado barranco de la ribera… La chalupa que pasó nos deja hamacando su estela contra el barro orillero y solo espero que no retorne en seguida. Su agitación de agua deja ver el primer peligro en este escape raramente tranquilo. La mirada cada vez más pálida de mi mentor el segundo y unos ladridos cercanos a nuestras espaldas el tercero. Cuando Ramón ya entorpece su nado en la cuarta brazada me atemorizan más la corriente fuerte y los quinientos metros hasta la otra costa que la incipiente persecución. A mitad del cruce y sin sentir los pies ni las manos, como entre sueños, la tos y los gemidos del viejo me fuerzan a calcular con mis ojos cegados por el alba si está más cerca la otra orilla tan buscada o la arena sucia recién abandonada, donde ya pisan seis uniformados y esos perros que amenazan con echar su fiereza al agua. Ya escucho sólo mis desordenados chapoteos y mi respiración agónica al llegar a la costa paraguaya…


Nado y corro, tropiezo y corro, caigo y me levanto y corro como empujado por el silbido de los repentinos proyectiles y por la tristeza culposa del viejo querido en su cauce de ahogo trágico y profundo… El pánico que quiere abrir mi espalda a balazos se debate con mi toximaníaca expectación de lograr por fin mi cometido, reciclando mis últimas fuerzas. A las siete de la mañana de mi cansada conmoción, salgo por fin a una calle de tierra del otro lado para detener una camioneta rural, con mi chaqueta penitenciaria con restos de boscaje y mi gorro bajo. Percibo la duda del agricultor al volante porque mis pantalones jironados y húmedos desacuerdan groseramente. Pero casi no le doy tiempo abriendo rápido la puerta del acompañante y sentándome jovial con un saludo convincente, con el que llego poco antes de las ocho a un cruce de poblado… Allí Rupavê –mi renuente conductor, en quien me niego a ver el rostro de Ramón a pesar de sus arrugas idénticas- me desciende aliviado y desaparece sin voltear la cabeza bajo su desgastado sombrero pirí. ----------III Son un poco más de las nueve de la mañana de mi esperanza cuando escucho una radio en el almacén, con pocos fragmentos en lengua guaraní y muchos en un español huérfano de ‘eses’. Aunque no me decidía a entrar para comprar una camisa y un calzado barato con diez billetes chicos que sobrevivieron con los panes en la bolsa, me compensó quedar advertido sobre la noticia de dos


fugitivos del vecino país. La sonora y detallada descripción del más joven de ellos que no pereció en el río me hace salir con veloz disimulo de la casa de ramos generales aún no tan concurrida… A escasos metros me cambio apurado en el baño de la fea parada de colectivos. Y aunque me faltan once temblorosos centavos, la boletera de ojos tolerantes y el apurado chofer del micro me alejan a tiempo de una docena de policías que comienzan a diseminarse por la pequeña terminal. Exactamente a la una de la siesta paraguaya me bajo del desvencijado transporte en un cruce sin caseríos, acorralando sin más remedio mi entusiasmo en la espesura… Aquí prolongaré mis últimos dos panes y mi ocultamiento necesario, lejos de las calles vigiladas y las miradas susceptibles. Los gajos y la hojarasca que reuní rodean mi silencio sudoroso mientras tres silbos de torcaza de monte salpican los árboles como ecos enlutados. Un rato más tarde, mi pesadez no me confiesa si dormí o entre dormí… Pero por los filtrados haces del día que porfía en no transcurrir intuyo que ya son más de las cuatro o las cinco de la tarde. Decido moverme a otro sitio monte adentro. A unos metros me cruza un felino pequeño y aparentemente inofensivo de lomo cobrizo que me recuerda a “gringo”, un gato de pelaje anaranjado que no nos abandonaba en aquel antiguo hogar de infancia. Uno de tantos cachorros comprensivos de aquellos días en los que mitigábamos azotes lagrimeándonos en sus lamidas de sal cuando nuestros ojos ya ablandaban el odio…


Mi cuerpo se abre paso entre la maleza y mi mente entre las dudas, cuando avanza muy rápido la penumbra y el calor afloja también demasiado… Sin un peso en el bolsillo pienso en la ahora distante y justiciera expresión del viejo Ramón que multiplicaba razones para convencerme del escape: …’Los ladrones del gobierno de ahora entretienen a los ladrones del gobierno de entonces mientras los únicos ladrones encerrados… ¡y pobres!, somos nosotros’. En esta región de estío la anochecida sobreviene casi siempre a la misma hora y si son como creo entre las seis y las siete de la tarde no me queda mucho para acomodar mi escondrijo de preocupaciones… Un tronco ancho y mi humanidad endeble perfilan el sueño a escasos segundos de plegarme contra el suelo. La noche dilata su dominio inquietante entre los bichos y las plantas, entre mi mañana incierto y mis pesadillas, entre la vívida naturaleza y mi mortecino sosiego. ----------IV De repente, los sacudones y gritos me irguieron de un salto y tirando puñadas, escondiendo la cara con los ojos aún entrecerrados de luces y siluetas… Los carcelarios arrastran mi espantada longitud fuera de la celda, tirándome lejos de la reja que se cerró con un estampido de sordo metal. En el segundo camastro de la mazmorra detrás de mí veo, al reincorporarme, alarmado antes del siguiente destrato a mis costales, un bulto avejentado, tieso, sospechosamente lacerado, que quiere incriminarme sin aliento y sin pretexto…


Mis restos de somnolencia narcótica pretenden situar en mi subconsciente a un ‘pai’ Ramón penumbroso arrodillado junto a mis ataques de violencia y mi jergón del calabozo.

Intento recordar imágenes huidizas, sus balbuceos lejanos y súplicas cercanas para ganarle a la muerte y encontrarse inmediata y desesperadamente con Leocadia allá afuera, como siempre me dijo…

Encontrarse con ella por lo menos en el otro lado de esta vida miserable.


LA TIERRA INCONQUISTADA.

Mientras descansaba (era de dormir casi nunca), Arapysandú se incorporó exaltado. Acostumbrado a sentir todas las cosas del universo, percibió que el largo camino de su pueblo originario hacia el saliente, asustado de las llamas de Tatapytu, lo acorralaba contra una inmensa arena salada y caliente que traía olores y susurros desconocidos, casi temerarios. Prefería como todos los suyos el agua que fluye, donde cantan los murmullos saltarines sin detenerse jamás, como en una tierra sin mal. Se puso más inquieto cuando vislumbró con el ojo del universo de Araresa unas canoas gigantes acercándose en los días próximos a esas playas del acaecimiento. Aún más cuando en ese porvenir el horizonte en lo alto se desnudaba con los truenos y los rayos del desconcierto… Se esforzó en pedirle al espíritu de la lluvia que los contenga y que regresen por las grandes aguas resplandecientes, devueltos por relámpagos coléricos. Vio después con ternura, pero con desasosiego que el naciente de ese día le mostraba un pedacito de cielo surcado por un vuelo imponente de Arami, la hija predilecta de Sypavé, para que no temiera. Mientras tanto, la escondía entre los árboles de lapacho y las ramas de pakuri, al distinguir ya las grandes casas flotando con sus siluetas malignas de sangrantes de fuego y brillos cortantes…


Cuando los usurpadores pisaron la arena con sus rostros velludos y sus pies y pieles envueltos en guiñapos desconocidos, el salvaje Saite, con un sapukái extendido en sus clamores nativos, se impelió adelante para que todos lo sigan… La adivinación de Arapysandú mezcló entonces la muerte y el dolor, el coraje y el pavor. Su lapso de vigilia angustiada atravesó las nubes, vistiendo de a ratos de consuelo y de a ratos de agonía el brillo rojizo de Jasy, la luna empequeñecida por el alba. Admiró a las mujeres a las que les crecían fanales de yaguaretés hembras detrás de los escondites reverdecidos del yuquerí, mientras se hincaban en tensa expectación. A unos pocos metros, la sangre fluyente regando los sitios nunca absolutamente arrebatados de la playa tibia, les acercaba sus olores de venganza y temor… Pensó que ellas lograban inhibir la endiosada belleza de Porásy, latiendo su bestial femineidad en acecho. Ya había quedado atrás el lucero del alba cuando el rocío esquivo del amanecer desaparecía consigo los sueños de paz de la diosa Kerana. En la reyerta se despedazaban las cabezas y los torsos desnudos o cubiertos con igual hostilidad y ensañamiento, haciendo morder grito y lágrima en una misma mueca. Extinguiendo la vida y la muerte casi al unísono, como buscando burlar a Taú, el espíritu del mal… Tembló Arapysandú en su casi sueño, como si estuviera aún en un sin tiempo en una lejana colina, oliendo el amasijo de arcilla, de ambu’á, de yerba fabulosa,


de agua de manantial y de otras hojas vegetales y sangre de ave nocturna. Como si sintiera el calor radiante del padre de los astros dotando de halo vital y semejanza a dos estatuas primigenias de su raza… En el final de la efímera y cruenta lucha, Guarasyáva se encargó de perseguir en la costa espumosa a los sobremurientes para estorbar su nado salvador y Karivé, sabio de mares, hundió sus garras en las olas batientes para que zozobren las naves del miedo hasta no emerger jamás de su sino cristiano.

Vio luego la tristeza de Ñamandú volviendo del silencio. En su sonaja llorona pareció contar las muertes incontables de los avá en la arena. Su pueblo no sabía situar la euforia por encima del respeto y el lamento por los suyos y por eso el poniente día dolía como fuego en esa victoriosa superficie repleta de almas yacientes…

Pero al despertar ensoñado, Arapysandú escuchó ahora callar las bellas palabras del profeta Karaí, porque tras la violencia y el infortunio su pueblo migrante podía permanecer para siempre en esta tierra no hollada. Vio hacia adelante que ninguna kurusu crucificaría el destino de su pueblo. Ninguna conquista haría bullir la peste del cuerpo ni del alma de los vinientes de otros continentes en estos límpidos lugares de guaraníes sin tacha.


Arapysandú, el sensor del universo, volvió entonces a horadar el amplio paisaje con su ojo omnisciente, reconociendo la vegetación abundante, las parcelas generosas de ricas cosechas, ríos cristalinos, abundantes peces, aves y animales… Volvió a imbuirse de las mieles de Eiretemi, a oír el aleteo de un colibrí entre las pasionarias, a revelar el felino rugido entre la maleza. Celebró que algunos pudieron acceder sin morir a este paraíso terrenal donde no se envejece, al oriente de la historia y de los mitos. Vio que los demás, los valedores, seguirían avanzando inspirados en el habla extensa de los que viven por encima de nosotros… Que la danza y los cantos de unos envolverían el rito en estos nuevos cuerpos de otros para purificarse, en la plenitud del ser.

Cuando despertó colmadamente, Arapysandú auguró con certeza la rebelión liberadora de los dueños originarios de la tierra por mucho más de quinientos años, sin las cruces del doblez y la opulencia.

Y sin las armas de la usurpación y el latrocinio…


NO LLORES, ÑAMBÍ.

- “¡Te voy a echar el mal de ojos!”-, le dijo en un grosero guaraní la mujer, mientras recogía trapos y canastos con movimientos bruscos y lanzaba su animadversión de reojo al agente de seguridad. Siguió mascullando sin mirar atrás al alejarse los primeros cincuenta metros… Luego observó con disimulo que el guardia del Palacio de Justicia había entrado. Y sólo entonces -como hacía siempre- volvió rápido y se instaló unos pasos más lejos de donde había estado. Reacomodó con solvencia los yuyos sobre la manta al desdoblarla y se colgó el canasto en el brazo izquierdo mientras en la diestra empuñaba unos ramitos apenas florecidos de lavanda, su hierba más aromática de esa mañana. Así pertrechada, paseó su estatura baja y fuerte por las escaleras y la vereda elegidas ese día en Posadas, secándose de a ratos el sudor de la frente con un límpido lienzo de estampados desgastados: - “¡Manzanilla, isipó milhombres, cangorosa…!”-, invitaba. –“¡Carqueja, Señora! ¡Ambay, kaá heé, siempre vive! ...”-, ofrecía.

Unas raíces de Ñandypa alineadas junto a sus frutos diuréticos, completaban un aromático despliegue sobre su manta de un metro por ochenta centímetros: unas ramas de Moringa, Graviola, unas bolsitas de Polen y las hojas ovaladas de Borraja, con algunas de sus flores colgando holgazanas su azul marchito.


El reviro esa mañana lo había preparado Jacinto, a las cinco y media, en su apretujada casa del Barrio A4, donde Ñambí lucha para despertar cada amanecer a Neca –la de ojos como paltas lustrosas-, a Caíto y a ‘Cayé’, a cuyo reciente entendimiento no le gustaba ese apelativo impuesto por su hermano mayor. –“¡Decile Cayetanito, pobrecito! ...-, porfiaba la madre ante la risita insolente de Jacinto. La inocente sonrisa de Neca cada vez que los escuchaba llegará apenas a los cinco añitos este diciembre. Cayetano apenas pasa los dos, Caíto cumplirá ocho –mañana- y Jacinto lucirá sus viriles catorce en un par de semanas más… Ese reviro y unos mates eran suficientes hasta casi las dos de la tarde, cuando retornaba ella para cruzarse con Jacinto y Caíto, que iban a la escuela. Éstos casi siempre marchaban bien comidos, gracias a la hermana de Ñambí que vivía a cinco cuadras, que tenía marido y tenía trabajo. Ñambí tenía marido, o había tenido… Pero sin trabajo y sin respeto. El desempleo, la impotencia y la vergüenza llevaron a Francisco por una escalada triste y sin retorno hacia la violencia y el alcohol. Las vicisitudes de un país siempre en crisis, pero siempre lleno de oportunidades, desnudaron sus propias limitaciones de marginamiento, de ocios díscolos, transformando en los últimos años al hombre de la casa en un perfecto indeseable. En vísperas de pascuas fue la última vez que lo tuvo bajo el mismo techo. Aquella trágica vez Ñambí resucitó de entre los muertos nuevamente, con ayuda de sus santos y valientes vecinos, herida por enésima ocasión en su alma y su


integridad, con cicatrices multiplicadas aún ahora en el dolor de sus recientes recuerdos…

Marcada todavía por la indeleble y recurrente aflicción en su piel de mujer valerosa.

Jovencita y enamorada, había venido con Francisco desde Puerto Triunfo hasta Encarnación y desde allí hasta Posadas, donde su esposo la arrastró en contra de su voluntad por escapar de unos celos enfermizos en la zona baja. Celos y desavenencias que también cruzaron el río, irremediablemente. Ñambí levantó sus avíos de la vereda a las doce y cincuenta, justo unos minutos antes de que el de seguridad salga para su rutina de prevención por la salida de los jueces y mandamases. Justo antes de que una llovizna comenzara a endulzar el sofocante calor posadeño. Subió suspirando al ‘Bencivenga’, cuyos choferes del turno muchas veces no le cobraban, ansiando llegar al baño de la estación de transferencias y combinar rápido hasta su casa. Recién era martes y ya quería que fuera viernes… Como si con sólo pensar en los dos días de ‘yuyera’ que le faltaban se le viniera un cansancio anticipado. Su rutina de afán contra el hambre y la desesperanza la mandaba los lunes a la plaza de Gobernación, los martes al Palacio de Justicia, los miércoles a la cabecera del puente Roque González y los jueves al Centro Cívico. Este último era el que más le gustaba: porque había menos caos y porque circulaban


muchas maestras y maestros –la mayoría del interior- con su trato gentil y sus compras constantes de hierbas para paliar sus nervios por los gurises y muchachotes de las aulas cada vez más cabezudos y más vivos. Allí le dejaban recorrer los cuatro pisos de los tres edificios –tarea para la que venía apalabrando a Jacinto, porque sus rodillas quizás no aguantarían mucho tiempo más- y vendía muy bien sus atados de ‘mate listo´ con burrito, cedrón, ‘siempre vive’ y flor de marcela… Le pedían con frecuencia hojas de ‘cancha piedra’ para los riñones, en el cuarto piso del Edificio 1. Y mucha moringa en el Edificio 2, donde funciona Desarrollo Social. Moringa siempre había que tener, de lunes a jueves, sin falta. En los tres bloques del Centro Cívico podía entrar libremente a los baños, además, que no era poca cosa.

Por fin en la cocina de su casa, se acercó con entusiasmo a la olla del generoso estofado de su hermana Clotilde, mientras arrastraba el alborotado cariño de Neca y Cayetano colgado de sus piernas cansadas. Comió con ganas, sonriendo y reprendiendo en iguales raciones, mientras éstos correteaban alrededor de la mesa maltrecha. Ñambí miró con ternura y felicidad a su hijita de ‘ojitos verdes saltones’, cuyo pelo suelto y desordenado hendía las risas en la cocina, como evadiéndose de nuevo de la borrachera de su padre, para que no la tocara. Como aquella vez, gracias a sus gritos agudos y al coraje de Jacinto… El año que viene irá también a la escuela y los cambiará a Caíto y a ella a una primaria del Barrio Mini City,


pegada a la secundaria que deberá empezar Jacinto, el BOP 36, a unas cuadras de la Ruta 213. Ñambí dormitó un rato con un ojo abierto, como siempre, mientras seguían los correteos. Y a las cuatro de la tarde salió con ambos gurises hacia el Mercado Concentrador, a comprar yuyo bueno y barato que traían los puesteros de Santa Ana al sector de frutas y verduras. A Neca le divierte ese paseo, porque su madre le suelta la mano de a ratos para reencontrarla en el pabellón convenido, aleccionando su independencia y su obediencia. - “La próxima en el de los pollos…”-, le dijo, luego de los recorridos iniciales en el Mercado, mientras Neca se alejó corriendo sobre sus piernitas invisibles entre dos perros que le movieron la cola como invitándose al juego. Ñambí aprovechó para comprar entonces gallina y menudencias vacunas. Y huevos, que para eso apenas le alcanzó. Y volvió a soltarle su mano derecha, mientras en la izquierda Cayetano siguió sin agotar sus preguntas balbuceadas entre tirones de atención. Cayé siempre se empacha de curiosidad mientras recorren el Mercado Central y le tironea la mano que no suelta con una frecuencia que impacienta a Ñambí, quien le sermonea algunas respuestas a pesar de todo. Hace no muchos años era Caíto el que tironeaba y preguntaba. Ñambí piensa con lástima en Caíto, porque mañana volverá a despertar sorprendido cuando le lleve chipá calentito a la cama, con un cocido y con un beso distinto por su cumpleaños… Él le volverá a pedir la bicicleta, ilusionada e inocentemente. Ñambí lo consolará con un abrazo pleno y dulcísimo, con unas


bolitas nuevas y con el par de medias regateado en el Mercado. Y repetirá su piadosa mentira de que está juntando el dinero para la bici… Que falta poco… Y se le partirá el alma –como el año pasado- y se obligará a soltar las lágrimas un poco más tarde, cuando Caíto no la vea. Para su consuelo, el pequeño volverá de la escuela con la cara cambiada contándole que “… ¡La maestra se acordó de su cumpleaños!… - “…Y que le regaló golosinas y que los compañeritos le cantaron ‘que los cumpla feliz’ en el grado...”-. Como el año anterior. Y le pedirá a Jacinto que le entregue a la maestra, pasado mañana, un papel doblado con garabatos de agradecimientos y disculpas por no haber podido mandar la torta. Junto a una modesta y pequeña carpetita bordada que su hijo mayor entregará con algo de vergüenza… Él ya pasó por eso y lo entendió, la primera vez que llevó una notita en un papel doblado a la maestra de su hermanito. Nunca le reprochó a mamá Ñambí ese disimulo de la pobreza y nunca dejó de cumplir con el cómplice recado, madurando sus emociones con la celeridad que impone a los carentes la rigurosa realidad.

El jueves Ñambí entretuvo otra vez más de una hora de su valioso e ignorado tiempo en el Edificio 2, en Desarrollo Social. Confiaba, como cada mes, en que un gringo con cara de bueno llamado Roberto le consiga algo de provista y unos


útiles escolares. Cuando lo logró esta vez, agradeció y bajó con varias pausas las escaleras hasta la planta baja. Sintió un mareo desconocido, de repente… Se sentó en la escalinata del frente, cerca de la virgencita, mirando hacia la costanera nublada y hacia el río, como buscando más aire fresco en auxilio de su preocupación. Pensó en varias ocasiones pedir a algún transeúnte que le acerque hasta la paradita donde pasa el micro de la circunvalación, pero no se animó, al no ver más que rostros desconocidos y adustos. Al rato pareció reanimada. Y a pesar de la lluvia de gotas gruesas y dispersas caminó hasta el primer edificio, para acrecentar un poco con sus ventas lo escasamente escamoteado en Desarrollo Social… Ese viernes desayunó más reviro y duplicó la cantidad de ‘suma’ en el mate, a pesar de las advertencias de su vecina brasileña que se la proporcionó como energizante… No quería malograr sus tareas de la tarde ante su exigente patrona del Barrio Aguacates, cerca del Parque Paraguayo. La casa y la paga eran grandes –al menos comparada con sus irregulares ingresos ambulatorios-, pero el tiempo y la simpatía de Doña Marisa eran escasos. Para su alivio, Ñambí quedaba sola con sus menesteres hasta el regreso de la dueña de casa, que traía su desconfiada y minuciosa inspección al atardecer. Durante ese tiempo, soñaba despierta unas tres mágicas horas. Se deslizaba en una melodramática fantasía como propietaria de una mansión sobre el río, con


un balcón con vista al anfiteatro, con muebles y decorados imposibles… Incluso había desarrollado una barrera sicológica que activaba quince minutos antes de las siete de la tarde, para no estrellar de golpe sus utopías contra el áspero malhumor de Doña Marisa durante sus inspecciones inescrupulosas. No sin señalamientos, la patrona le dio su paga semanal, como siempre. Y Ñambí se escurrió en el asfalto en busca de la parada de colectivos, entre las mismas gotas dispersas y amenazantes que parecían perseguirla desde ayer, sin llover en serio.

Al aproximarse a la paradita, escuchó a un hombre excesivamente doblado sobre sí mismo entre gemidos y balbuceos… - “¡Francisco! ...”-. Reconocerlo y observar sus manos y abdomen ensangrentados le hicieron nombrarlo abrupta y mecánicamente. Sin saber cómo ni cuándo, Ñambí se vio sentada junto a su ex marido en la parte trasera de un taxi. El atemorizado chofer miraba más atrás que adelante, apresurando peligrosamente la marcha hacia el Hospital, ante la enfática negativa de su pasajera de descenderlos en una Clínica Céntrica… La breve y angustiosa espera en la guardia del Madariaga fue desvaneciendo a un Francisco desconocido, barbudo y blanquecino, con hedores de calles y basureros, de alcohol barato, de pendencias y humanidad perdida.


Arrebataron rápido a Francisco de su regazo caliente y de sus ojos agobiados, en los que se alejaba como en cámara lenta una camilla ruidosa entre los pasillos. Ñambí aún seguía temblando cuando le ofrecieron un teléfono y se enfrentó a la voz de Clotilde, su hermana. - “Cuidame los nenes…” “Cuidame los nenes…”-, solo atinó a decir, tras demasiados segundos de silencio. Llegó a su casa a la medianoche como flotando en la oscuridad, sin escuchar siquiera los ladridos en cadena que despertó en el vecindario. Clotilde había mentido a los gurises para dormirlos… Su hermana fue a su encuentro solo para abrazarla mucho –ya luego le contaría que pasó- tras haberla esperado en el sobresaltado umbral de la puerta más de una hora. Ñambí se convenció al resguardo de sus brazos de que hubiera sido inhumano dejarlo morir a su suerte… Ella no era así. Y porque nadie había conocido al Francisco de dientes grandes y de negrísimos ojos sonrientes que cantaba y bailaba como pocos en las fiestas en Capitán Mesa… Los demás no supieron de su corazón bueno regalando su moto al amigo Rogelio con su hijo con cáncer, ni lo vieron pintando la escuela rural a la madrugada antes de la tarefa o de clavar los postes de la alambrada cuando se lastimó Don Cagüé. Nadie lo recuerda como ella sí puede, lejos de las ciudades sin campos y sin lunas hermosas para quedarse dormidos sobre el césped y el rocío, enamorados y felices.


Ñambí quedó sola y lloró, lloró. Lloró y sus convulsiones parecían haber hecho llover de nuevo, pero esta vez con rabia… De tanta tristeza y de tanto no entender a Dios –desconfió que él lo puso adrede a Francisco en su camino en sus últimos minutos- ni a la vida.

Lloró y no paró de llorar mientras para colmo se cortó otra vez la luz en esa barriada alejada del centro, a kilómetros de los hospitales, de los colectivos. Demasiado distante de la solidaridad y la felicidad. Demasiado lejos de la calle Bolívar, de la impasible civilización. Demasiado cerca de su visceral soledad y demasiado lejos de todo…

Al otro día, mal dormida y con los ojos profundos y huidizos, Ñambí no quiso hablar de nada. Menos aún de tumbas y entierros. A ella solo se le permitía pensar, acorralada por el mundo, en sus hijos y en una exigua esperanza para vivir mejor.

Ese lunes, Ñambí se dirigió a la misma hora de siempre a la Plaza 9 de Julio, la de la Gobernación de Misiones, cargando más yuyos y fuerzas que de costumbre…


¡YAHÁ, YAHÁ*!

El olor a nísperos rancios me hace tragar saliva y la percepción de almagres es inevitable… - “¿Petig, estás aquí? Soy Taca. ”-: Mi voz rebota montada en polvos húmedos dentro del pequeño depósito de anaqueles quejumbrosos y envases viejos. Su techo muy bajo aprieta cada eco de mis pies, temiendo alimañas o agujeros en cada escasa luz de la pocilga. A mi hermana Iris le inquietaba la soledad longeva del tío Petig en este paraje apartado de las Sierras del Imán. Más cerca y tranquilizador era aquel ranchito en Cerro Chapá. Y el arroyo Once Vueltas se estaba secando. Y la casa tenía cosas raras… Ella busca con su criado Ará-Ñarú en la parte alta de la casa de piedra y yo aquí, al fondo, entre telarañas detrás de una puerta pesada del viejo sótano. -” ¿Petig?”-, pregunto, ante unos resoplidos a mi derecha… Me aterran unos ojos penetrantes achicándose de gris plomo a amarillo. Y los míos recuerdan una cría de puma salvaje que enorgullecía a Petig y a la que aquella vez acaricié confiado…


Busco tropezando a tientas la puerta entre las tablas sin rendijas, fracasadamente. Alcanzo a escuchar en mi desvanecimiento a Ará-Ñarú: - “Yahá, yahá, Taca. ¿Estás ahí? ...”-

------------------------* Vamos. Vámonos (guaraní).


UN GOL PARA PATROCLA. A mis amigos del Equipo Ruta 12 (con cuyas habilidades deportivas nada tiene que ver este cuento).

Estaba desesperado el loco Brunildo… Para colmo sus compañeros de equipo tenían afinadísimo el humor, el cual los fines de semana futboleros se tornaba cáustica socarronería que era descargada impunemente sobre su malogrado artillero.

Brunildo “correcaminos” Cuzzani pugnaba hacía más de treinta años por ser un delantero de peso, cuya sola presencia en el área rival sobresaltara a las huestes defensoras de todos los equipos de la región… Su empeño era tan obstinado como infructuosa su aspiración. Sus compañeros de supra veteranos lo apodaban ‘correcaminos’ porque su velocidad no podía medirse: si la medían tendrían que reemplazarlo para siempre y no querían hacerle eso a su ilusionadísimo amigo. En su juventud, cuando todavía estaba a tiempo de menguar su porfía y dedicarse a otra cosa, Brunildo había deslizado exageradas galanterías sobre el césped y muchas promesas de éxito deportivo, escudado en sus llamativos ojos verdes. Pero a estas alturas sus incumplimientos parecían engrosar cada año más su cintura exorbitante de pretendido jugador amateur entrado en edad.


Uno de aquellos excesivos miramientos lo había destinado a una larga relación con Patrocla, el amor de su vida. Patrocla Rodrigova, hija del huraño ruso Mihail que ya había muerto, era por aquellos años una bella muchacha de pelo encrespado y formas bien puestas que tenía a mal traer al mocerío de fuera y dentro de la cancha… Por su beldad y por su avezada percepción del juego, poco común en las mujeres de esos tiempos: ella exhibía sin recaudos su sapiencia futbolera en palabras de buen tono y en gestos de puños altos y ceños bajos. Resaltaba indefectiblemente en la tribuna que se había improvisado con restos de tambores, ladrillos y tablones en el costado de las hovenias gigantes de estiradas sombras. Resaltaba entonces y ahora, porque siguió viniendo a cada partido todos estos años, incansablemente, para ver si su Brunildo cumplía por milagro con alguna de tantas promesas juveniles. La cancha había quedado en medio del pueblito y era más importante que la plaza que nadie se atrevía a proponer en ese lugar –aunque parecía el indicadoo la iglesia, porque hasta el cura Josecito había adaptado el horario de la misa de los sábados para no perderse los partidos. El sacerdote además insistía con el nombre de San Toribio Romo para ese poblado perdido en las recónditas Américas que no podía disimular su orgullosa prosapia campesina y futbolera. Las sandías, el maíz, los cítricos y los zapallos seguían creciendo junto a sus escasos nueve caminos que las bostas adornaban juguetonas, como marcando las jugadas de algún próximo enfrentamiento que se relataba de nuevo cada mañana en el acostumbrado olfato de sus habitantes.


Una septena de casas orientadas cada una hacia lo que sus dueños querían ver –la mayoría de las ventanas apuntaban a la cancha- parecían las fichas de un dominó extraviado que prometía alinearse dentro de muchísimo tiempo para ser una ciudad de verdad. Los puercos y las gallinas atosigaban a los choclos y zapallos sin dueño mientras los zorzales y pirinchos se encargaban de las sobras en el suelo y de las naranjas en lo alto. No así de las mandarinas del córner sur-este, porque los gurises del pueblo se habían apoderado de ellas por completo: los sábados para ver los partidos y los otros días para comentarlos y exagerar alguna jugada, para mentir talentos y alimentar expectativas… En las siestas correteaban descalzos sobre la mitad con más pasto de la cancha, gritando totalmente sucios y transpirados sus conquistas sin público en unos arcos de piedras y gajos que se desmoronaban a cada rato. El apócrifo estadio lindaba todavía con un último potrero y dos por tres algún caballo se desataba y corría dentro de la cancha suspendiendo el partido. Una vez el arquero Mbiguá, del equipo ‘La capuera’, cuyas piernas chuecas revelaban su pasado montaraz, se embelesó con un matungo que galopó a metros de su área grande, mientras un balón rodaba suave cerca suyo hacia el fondo de la red. En vano le reclamaron sus defensores la distracción, mientras Mbiguá les comentaba emocionado que el animal le recordaba a su viejo caballo de campo de buena alzada, de nalgas redondas, de cortas orejas y de rápidos aires sin nervios… Se había reanudado el partido desde hacía ya un buen rato esa vez y Mbiguá aún seguía persiguiendo a su marcador de punta izquierdo contándole


del buen corazón de aquel noble animal de faena, de hocico fino y ojos grandes, mientras el zaguero miraba espantado por sobre los hombros del arquero la portería desierta. Solo cuatro equipos animaban la disputa oficial de supra veteranos. A duras penas enlistaba una quincena cada uno, incluyendo al abuelo Evaristo de ciento dos años que se sentaba cada sábado en el tronco de suplentes de ‘La capuera’ sin que nadie le dijera bien para qué y al gringo Desiderio, que pretendía jugar de alpargatas y había ingresado una sola vez en veinte años entre los once de ‘Los chungueados’, cuando ya no hubo más remedio. El limitado plantel de ‘Unión Estalinista’ procuró incorporar un par de matronas en varias ocasiones, pero el temerario temperamento de ambas obtuvo el reparo unánime de los amedrentados rivales en una asamblea espontánea bajo los eucaliptos. Las susodichas se ofendieron por un sábado, pero al siguiente ya no resistieron el aburrimiento y ocuparon de nuevo con el ceño fruncido sus lugares en el primer escalón de la tribuna… ‘Unión Estalinista’ enmendó el asunto invitando al reticente Don Josefo, que vivía demasiado lejos y que solo se dejó convencer porque le regalaron una camiseta especial con el número ochenta, por su reciente cumpleaños. Nadie hurgaba demasiado en el extraño nombre de este equipo, que si se avispaban de su posible ascendiente comunista hacía tiempo se habrían autocensurado, tan católicos apostólicos romanos que se decían todos en el pueblo. Aunque el ‘correcaminos’ Cuzzani seguía tan enamorado como en aquel entonces, no sabía cómo pedirle a su mujer que ya no viniera a verlo jugar… ¡No


se atrevía a confesarle que la presión lo estaba matando! Ya había tanteado todas las argucias: si le restaba importancia al rival de ese día, Patrocla igual se dirigía firme a las gradas; “¿que quizás no se jugaría el partido por el calor?”: ella asistía puntual, con agua y sombrilla; “…que hoy seguro se quedaría todo el partido en el banco de suplentes porque estaba algo cansado…”: la fanática infalible le daba miel con jengibre, lo empujaba hasta la cancha y allí se quedaba, a sostener su conquistada vanguardia de hincha femenina en ese deporte machista. El culpable era él, al fin y al cabo, porque primero le había prometido nada menos que el título de Campeón a Patrocla. Pero el plantel era un desastre… Sus compañeros del equipo Parque 12 eran poco avezados en el adolecido oficio nacional de correr tras la pelota, aunque no se lo tomaban tan en serio como Brunildo, su angustiado centroforward de piernas aparentemente veloces, pero inocultablemente torpes. El ‘tractor’ Sanabria defendía el flanco derecho y estaba convencido de que debía proyectar sus sesenta y dos abriles y sus noventa y siete kilos al ataque. Pero tardaba tanto en recorrer el tramo entre ambas áreas que en ese lapso solían

acontecer

demasiadas

cosas,

especialmente

varios

goles

por

penetraciones en su zaga abandonada… El ‘loro’ Garmendia cuidaba el otro costado, pero se quedaba conversando con el juez de línea mientras los atacantes pasaban por su sector como pancho por su casa. Al ‘visco’ Zorrindes que no veía nada lo paraban en el medio campo para molestar y al ‘tuerca’ Acevedo lo tenían que ubicar de wing izquierdo, porque tenía un reemplazo


grande de metal en la cadera derecha. Y cuando tomaba impulso se iba inclinando para ese lado, en esperanzadoras diagonales de ataque que casi siempre terminaban con el infortunado en el suelo, reclamando penales inexistentes. El ‘araña’ Saucedo atajaba las más de las veces, cuando no tenía alguna crisis de riñones justo en día sábado. Atajaba de anteojos, gorra y un guante diestro, porque un triste accidente laboral le había dejado sin la mano izquierda… Así y todo, era por lejos el portero más espectacular del campeonato, porque la pequeña hinchada de Parque 12 lo compadecía y admiraba y por cómo volaba hacia los palos, aunque el balón entrara con demasiada frecuencia. Carlitos ‘peor es nada’ Ceballos, un ex domador de pocas pulgas, hacía de D.T. Comenzaba el partido y se transformaba, dando más instrucciones que Doña Emilia, la dueña del único comedor del pueblito a unos cincuenta metros de la cancha. La vez que Carlitos no se transformó y se sumió en tremenda depresión, fue cuando la Selección Nacional tuvo un estrepitoso fracaso en el último mundial de fútbol y todos se las agarraron con él: por pelado, por petizo y por caminar siempre como loco de aquí para allá gesticulante y tragicómico, como el técnico de la selección… Para consolarlo le dijeron que perseverara, que algún día lo convocarían a dirigir en un gran Club y ganaría casi tanto dinero como aquel papanatas. Y –por supuesto-, completaba aquella escuadra aparatosa, el centroforward más aguardado de la comarca: Brunildo ‘correcaminos’ Cuzzani, el renovador permanente de juramentos peloteros, marcado de cerca por el intenso amor de Patrocla...


Cuando ésta se convenció de que nunca ganarían un campeonato, le pidió por lo menos el premio de goleador. Pero Brunildo no le hacía goles ni al arco libre. Entonces, en los límites del desencanto y del enfado, Patrocla lo emplazó –la cosa ya no estaba para pedírselo amorosamente- para que convierta un solo y bendito gol dedicado a ella como Dios manda. Por supuesto que la exigencia esta vez vino acompañada de una amenaza tangible de no permitirle jugar más al fútbol. Incluso semanas más tarde fue a mayores y agregó el ultimato de echarlo de la casa, cuando se enteró de que el vecino de ciento cuarenta kilos le trajo un gol dedicado a Doña Chicha del último partido, lo cual más que una vergonzosa envidia ya era una verdadera tragedia para el paciente amor de Patrocla. ¡Cómo no iba a estar desesperado el loco Brunildo!… Se fue desdibujando el centroforward al hablar en secreto con el árbitro Justino Derecho Marcial, al cruzarlo en la cosecha de sandías un martes. Para colmo el imparcial juez de todos los partidos de los últimos quince años le sintió olor a cuento al desesperado drama conyugal narrado por ‘correcaminos’… Las siguientes veces, el desdichado delantero ya iba rematando aquí y allá su flaco orgullo rogando a cada arquero rival que se condoliera de su largo matrimonio. Sólo los ojos desencajados del pobre Brunildo y su promesa de dejar de jugar con su corazón enfermo y su mala suerte después de un único y nunca más atesorado gol, refrenaba a sus compueblanos para no insultarlo y quitarle la amistad.


Se terminaba el campeonato y casi se arregla todo… Pero aquella mala suerte que compungía a Brunildo volvió a aparecer implacable en esa robusta escobadura que creció entre el césped de la medialuna, para que su botín derecho se desvíe un centímetro y la pelota rozara por sobre el travesaño en lugar de por debajo, haciendo suspirar a Patrocla y a la necesitada parcialidad de Parque 12. Camino a casa, Patrocla le recriminó ese día su grosero puntapié, mientras su marido en vano quería disfrazar el tiro como de ‘tres dedos’, cosa que jamás se le había visto hacer al pobre hombre en la cancha… En ese último partido de la serie, un gol en contra milagroso le había dado por primera vez en la historia el pase a las finales a Parque 12. ‘Yegua’ Cardinale despejó con pifia en la zaga de ‘Unión Estalinista’ contra su propio travesaño y la pelota rebotó en la nuca del ‘muñeco’ Durango, cuya artritis no le permitió girar más rápido para verla venir, clavándola en el ángulo. Para los parquedocenses fue el pase milagroso a una ilusión inmerecida, más que a las finales… Para todo el pueblo el partido consagratorio del campeonato era un acontecimiento único. Se almidonaban los mismos atuendos coloridos que para los bautismos y casamientos, se pintaban con cal hasta las piedras sueltas y los arbustos secos y Doña Emilia cocinaba triple para los festejos, porque sin importar quien ganara ese día hasta las mascotas se saciaban a gusto.


Se colgaban guirnaldas en el campanario y en los dinteles de las casas como si fuera navidad y los dos equipos emperifollados marchaban media hora antes al campo de juego desde la iglesia, luego de las bendiciones del cura, que por las dudas incluía un severo sermón sobre el respeto, el perdón y la no violencia… La única bocina que había oficiaba de radio propaladora en el techo del comedor, haciendo sonar al ‘monito’ González contando lo que mal podía ver desde arriba de una mesa de la galería, porque los cables eran cortos y su vista no era de lince. En los lapsos en que no se podía adivinar qué diablos pasaba en la cancha, ventilaba con voz metálica los chimentos harto conocidos de cada equipo, confiando en que entre la gritería de la tribuna nadie lo escuchara. Y mientras mandaba corriendo a los gurises a cambio de caramelos a fisgonear de cerca para que volvieran con novedades, ‘monito’ era suficientemente feliz masticando chacinados y disfrutando su vaso de licor casero, gentileza de Doña Emilia para que cumpliese en mejores condiciones su tarea de insigne relator. Los integrantes de Parque 12 estaban eufóricos, porque si habían llegado hasta allí por algo sería… Y porque en ‘Los chungueados’, el otro finalista, un mediocampista jugaba con gripe y un delantero estaba desconcentrado: se había escapado del velorio de su abuela Anselma que recién quiso morirse a los 109 años ese sábado a la madrugada. Sólo su inseparable perro Tico le quedó llorando mientras todos fueron al partido. La expectación era total y el pitazo inicial del impertérrito Justino Marcial rebotó contra el silencio incierto del pueblo entero. Recién ante el primer foul mal cobrado los reclamos de Patrocla despertaron a todos en la sudorosa tribuna,


justo cuando se escuchaban los primeros chillidos de la bocina del comedor y el cura meneaba la cabeza. A partir de allí todo fue entusiasmo en las gradas y entre los árboles… Las risas, las protestas y los gritos de aliento marcaban cada corrida y cada pase de los esforzados veteranos. El calor obligó al referí a detener el juego varias veces, mientras algunos gurises hacían caer las últimas mandarinas al sacudir fragorosamente las ramas en las alturas, como si estuvieran en la popular. Los dos primeros goles contra Parque 12 llegaron más pronto que tarde y al iniciarse el segundo tiempo, ‘Los chungueados’ enmudecieron a sus rivales con otro golazo de cabeza e inmediatamente otro en fuera de juego, que rápidamente anuló Justino. Parque 12 se mostraba más lento y casi resignado. Pero en un trabajoso avance por la derecha, el ‘tractor’ Sanabria tiró un pelotazo al área grande casi sin querer antes de que se le saliera el calzado, sin ver que el balón había descendido a los pies de Brunildo. ‘Correcaminos’ se enredó largamente en sus piernas y en su acumulada ansiedad, mientras pretendía una quijotesca gambeta a la izquierda y la hinchada se ponía de pie con las manos en la cara y los ojos más abiertos que nunca… El amenazador número dos de ‘Los chungueados’ salió a cortarle el camino en el borde del área chica cuando un compañero le hizo trastabillar, arrojando su metro noventa y pico contra la humanidad de Brunildo, que se desparramó sin fingimientos como si lo hubiera arrollado un tren. El grito ensordecedor de la hinchada y el silbatazo enérgico de Justino Marcial que venía trotando con dificultad a unos treinta metros, se confundieron en una sola cosa… El brazo derecho extendido lo precedía al


árbitro como una tabla que nadie doblaría, enfilando hacia el punto de los once pasos, ante la algarabía incontenible de los simpatizantes de Parque 12. En seguida, sin embargo, aminoraron ostensiblemente sus festejos cuando vieron que Brunildo, que había recuperado el aire después del respingo, se abrazaba a la pelota como un toro en celo, defendiendo a los empujones y brincos la única e impostergable salvación de su amor imprescindible…: patearía el penal de su vida, aunque nunca había acertado uno. A todo o nada. Al enterarse en diferido por los gurises, el ´monito’ González se atragantó con un pedazo de mortadela allá en el comedor y no pudo relatar más por el resto del día. Los hinchas se persignaban mientras no se animaban a mirar a Patrocla ni hacia la cancha, como si un presagio de desventura hubiera cambiado el clima y los ánimos entre los tablones de ese pueblito desfamado y perdido en el mundo. Brunildo ‘correcaminos’ Cuzzani hizo los primeros pasos sin sentir las piernas, al borde del pánico y del desvanecimiento… Le pareció ver entre la nebulosa de sus miedos que había más de un arquero bajo los tres palos. Pero ya no podía echarse atrás, muy cerca de la pelota. Apuntó fuerte al medio y el balón le rebotó fulminante en la frente al arquero que había cerrado los ojos, tan asustado como el chuteador. El calamitoso y encariñado centroforward se había tropezado con sus propios tobillos y fue cayendo como en cámara lenta antes de dar un panzazo al suelo, desmayado, mientras sus talones flotaban en el aire como grotescas marionetas sin destino…


Por fortuna, su talón izquierdo chocó con la pelota rechazada, que con una inusual trayectoria terminó hundiéndose en la red por encima del arquero que aún no había podido volver en sí después del pelotazo. Más tarde, cuando Brunildo Cuzzani despertó, vio que la cara de Patrocla muy cerca de la suya resplandecía desde los ojos hasta los dientes, que dibujaban en su mujer una sonrisa espléndida que parecía rejuvenecerla más de treinta años... Brunildo supo después que la cabriola más afortunada de su vida había reparado su orgullo y su felicidad para siempre. Aunque él sostenía ante cualquiera, impostando una expresión de talento indiscutible, que la había hecho ‘de lujo’ intencionalmente.

Desde entonces, el ídolo de oropel pasa junto a la canchita de la gloria, sin poder evitar preguntarse si resulta más arduo el fútbol o el matrimonio…

Él siempre sospecha que lo primero.


CORTEJANDO A MARÍA.

La idea se me ocurre ahora que movió su Dama negra a ‘g4’, rodeada por sus intimidantes peones en ‘g5’ y ‘f4’, típicos de un Gambito Rey… La desprolija posición con mi monarca en ‘f1’ ya impedido de un acogedor enroque parece pintar mi propio presente. Ayer Romualda gastó sus últimos y demasiado frecuentes raptos de paciencia y me echó de la vivienda. No la culpo. No me llevé nada porque ya nada tengo, más que mis rutinas de autodespojo… Una parte del dinero del arriendo (solo en una ocasión logré darle el total de una vez y en tiempo) la dilapidé el pasado lunes en la Cervecería Peña cuando María del Rosario volvió a desairarme el domingo. - “Te toca” …- me dijo Marcelo, con cara de guasón. Seguro de sí mismo y de su posición con negras. Y de su historial conmigo, especialmente desde esa noche en Lobería cuando le gané una única partida frente a unos amigos suyos y su enojo se aferró a mí sin soltarme hasta ganarme decenas de partidas en el hall del hotel esa madrugada. No sé si lo quiero y admiro tanto o si lo detesto. ¡Hace todo bien! -incluso absolverme siempre-, pero en este momento es un reflejo imposible para el contraespejo de mi humanidad desahuciada…


Ganarle esta partida en Plaza Italia frente a tantos aficionados mirones sería para mí alcanzar el cielo. No tanto como alcanzar por fin la aquiescencia de María del Rosario. Acaso mi única esperanza de volver a ser. Sacrifico mi Alfil en ‘f7’ sabiendo que no caerá en la trampa y -claro- mueve su Rey negro a ‘d8’, dirigiéndome de nuevo su sonrisa y mirada punzantes. Juego mi peón a ‘h3’, amenazando su Dama sólo porque la única casilla de escape que le queda es ‘g3’… Sin pensar demasiado y sin mucho convencimiento. Como quien invita un trago a alguien temiendo de antemano su negativa (María del Rosario rechazó mi convite las dos últimas veces en Olivers Club, advirtiendo mi obsesión). Una señora gruesa con dos pequeños atraviesa apurada la Plaza cerca de la mesa y observo unos segundos su expresión de ‘deberían estar trabajando a esta hora de la mañana’. El flaco Miguel Horacio y el circunspecto Miguel Álvarez, absortos con una mano en sus mentones analizando la partida con más placer que quienes la jugamos, me recuerdan que debo concentrarme de nuevo en el flanco Rey. - “¿Podré atrapar su Dama?” -, pienso. La adrenalina comienza a juguetear en mi cuerpo… - “Seguro que Marce tiene todo previsto, como siempre” …-, me contesto. Mi única pieza que puede atacarla en ‘g3’ es mi Caballo de ‘b1’ en dos movimientos. Así que mecánicamente lo dirijo a ‘c3’.


Y de repente la cara de Marcelo es la misma que en Lobería. Me parece tonto y obvio descubrir en este momento que leer la expresión de mi rival (o saber disimular la mía) revela mucho más que nuestros nimios saberes y desnudos sentires durante una partida. O durante la terneza del amor… ¿Qué leerá María del Rosario en mi rostro? ¿O en mi talante, en mi manera?... ‘Ac5’ amenazándome Jaque Mate con su Dama en ‘f2’ me parece desesperada por parte de Marcelo. Pero no quiero subestimar su gran capacidad de calcular jugadas, por las dudas. Juego peón a ‘d4’ y de nuevo veo su cara. Él mira el tablero y mira el reloj de ajedrez nervioso, pero ya no me mira. Yo miro las caras de expectación en torno a la mesa para consolarme y atesorar algo irrepetible, tan irrepetible como encerrar la Dama al genio de Marce en un ‘Blitz’ al aire libre y con público. O como atinar las maniobras y los lances perfectos para reconquistar a María del Rosario, si pudiera. Un minuto después las caras sonrientes aplauden a Marcelo, como no podía ser de otro modo. En un vertiginoso ‘ping pong’ me comió casi todas las piezas a pesar de que le capturé la Dama, haciendo honor a su imbatibilidad en partidas rápidas. Nos vamos dejando atrás un coro de petulantes analistas en la mesa. Marce examinó mi semblante, sin duda, y apuró la despedida con los parroquianos, pasando su brazo sobre mi hombro: - “Estoy mal” …-, le digo, quebrado,


rodeando la esquina de Santa Fe y Sarmiento. –“Y sabés que no es por la partida…” -, le advierto antes de sufrir alguna de sus bromas. Me escucha antes, durante y después de las generosas copas que bebemos, como siempre. Como buen amigo. Como buen amigo me facilita lo suficiente para alquilar por una noche. Y como no podía ser de otro modo, jura ayudarme a buscar laburo y dónde vivir. - “Te hablo mañana” -, me dice. Y se va raudo, como siempre. Como jugando una rápida. La esquina del bar va alejándose de mí más tranquila que nunca. Miro la vidriera de Primal con cierta exaltación y distracción (“¡le encerré la Dama a Marcelo!” ...). Mis ojos se detienen en una imagen de ‘Menesunda’. Quizás porque a María del Rosario le gusta como canta Julieta Laso. ¿Podré reconquistarla? … Cargo por fin mis pies hasta el final de la larga escalera de una posada en la que no podré dormir en toda la noche.

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DOÑA JUANA Y EL GURÍ.

El pequeño en su regazo no cesa de observar la luna. Ojiabierto. La luna nueva muy resplandeciente posa cariñosa su sobrante de luz blanca en sus iris marrones. Sus grandes ojos llenos de embeleso la convidan a su vientre, que enflaquece más aún que en los últimos meses cuando se la convida a sus piecitos, que de tan barrosos la apagan hasta casi desvanecerla. Mueve graciosamente los deditos teñidos de sus primeros pasos en el patio de tierra de la finada Minga, donde repentinamente los nubarrones de tragedia opacaron luna y esperanzas el pasado miércoles. Mamá Minga ya no está y las tías se mudaron a Buenos Aires con paradero desconocido o demasiado conocido para ventilarlo. Fue suficiente que hace unos años se fuera Angélica -la primera en buscarle destino a su cuerpo lejos de los murmullos del Barrio- para que, a cada tanto, a cada pobreza, a cada aborto o a cada violento desaliento, migraran algunas mujeres hacia el desesperado desencanto capitalino… Ningún nubarrón noctívago escondió la luna hasta que Queco se durmió, con un casi silencioso canturreo en guaraní con el que Doña Juana extendió hasta el aura los difíciles intentos de aflojar su corta inocencia de once meses y su futuro incierto.


Al otro día la matrona terminó su amasado temprano. Una de sus hijas del corazón se quedó horneando y ella llevó sus canas y sus pasos sobrios hasta el centro. – “Tengo un nuevo gurí” …-, le dijo a Rojitas, el boticario. El hombre lo tradujo como ‘otro ahijadito del alma’ en su sabida imaginación, antes de prodigar unos pañales de telas blancas sin miramientos. Y biberón y leche, como era menester. Quién le negaría ayuda a una paraguaya de edad inenarrable y tan desprendido corazón que se había transformado con los años en la madre de casi todos en la barriada más nutrida cerca de las ruinas de la ex fábrica citrícola. Queco creció rápido con el juicioso sustento de Doña Juana y los mimos y picardías de tanta vecindad que lo adoptaba de pasada o de a ratos, los días del merendero. - “Si ríe y llora todo el tiempo es porque está sanito” -, le porfió la gringa vecina del almacén de enfrente cuando Doña Juana deslizó su preocupación por los casi tres años del gurí durante el mate de esa tarde… Sin embargo, acostumbrada a los sobresaltos de las calles y del destino, a la anciana le corroía un molesto desvelo esos días. No tardó en confirmarlo cuando un domingo el alboroto en el barrio le trajo noticias sobre una de las tías meretrices desarraigadas… Al otro día estuvo sentada con Mery discutiendo.


- “¿¡Y qué vas a hacer con él en Buenos Aires!?” -, no pudo evitar imprecarle Doña Juana con mezcla de reprimenda, miedo, impotencia, bronca. – “¡Es muy chiquito!” … Mery se marchó al rato con tajante recado de que ‘mañana a las siete’. Con una tristeza de antaño, Doña Juana la observó irse con su firme y llamativo andar de costumbres compradas y atuendos vistosos. Mucho más allá, más arriba de la controvertida figura de Mery en dirección al Paraná, la octogenaria buscó rezo y esperanza entre las escasas nubes del horizonte que rojizamente se dejaba atardecer sobre el río. El mismísimo rezo que venía practicando desde que la misma Mery anduvo regocijándole el regazo en los inviernos fríos, no más de veinte años atrás. Queco correteó toda la tardecita a su alrededor, mientras Doña Juana intentaba acariciarle la cabeza y sonreírle más que de costumbre y Don Chico intentaba no mirarla directamente a los ojos, revolviendo más que de costumbre el ‘borí borí’ de pollo, predilecto de todos los acogidos del corazón de esa casa... Cuando su pancita quedó colmada y sus piernas abatidas, Queco por fin aceptó el anhelante regazo de Mamá Juana que ya le iba quedando angosto. Ella buscó en vano esa noche, sobre su blanca cabeza. Entre las lustrosas hojas de paltas que sus lágrimas mecían allá arriba al ritmo del sillón hamaca que la consolaba en el patio, no pudo hallar una luna resplandeciente para su gurí.


DESGRACIADO VIENTO NORTE. I El hombre tuerto sintió el crujido del carro al golpear la rueda en la piedra, ni bien subió la primera cuesta fangosa tras vadear el arroyo Liso… Viláo había nacido en Profundidad, cerca de Candelaria, y había aprendido los oficios camperos de su exigente y atolondrado tío portugués. Su ceguedad izquierda al nacer ya había significado mal presagio entonces para la comadrona Ladmila, que decía saber leer las cartas y desconfiar de maleficios y brujerías… Cuando se aquerenció con Liboria en Fachinal, donde contrajo un reacio y pasajero conchabo en la olería, creyó definitivamente que la comadrona había exagerado. Él no sospechaba que se irían pronto a Colonia Taranco, para no volver nunca más a ese terruño… ----------II El niño de seis años rebotó levemente en la banasta a pesar de los lienzos con los que su padre la amarró cerca suyo junto al pescante y la caja de balaustres, por seguridad. Aún no habían recorrido ni la mitad del camino… El arduo peregrinar desde Colonia Taranco bajo lluvias y vientos fuertes, que no aflojaban desde hacía un mes, tenía exhausto a Viláo. Ya no pudo posponer la visita al


viejo galeno de Cerro Azul, ante la debilidad del pequeño cuyos vómitos y fiebre no disminuían sobre la carreta. Los bueyes ya no eran jóvenes y estaban habituados a la rutina de la pequeña chacra, pero no a semejante esfuerzo en los trillos y caminos serranos que ahora se habían vuelto extremadamente barrosos, lluviosos, ventosos… El toldo azul que improvisó sobre cuatro montantes de hierro en los ángulos estaba pretendidamente reforzado por unas bolsas plásticas para el mal tiempo, con algunos jirones surgentes y viejas correas con hebillas que sujetaban el conjunto. El frágil cobertor quizás disimulaba la negrura en el cielo cubriendo a medias a la criatura, cuyos párpados hinchados por la endemia de la vinchuca no tardarían mucho en reemplazarlo… ----------III En la casa húmeda de madera se quedó Liboria, en Taranco. Velando por los otros tres. Dos con sarampión -la de nueve y el de siete y medio- y el de cuatro años con síntomas no tan severos también del Mal de Chagas. Su mujer venía maldiciendo hace muchos años por la mala suerte. Desde que el árbol grande cayó sobre la casa y desde que le agarró influenza grave a Viláo, todo al mismo tiempo, con una neumonía que casi lo hace sucumbir. Desde


entonces al pobre hombre lo tienen a mal traer sus frecuentes dolores en el oído y su padecimiento renal. Al tiempo ella contrajo la “chupadora” y transmitió el mal a su tercer hijo durante el embarazo. Liboria y Viláo habían sido advertidos por sus compadres, al erigir su rancho con muchas rendijas en la madera y los corrales muy cerca… Pero Viláo trasladó el gallinero y el chiquero a casi sesenta metros cuando comenzaron a llegar los críos y ella mantenía ordenada la casa y sus alrededores. Fatigosamente, ventilaba diariamente los catres y limpiaba detrás de los escasos muebles y objetos. Y los cuatro perros dormían fuera de la casa, como les sugirieron, a buen resguardo. – “¡Hicimos de todo!” -, se lamentaba la mujer. Ella continuaba aplicando lociones refrescantes caseras sobre el desagradable sarpullido de los dos mayorcitos, mientras controlaba la fiebre y el apetito del más pequeño. Pero no dejaba de escuchar con recelo y temor el amenazante clima allá afuera… -----------IV Esa amanecida de miércoles Liboria escuchaba entrecortado su aparato de radio, una antigua ‘Telefunken’ a válvulas con carcasa de madera que


funcionaba aún con dos teclas rotas sobre el viejo bargueño obsequiado por su madre. Movía el dial nerviosamente y reacomodaba el voltímetro en busca de una escucha nítida y de noticias alentadoras… No podía saber, en medio de esa oscura mañana y del temporal que continuaba afuera, si el tacuapí y la varilla mantenían aún erguida su altura de improvisada antena contra la pared exterior de la cocina. Los quejidos del menor en la esquina de la morada eran apenas oíbles tras la voz de la emisora: - “Un intenso viento Norte, con ráfagas de hasta sesenta kilómetros por hora, precederá mañana el arribo de un viento Pampero del sudoeste, con ráfagas … que pueden registrar sesenta y cinco a … kilómetros por hora en el Sur de la provincia” ... – Fue en busca de unos mendrugos de pan y el pote de melaza para saciar los cuatro hambres, atenta al transmisor… - “El intenso vendaval será causado por una depresión en la alta atmósfera que generará lluvias débiles el viernes, de cuatro a diez milímetros. …Por debajo, en capas medias de la atmósfera, ingresará un frente polar el sábado a la tarde, impulsado por el Pampero a temperaturas muy bajas…” – La nena de nueve despertó enseguida después del de siete años y medio, para sumar su somnolencia a la frugal mesa donde humeaba una promisoria marmita recién agregada del cotidiano cocido con leche.


- … “Ello provocará un violento descenso de temperaturas en superficie desde los veinticuatro grados centígrados de la mañana del domingo a cuatro o cinco grados en la tarde del mismo día… acompañando las lluvias a muy bajas temperaturas y con una bajísima sensación térmica”. – Liboria atendió en el jergón al de cuatro años que parecía algo mejorado. Pero solo pensaba en Viláo y el de seis, tan desmejorado, pasando en la intemperie quien sabe qué severidades en esos días de porquería… ----------V Al sentir el crujido, el hombre tuerto protegió a su hijo tanteando su ardiente cabeza y saltó desde la parte anterior de la caja mientras los bueyes se inquietaban demasiado ante los relámpagos crecientes. Aunque había incorporado el freno de manivela, por las pendientes de la zona, no confiaba en los desgastados frenos de disco y en la ballesta delantera izquierda del carro, cuya gemela traía atada con alambre galvanizado. Su escasa anchura de eje no aseguraba estabilidad en el cerro y el camino estaba socavado con la incesante lluvia. Revisó el soporte y el punto móvil remendado con alambre. Al meterse bajo el eje para revisar los radios de la rueda varada alumbró una dañada parte de la pina que no le pareció peligrosa… Si le pareció, al tomarse con una mano del tiro, para salir de abajo, que este se movía…


No tardó dos fucilazos más la yunta en desencadenar el desastre. Cuando quiso correr y subir para aferrar las riendas, resbaló sus pies en el lodo cayendo una y otra vez perdiendo la linterna y el aliento… Vio con desesperación la silueta del carro volcándose hacia la derecha, en el contraste del resplandor de las descargas eléctricas… Corrió como pudo con las manos adormecidas por el barro y las caídas y al lanzarse por el barranco rodó hasta amortiguarse en el toldo antes de golpear las rodillas contra los soportes de madera y hierro. Su único ojo asustado buscaba un niño y una canasta, frenéticamente… Por milagro, los trapos mal atados yacieron al niño cerca del banasto y lejos del avecinado precipicio, junto a dos o tres matojos débilmente inclinados. Cuando Viláo terminó trabajosamente de trepar mientras los relámpagos cedían, pero no la lluvia, aflojó recién el agarre para no lastimar el cuerpecito aterido… Deseó que el calor que sentía fuera el del pequeño afiebrado y no de sus estresados músculos que casi lo desmayaban. Avanzó sobre la noche y bajo cada vez menos lluvia, con aflicción y precipitación. Mucho más que las que había sentido nunca en su adversa vida de chacarero infortunado… Caminó hasta que su entrecortada respiración entre secreciones nasales y los dolores en todo el cuerpo le devolvieron el mal recuerdo de la influenza, que casi lo mata pocos tiempos atrás.


La criatura en sus brazos mezclaba con los suyos sus latidos anómalos y sus escalofríos. -----------VI Liboria salió de la casa a otear cuántos árboles caídos y demás estragos había dejado el maldito viento norte y sus feroces precipitaciones esta vez. El plateado horizonte espejaba aún un poco de esperanza sobre su rostro desgastado que fruncía entre sus cejas la incógnita del paradero de los viajeros. Los perros rodeaban con desidia los corrales, pareciendo cumplir con la inspección de algunos polluelos que sobrevivieron. La mujer, acostumbrada a los rigores del clima y del cuerpo, no podía sospechar que Viláo y el niño no volverían…


COPERNICO Y EL DIABLO.

Los cielos desde siempre me tenían intrigado. Cuando gateaba no. A juzgar por los relatos de mamá Bárbara… Decía que era muy chico y que era necesario mirar hacia abajo… Que entonces me daban curiosidad los insectos, que algunos me había comido, a juzgar por algunos escándalos de Estagira, la niñera. Que después pude sentarme sin caerme y miraba adelante y a los costados y que ahí descubrí las puertas y los cajones con libros, que algunas páginas había roto y mordido, a juzgar por algunos escarmientos de Jenófanes, el abuelo. ¡Ah! ...: y que descubrí las patas de las sillas y las sillas, cuando ya fui un poquito más grande, me dijo. Y que gracias a las sillas mis piernas me ayudaron a mirar por las dos ventanas más grandes que se abrían en ese universo encerrado. El lugar estaba lleno de cosas para mirar y tocar y desconfiar y rasgar, decía. Pero que yo prefería las ventanas, me contó. Más aún cuando mis piernas se estiraron otro poquito y me aferraba largamente a sus mochetes para comenzar a mirar por fin hacia arriba, perplejo, me narró mamá. O mirar nuevamente hacia adelante, cuando me aferraba a la ventana de la izquierda. Porque por encima de esa casita pequeña de Esquilo (el vecino pobre con un pobre perro encadenado), yo podía ver lejos, mucho, mucho más allá de sus cobrizas tejas remendadas.


Incluso hasta donde el cielo de Thorn parecía moverse tocándose con la tierra, que a su vez parecía intrigantemente inmóvil… Mi tío el Obispo intentó persuadirme más adelante de que esto era realmente así porque un tal Josué lo había dispuesto en las escrituras consagradas. Lo mismo me insinúa ahora Tertuliano, uno de mis rudos enfermeros, invocando tantos y tantos versículos de Efesios que no respeta estas tremendas jaquecas que no me abandonan. Que el demonio me acecha porque continúo desquiciando entre los planetas mi espíritu libre, me insinúa… Pero volvamos a las dos ventanas. Cuando me aferraba ya al rebajo del ventano de la derecha, porque ya podía abrirlo de par en par, porque ya se habían erguido mis piernas y mi curiosidad lo bastante, esforzaba mis ojos día y noche bien arriba por encima del olmo robusto del oeste, a escasos sesenta metros de la casa. Allí las nubes y las estrellas ¡también parecían moverse!, no solo los ánades reales que volaban a media mañana. Aquello también me intrigaba y confundía. Cuando varios años después encontré un astrolabio entre los utensilios de una biblioteca boloñesa, mis piernas, al revés que mi obsesión y mi incipiente barbilla, ya habían dejado de crecer. Entonces me extasiaba, me extraviaba entre lunaciones, epicíclicas y dragones comiéndose al sol en un eclipse, mientras más y más suposiciones condenatorias ya no me dejaban dormir tranquilo. Y después, mudé unas setenta y cinco millas mis piernas iguales y mis desiguales alucinaciones, para sufrir y sufrir a uno de mis tutores patavinos. El


mentor, cada vez que yo enfocaba el visor de mi nuevo sextante hacia algún desesperado indicio de que nos movíamos alrededor del sol, me aturdía con tontas inquisiciones en lugar de leerme los números de la escala…: - “Mikolaj, ¿podremos ver el trasmundo algún día?” … -. – “¡Tú intentas revolucionar las esferas celestes!” ...-. – “¿Servirán tus nuevas aproximaciones al genovés Cristoforo Colombo que vuelve a partir a las Indias?” -. Y reproducía su fastidio casi sin inhalar…: – “¿Dices en serio que el Sol se mueve respecto a las estrellas?” …-. “¿Qué ha de ocurrir con el calendario juliano, Mikolaj?” … - “Su santidad el Papa III no estará de acuerdo con ello, ¿no?” -, condenaba entonces, al igual que Tertuliano y Melancthon (mi otro férreo enfermero luterano) ahora, aquí, en esta reclusión. – “¿Qué opina el maestro Leonardo de tus retrogradaciones planetarias? ¿Las aprueba?” …-, machacaba. Menos mal que muchos meses después me alejé a esas murallas altas de Frauenberg donde seguí avizorando arriba el Orbium Coelestium. Ya sin los martirios de aquel tutor de Padua, pero con los propios miedos atormentadores (¿me vendrá el maligno de la biblia de Job por atreverme a invertir los cielos? …).


Mis piernas y mi paciencia siguieron del mismo largo entonces, aunque más temblorosas. Aún no me tiemblan las manos, eso sí, cuando sigo escribiendo ahora, en Frauenberg. Sólo que ahora tanto mis piernas como mi flacura no se mueven más sobre este lecho, pero mis vacilaciones y jaquecas aún sí. Los enfermeros no ceden en su celo y acoso y hacen inútiles mis intentos de esconder mis alegatos astronómicos (¡Me temo que son Melancthon y Tertuliano los rostros del diablo del Evangelio de Mateo!). ¿Serán injuriosas mis verdades? ¿Por qué no advierten posible algo tan sencillo como la paralaje estelar sin sentir afrenta?... Sólo espero que ningún ignorante asno presuntuoso corrompa mi obra, antes que la serpiente del Génesis me posea (¿debo temer? ...). Tertuliano me ata nuevamente hasta lastimarme las muñecas mientras el otro me sujeta los tobillos, como si por gracia de Dios pudiera de repente volver a moverlos (¿Estoy demente o es sólo esta terrible neuralgia? ...). Y gruño con escasa fuerza: ¡No estoy loco!... ¡No estoy loco!... Quiero que, de una vez por todas, me aparezca vívido ese gran dragón del Apocalipsis en esta noche oscura privada de planetas y estrellas. Lo estaré esperando bien despierto y mirando arriba.


EL FUNCIONARIO Y EL OTRO.

Meticulosamente se afeitaba a las cinco con una navaja mango ‘snakewood’ con muesca de fígaro. Al empuñarla parecía transportarse cada mañana, en el espejo que rehuía mirar fijamente, hasta Sheffield, a alguna casa de barbero del año 1750. Allí, presumía que un filo cóncavo de acero al carbono le cerraba despreocupadamente los ojos para escuchar con la cabeza echada hacia atrás las primicias de la cubertería nórdica o alguna que otra hablilla de palacios… Todas sus cavilaciones de soltero antigregario y metódico lo llevaban frecuentemente a otros lugares y tiempos para no angustiarse con cualquier cargante innovación. Ni en su doméstica rutina ni en su trabajo. Desayunaba cinco y media y salía un rato antes de las seis. Estacionaba el Gordini 850 con su extremo lustre justo debajo del lapacho de la esquina que le daría calurosa y apropiada sombra desde las once. En otoño llegaba unos minutos antes para ganar la protección del gomero de al lado desde un poco más de las diez. Cuando subía los tres primeros escalones hacia su oficina del ayuntamiento, tras el saludo de diaria sobriedad a Sinforiano, el de maestranza, su primera gota de sudor le anticipaba a Manuí, el nuevo del escritorio de al lado. La segunda gota en la última grada lo inundaba de preocupación por los fárragos y chanzas que aquel le tendría preparados…


Él tenía permitido entrar media hora más tarde como encargado del Departamento de Asuntos Administrativos y Jurídicos, pero prefería adelantarse a los Jefes de Sección y demás funcionarios superiores. No solo para ocupar la sombra del lapacho amarillo. - “Buenos días” …-, saludaba, evitando mirarlo al nuevo de al lado. Y Genoveva acomodaba sus gafas grandes y elegantes para contestar con su sonrisa, cada vez, desde el escritorio de la derecha. Manuí reía y subvertía el escenario de aquella oficina pública plagada de papeleo y formalidad desde el escritorio de la izquierda. Había llegado tres semanas atrás con el padrinazgo del jefe de sección y con portación de apellido. Poco eficaz como escribiente, pero innovador y ocurrente. - “Buenos días Gregorio Las Heras Belmonte Brañas” -, comenzaba Manuí, que le había espiado el primer día sus fichas y le había agregado ‘Las Heras’. – “¿Quiere un café tibio con medio de azúcar y leche fría de ordeñe?” -, continuaba, con información escamoteada de la cocina y una sardónica sonrisa bajo sus bigotes lampiños. Los primeros días los siete compañeros de oficina le reían las bromas. Incluso Gregorio, con disimulo. A la semana ya solo meneaban la cabeza, agachándola sobre los expedientes. Y Gregorio sonreía nervioso sin responder llevando su humanidad previsible y su vestidura impecable hasta el pupitre más ordenado de la sala, el único con escabel para un portafolios con asas, que sólo él usaba.


Los días pasaron casi demasiado iguales: navaja, desayuno, Gordini, lapacho amarillo, escalones sudorosos, saludo e importunación. …Navaja, desayuno, Gordini, lapacho, escalera, ‘buenos días’ y más y más desagrados. …Afeite, desayuno, estacionamiento, escalones, sudores, escueto saludo, chascos. …Rasurada de las cinco, desayuno cinco y media, aparcamiento casi a las seis, veintidós gradas, dos gotas de transpiración, un saludo mascullado y más embestidas mordaces… ...Barbeado tembloroso a las cinco, refrigerio desganado cinco y media, estacionar a las seis, subir cansadamente los escalones, varias gotas de sudoración, saludo de cabeza sin hablar e irremediables e hirientes excedidas de Manuí… Genoveva disimulaba sus ojos preocupados tras sus gafas, que le seguían revelando la gradual delgadez de Gregorio, que ya no la miraba. Ella no creyó en la coincidencia de aquel desdén con haberse ido montada en la moto con Manuí hace unos días. …Espejo, ojeras, desayuno frugal, estacionamiento en cualquier lado a las seis, ascenso furioso de escalones, ningún saludo al entrar… Los ardides de Manuí se sofocaron de golpe. Los aullidos de Genoveva sacaron a los otros compañeros de sus oficinescos menesteres recién iniciados, para


reparar en Gregorio: flaco, con una sonriente barba incipiente, los ojos muy hundidos, pero más brillosos, limpiando su navaja barbera delicadamente con un pañuelo blanco. Guardó el elegante e improvisado estilete de filo cóncavo en el portafolios cerrándolo con aturdimiento y paciencia. Descendió luego con destreza y potestad los veintidós escalones sin mirar atrás. Y Genoveva escuchó atónita el inconfundible motor del Gordini que se marchaba inmediatamente después, aún sin reaccionar… Recién comenzaba esa mañana de verano.


CONTRAPUNTO. ‘Y si llegan a escuchar Lo que explicaré a mi modo Digo que no han de reír todos Algunos han de llorar’… (J. Hernández. “Martín Fierro”. Vuelta, vv. 234 ss.)

Busco que destaque mi estilo surero ya en mi primera mudanza. Rudo y templado a la vez. - “Pa-pá pa-ra-pá… Pa-pá pa-ra-pá” - … - “Pa-pá pa-ra-pá… Pa-pá pa-ra-pá” - … En la segunda mudanza, en la vuelta con la izquierda, me embarullo un poquito. El cuero delgado de mis fundas de tiento deja los dedos de mis pies al aire, sucios de arrear y escapar. Pero al haber corajeado el cotejo sin quitarme las espuelas pasa un poco desapercibido... No para el Negro Ascasubi, que con mal ánimo me examina el taloneo como quién sabe del asunto. Me esmero en la postura,

- “Pa-pá pa-ra-pá… Pa-pá pa-ra-pá” - …


, queriendo corregir equilibrio e imagen en un solo zapateado. Y Ascasubi sonríe, burlón… - “Pa-pá pa-ra-pá… Pa-pá pa-ra-pá” …-, el Negro me refriega un temprano floreo, con cepillada y repique rápido, como quien quiere empujarme pronto al degolladero. En la tercera mudanza giro sobre los bordes externos de los pies en la ida y en la vuelta, como rebusque para desigualar los rincones de la pulpería en busca de gorros mazorqueros. Y el Negro también levanta la vista a su alrededor… Con las manos firmes en la cintura para mirar lo que miro, alerta.

- “Pa-pá pa-ra-pá… Pa-pá pa-ra-pá” - …

El Negro Ascasubi revolea el pañuelo punzó, dejándolo caer al suelo en el repiqueteo con contorsiones algo desgobernadas, clavándome los ojos para condenarme la más mínima expresión. Acompaso mi cuarta mudanza, redoblando el floreo para disimular mi intranquilidad y darme tiempo a pensar la encrucijada… La guitarra acomoda el punteo tratando de seguirme, como un lento rimado de polvo y persecución en el aire.

- “Pa-pá pa-ra-pá… Pa-pá pa-ra-pá” - …


Veo de reojo la entrada de la pulpería engolletándose de gorros punzó desde el camino hasta el palenque, para mi desdicha.

- “Pa-pá pa-ra-pá… Pa-pá pa-ra-pá” - …

Bajo el cobertizo ya terminó la riña de gallos y el jolgorio decide rodear nuestro atosigado malambo. En la décima variación repito algunos contoneos de piernas, con disimulo, antes de que el Negro termine de distribuir cabezazos como si me organizara la muerte en plena danza…

- “Pá pa-ra-pa-ra-pa pa” - … - “Pá pa-ra-pa-ra-pa pa” - …

Entrada la noche, la vihuela penosa y acalambrada pasa a zambearnos el desafío.

- “Pá pa-ra-pa-ra-pa pa” - … - “Pá pa-ra-pa-ra-pa pa” - …


- “Refalosa, Refalosa no te vas a refalar, porque viene la Mazorca y te puede degollar” - …

Y el Negro no afloja el conteste, desalentando mi pretensión de que el vaso grande de aguardiente pase más veces por su mano que por la mía. O de que los mal entrazados mazorqueros distraigan su embriaguez en las cuarteleras hasta el amanecer… - “Refalosa, Refalosa Refalosa ya llegó Venía buscando a un salvaje pero a ninguno encontró” - ...

Me tiemblan las rodillas ahora que el envalentonado Ascasubi mandó a uno de sus milicos colorados a encender las cuatro velas en el piso, esperando que mis lasos pies les den un refilón tras dos horas de confronte. Pero en su turno es ahora el Negro quien en dos ocasiones casi se sale del cuadro. A la luz tambaleante de las candelillas, su calzoncillo cribado escarlata muestra un deshilache en el bordado izquierdo. El chiripá del moreno aún parece bien dominado por su rastra, también púrpura, por acato a Don Juan Manuel… - “Allí va la bala allí va la flor,


que las manda Rosas para el vencedor.” - …

Acabo mi taloneo de zamba con un resuello y vigilo en su cintura el pequeño cuchillo curvo de doble filo, mientras él emprende sus últimos retozos frente a mí, con exagerados balanceos, como dándome involuntariamente una señal… ¡Al instante aprovecho para clavar mis dos facones en el suelo!… El negro me mira con recelo, algo aturdido por la gritería que provoco entre las cañas y las grapas del gauchaje. No me puede rechazar el duelo o el gentío desconfiará de su intrepidez para zapatearle a las filosas medias hojas que asoman del suelo. El cruento baile acelera nuestra sangre junto al alcohol y a los gritos cercanos de ¡’Viva la Federación!’…, ¡’Viva la Federación!’…, y la guitarra vuelve en otras manos a sus rítmicas seis unidades por compás, como azuzando la terminación de la fatigosa madrugada.

- “Pa-pá pa-ra-pá… Pa-pá pa-ra-pá” - … - “Pa-pá pa-ra-pá… Pa-pá pa-ra-pá” - …

Me valgo de un giro dificultoso que practica el Negro en esta vuelta con la derecha y arranco de un salto su pequeño cuchillo de la tierra para subirlo con fuerza, de oreja a oreja, como si yo fuera el mazorquero y no al revés…


Me doy vuelta algo chispeado y desentierro también uno de los míos y arremeto contra el silencio repentino de la guitarra y la mudez de la desorientada milicia. El lucero brilla en el cielo santo y los gallos con su canto me dicen que llegó el día… En el entrevero elijo a uno o dos mientras me van arrinconando… Elijo morir peleando. Elijo morir chuseado. - “Refalosa, Refalosa no te vas a refalar, porque viene la Mazorca y te puede degollar” - …

- “Refalosa, Refalosa Refalosa ya llegó Venía buscando a un salvaje…” - …

Pero ya lo encontró.


EL ALCALDE ‘TERERÉ’. A la generación del ‘murito’ y ‘Alterarte’. Y a los inauditos personajes de los pueblos, que nacieron para no ser olvidados...

Cuentan que… No. En realidad, yo lo viví, ahora que lo recuerdo más o menos bien. Las contiendas políticas habían dividido tanto al pueblito que ya nadie sabía quién era amigo de quién y enemigo de quién… Por las dudas ya nadie saludaba tan cortésmente como antes, ni tomaba demasiado en serio a la gente seria (sólo ocurría con Don Audelino, pero ya se murió) ni reía demasiado las ocurrencias de los menos serios (como Macaco, que tampoco está más). Sólo por las dudas, porque no se sabía si al mismísimo otro día el respetado o el festejado se cambiaba de partido o de grupo, o creaba un partido nuevo. Yo lo investigué… Solo pudo llegarse a este punto porque un día el abuelo Panquelo se enojó con los de su centenario partido y dijo que haría uno nuevo… Nadie le creyó. Pero a la semana se apareció con un desconocido de la capital con labia de poeta que, en plena tertulia, lo presentó al viejo como el candidato del flamante Partido de los Libres del Norte. Nadie conocía tal facción, pero el desconocido lo resolvió con encendido discurso y buen vestir… Hasta se pusieron de pie


algunos, por descuido, para aplaudirlo al final, dejando el mate y la torta frita a medio comer al costado del sillón.

Todo empeoró cuando el vecino de Panquelo, Don Chongo, no quiso ser menos y -aunque nunca había participado en política- puso también su sabiduría de setenta pirulos a consideración del electorado, de la noche a la mañana, antes que su maltratado bazo le apurara la vida. - “¿Por qué él sí y yo no?” … -, dicen que dijo, como único argumento durante toda la campaña proselitista. Y nadie pudo refutarlo… tan desgastados estaban los buenos argumentos y la credulidad ciudadana. Y al poco tiempo se lanzó a la arena política también Doña Porota, convencida por sus veinte hijos y su marido por sus dotes para discutir y educar. Y Don Candia, al que le dijeron que sus muchos parientes significaban muchos votos. Don Menso, el del floreciente almacén, una noche pensó -de puro distraído- en cuántas bolsas podría regalar a los vecinos con la mercadería de segunda mano que no lograba vender bien en su floreciente almacén; al otro día se transformó en candidato. Le siguió el dueño de la única pinturería del pueblo, la viuda dueña de la panadería, el peluquero de la salida del pueblo (el otro, el de la entrada, no quería saber de líos) y el hijo mayor del verdulero porque lo obligó su padre que era de poco hablar y lo necesitaba…


Ni hablar del carnicero, con lo afectos al asado que eran los muchachos los viernes en el truco, los sábados de casamiento y los domingos en familia. No se animó a ser candidato Recio Picamante, el ‘invendible’, el árbitro más conocido del fútbol de sábado, cuando el pueblo se detenía porque había que ir al partido y los quioscos estratégicamente abiertos frente a cada cancha triplicaban la venta de bebidas, pero inexplicablemente disminuían las de gaseosas… Recio temía -y todos sabían- que, si accedía al poder, se acabarían los lucros de demasiada gente, que volvería a la miseria. Se arrepintió de haber aplicado el reglamento hasta en los quioscos, ahora que ser candidato a todo el mundo le hacía apetentes cosquillas en la barriga. Hasta el cura tiró una indirecta desde el púlpito el primer domingo de abril…: de que se presentaría a elecciones internas si hacía falta, convencido de la persuasión de la palabra santa y del temor de Dios entre la congregación… Más tarde se desdijo, igual, acobardado, porque su apego a la timba que todo el mundo conocía le restaría muchos sufragios y colectas. Pero para cuando pegó el recule, el encono y la desconfianza entre creyentes contra los no tanto ya no tuvo vuelta atrás. Y así… Entre los escasos mil novecientos habitantes de la repentina capital de la participación ciudadana, casi un cuarenta por ciento integraba listas, en la convocatoria más honrosa de las democracias bienaventuradas.


Los que ya no tuvieron lugar -por dormidos, o porque su reputación de demasiado buenos o demasiado malos no se lo permitía-, andaban más desorientados que político sin tribuna. ¡Se habían presentado hasta los mosquitos!... Que menos mal no podían postularse porque ganaban por robo, en esos lares del trópico más húmedo y caliente del planeta. Entre el calor de abril y el mezquino fresquito de mayo, repartían panfletos a sus prosélitos tres policías y un ex policía, siete gendarmes, dos tímidos chacareros, cuatro amas de casa que se habían impuesto tempranamente al patriarcado y habían oído rumores alentadores sobre algo así como el ‘cupo femenino’, tres inspectores de comercio sin trabajo, un solo jubilado del correo (que contrataba un solo empleado cada vez que el anterior se jubilaba) y quien sabe cuántos más, que ese año se perdió la cuenta… Maestras,

porteros,

canillitas,

banqueros,

mataderenses,

buscavidas,

lustrabotas, empleadas cama adentro, dos esposas de pastores, tres ex esposas de políticos dudosos, desplumadores, el joven hijo del cartero y la hija del ferretero (para no dejar solo al de la verdulería), todas, todos, pretendieron probar suerte en la generosidad de las urnas. Los dueños de imprentas de las ciudades más grandes de la región estaban enamorados del pueblito. Y el gobierno, escandalizado y sin haber previsto jamás semejante calamidad de coraje ciudadano e intrepidez política, envió urgente al parlamento un proyecto de ley para limitar las postulaciones…


Un par de prefecturianos, unos pocos funcionarios y cuatro empleados administrativos se quedaron con las ganas, por ser muy amigos del árbitro Picamante, con menos sonrisa que estatua de prócer… Y los integrantes del conjunto musical ‘Cambá pororó’ se autoexcluyeron, dicen, para aprovechar las interminables contratas que suponían conseguir. Hasta empezaron a cambiarle las letras a las siete canciones del repertorio para quedar bien con cada candidato, por las dudas. Faltaba menos de quince días para aprobar las listas y menos de cincuenta para las emocionantes y nunca más indescifrables elecciones. Picaron en punta en la simpatía popular (las encuestas y mediciones ya no contaban en esa explosión confundida de muchos candidatos y pocos adherentes), el profe Chichón, Doña Porota, Culebra -el único inspector de tránsito del pueblo-, el viejo Panquelo, su vecino Chongo y un purrete de apenas veintiún abriles al que ni el nombre se le conocía. Lo único que se supo fue que no era hijo ni de verdulero, ni de cartero, ni de maderero, ni de ferretero. Tampoco de banquero o de político. El profe Chichón -quién confiaba demasiado en cuanto lo quería la gurisada para convencer a sus padres-, hizo pronta y astuta alianza con Don Chongo. La estrategia caía de maduro: juntar el entusiasmo de los chicos y su familia con el de los sexagenarios amigos del vecino de Don Panquelo, aquel que había iniciado el cívico despelote.


Las malas lenguas decían que en realidad armaron equipo porque ninguno quería perder al alma mater de la campaña: Don Gonza, el portero de la vieja escuela pública y de los bigotes frondosos… El viejo sufría, porque el aprecio que les tenía desde hacía mucho a ambos candidatos no le permitía apoyar a uno y no al otro. Don Gonza cocinaba como los dioses y reparaba todo tipo de aparatejo que existiera en el mundo -o por lo menos en el pueblito-, con o sin electricidad, con o sin solución… Una vez le insistió como un año y medio a una moderna y mágica máquina de hacer Chipa So’o, que alguien había contrabandeado del Paraguay. Le mostraba a todo el mundo que lo había logrado, pero se negó a consumir almidón por el resto de su vida, de tanto probar si funcionaba. Sus gallinadas al disco eran para chuparse los dedos y levantaban las energías de los hambreados y el coraje de sus candidatos con frecuentes excesos de jengibre… A Culebra le había resultado eficaz, en el inicio de la campaña, pararse en medio de la única y corta Avenida. Justo en el cruce del Banco, del almacén de Don Menso, de la carnicería y del puesto de quinielas… El inspector movía horas y horas las manos en lo alto, con impecable uniforme planchado y un silbato sin bolilla, permitiendo avanzar a todo bicho que caminaba, con ruedas o sin ellas. Hasta los sulkis, las bicicletas con gente sentada en el caño y las carretas con cabestros volvieron a circular por el centro, que ya hacía tiempo les estaba prohibido. A los pocos días buscó otras tácticas electorales porque no dormía de tantos calambres en los brazos…


Doña Porota quedó afónica de tanto discutir lo que raye y retar a los hijos, propios y ajenos. Pero no sabía hacer otra cosa. Fue tomando cada vez más té de limón con miel, después agua caliente con diez gotas de limón en ayunas y después hasta jarabe de azúcar y cebolla. Pero seguía empeorando… Cuando probó en su desesperación gárgaras de limón con el bicarbonato del almacén de Don Menso, casi se intoxica. Tuvo que callar una larga semana y los votantes comenzaron a ignorarla de manera estrepitosa. Don Panquelo, el involuntario iniciador del politicidio pueblerino, mantenía con relajante sobriedad a sus nueve fieles correligionarios de Libres del Norte en sus filas. Ni uno más, ni uno menos, hasta el día del sufragio inclusive. Y del ignoto candidato de veintiuno, se seguía sin saber nada. Todos los días amanecían nuevos chismes y especulaciones sobre amoríos mal habidos y pactos non sanctos en el pueblito, todos infundados, por cierto. Y los candidatos, amontonados, se chocaban entre sí en el frenesí de la cruzada cívica… Cuentan también -ese día no pude estar ahí-, que cuando bajaron las autoridades de la gobernación para el aniversario del pueblo -a veinte días de las elecciones-, no reconocían a nadie y saludaban a todos en medio del alboroto, sobre un escenario lleno de guirnaldas festivas que se prolongaba como dos cuadras. Antes de iniciar la ceremonia, tuvieron que rogar a varios


candidatos -casi a los empujones- que descendieran a hacer de público, para emparejar un poco la cosa y tener a quienes dar los discursos… La última semana, Recio Picamante todavía propuso proscribir a siete candidatos de aludida fama de depravados y otros casi tantos de narcotraficantes, pero terminó preso y sin poder votar, por falso testimonio. Ya faltaban sólo cuatro días para el domingo, en ese junio histórico de la contienda electoral adelantada. Nadie entendía por qué en esos últimos días el ‘Nene’ Benito -el amigo de todos, el de los braceos hasta el cielo cuando caminaba-, personaje querido del lugar, subía y bajaba del famoso ‘murito’… Arriba, ofrecía discursos y roncas carcajadas (por lo que todo el mundo pensó que se había contagiado de la inundación política, nada más). Abajo, volvía rápido a poner el pucho a medio encender a un costado de la boca y en el otro la bombilla del inefable ‘tereré’, sin el cual no lo reconocería nadie en el pueblo. Cincuenta o menos metros de ‘murito’, con la joven y justa altura para sentarse (esa hermosa posición que supo desestructurar la pose del pensador para agregarle distensión y bríos), con un árbol grandote detrás que parecía un guardaespaldas de futuro, destartaló para siempre la caricaturesca rutina conservadora… Todos descontaban el triunfo de la alianza entre Chichón y Chongo, ese viernes, cuando parecía tranquilizarse cansadamente la cosa.


Pero el sábado, en plena veda electoral, medio pueblo tuvo la certeza de que el ‘Nene’ Benito, respaldado por varios chicos buenos de más de dieciocho del Centro ‘Arco Iris’ -aunque parecían de menos, por lo alegres- se había inscripto el último día en la junta electoral, como infeliz broma de un vecino… El rumor comenzó a correr como reguero de pólvora en la madrugada del domingo entre los sufragantes, entre las autoridades de mesa (la mayoría traída de otro lado porque no alcanzaba la gente) y entre los fiscales... Nadie supo si obró la simpatía que le prodigaban todos a la inocencia del inesperado candidato o el hartazgo contra la politiquería de bingo ‘arreglado’. Tan peleados de pelear y tan divididos para dividir andaban todos, que no fue difícil que se sumaran a la aparente chacota… ¡Poder burlar a los políticos engreídos no se lograba todos los días! Y el ‘Nene’, sin soltar su emblemática jarra y el vasito con la bombilla del ‘tereré’…, ¡ganó las elecciones!, casi sin enterarse. La fanfarria de ese domingo por la noche fue interminable. Algunos reían en serio y otros lloraban de risa. Y ‘Nene’ Benito andaba en andas de aquí para allá, salpicando sin querer a los simpatizantes con el agua ya entibiada de la jarra y volcando sin querer un poco de yerba canchaba en la cabeza de Doña Porota, que no quiso dejar de ser parte de tan esperado momento.


Las mejillas de ‘Nene’ parecían acordeones de tanto dibujo arrugado de alegría. Hasta los ojos se le hicieron chiquititos de tanta sonrisa y sorpresa… Y esa noche dormía cinco minutos, macilento, y volvía a levantarse casi asustado, sentándose otros cinco minutos en el murito de su casa de la calle Alvear, antes de volver otra vez a la cama. Pero mientras se le aparecía la luna y se le desaparecía, se le aparecía y desaparecía, el acordeón de sus mejillas se arrugó hacia los ojos, desentonando un poco… Después le desentonó las cejas, como quebrándolas a dos aguas… Y ya no pudo dormir. Afuera, un pueblito de lunes amanecía perplejo por lo extrañamente acontecido el día anterior. Algunos especularon con que todos los jóvenes y no tan jóvenes habían votado a ‘Nene’ Benito sólo por el significativo recuerdo del ‘murito’, reducto de tanta vanguardia juvenil en pueblo de viejos, único escenario de campaña -arriba y abajo- del imponderable nuevo alcalde… Otros, que después de todo ‘Nene’ tenía buena memoria y conocía a todos, con maña y todo. Hasta de ‘Capo’ Rodríguez se acordaba, que también podría haber sido el protagonista de esta historia, cuentan. Los más osados especularon, en secreto, que ayudaron los votos desesperanzados de los homosexuales y travestis y de las mujeres sin nombre


que no podían denunciar los golpes de un tercio de los candidatos, casa adentro. O de los que no merecieron perder su trabajo para que otros acumulen… O de los trasnochados sin remedio, en las tabernas de la indolencia. Pero estas partes tristes de los aconteceres, de antes y ahora, de un poblado casto y bienquerido como el que más, no se contaban mucho, cuentan… Cuando el mismo vecino, arrepentido, acompañó a ´Nene’ ese mismo mediodía para presentar en la Comuna su ‘renuncia indeclinable’, sin tener idea sobre a quién entregarla ni donde, muchos no se sorprendieron… Y muchos se alegraron, con irónico disimulo. Al salir de allí, lo estaban esperando Chichón y Chongo para invitarlo al ‘Nene’ Benito a la casa de Don Gonza, a chuparse los dedos con una exquisita gallinada. Sin percatarse del jengibre, pareció recomenzar a sonreír cuando pidió enseguida volver al ‘murito’, sin importar la hora. Los anfitriones le tenían de regalo un portentoso equipo nuevo de ‘tereré’, con yerba, hielo y hasta unas hojas de cocú en el agua… ‘Nene’ no encontró a nadie en su escondrijo de la ternura, en esa siesta de reiniciadas soledades. Pero se sentó, se sirvió un ‘tereré’ y encendió el cigarrillo, feliz. Cuenta la historia -en realidad yo también lo viví-, que muy pocos quisieron volver a postularse para reemplazar al accidentado alcalde de medio día de mandato…


Que un par de años después, el ‘murito’ fue traicionado por unas feas construcciones del montón. Y que el sillón de la intendencia volvió a ocuparse con los mismos de siempre.


EL ESCRIBIDOR, LAS MUSAS Y LA MUERTE.

Ese día de septiembre en Anhiolos, el poeta por fin despertó temprano, tras varias noches bacanales con demasiados huesos huecos de aves y leones pisoteados… Y se sentó en el brocal, aferrado con la diestra a los horcones y sin soltar la pluma con la siniestra, dispuesto a ayunar hasta morir a la espera de la esquiva inspiración. Eliécer no se movería de allí hasta que apareciera su musa, a riesgo de extinguirse en el intento… Tenía la libertad dilecta del que ha perdido todo para hacerlo. Y su vulgaridad bucólica. Al cuarto día, entre modorras y con la alquimia de la niebla mezclada con soles, con el amanecer y el atardecer, con ruidos y silencios, pareció ocurrírsele algo. Temía que la falta de sueño le infringiera un acto de plagio…, pero escribió, tristemente: “Sepúltame en los cánones callando los barítonos, Donde el mismo simulacro de mi kirie se desoiga Tras los mágicos tenores del amor y la bondad…”


Cuando quiso desprenderse de tan largos versos y de sus recientes recuerdos, ya había caído bajo el musical influjo de los octonarios. Ni las sinalefas ni otras licencias poéticas vinieron en su auxilio…: “Sepúltame. Y que quede sobre el limo acumulado por los años Esa dulce melodía de tu cuerpo y de tu rostro Y esa intensa armonía de tu voz y tu beldad…”

Aunque no quería perturbar a Erató, su musa amorosa, para terminar de plasmar su poema de amor despedido, sospechó que ésta se había confabulado con Euterpe y Polimnia, la de la música y la de los himnos sacros. Y se sintió inmerecidamente esclavo de sus invocaciones paganas… Deformó delicadamente las letras en lo que él creyó era un papiro antiguo y lo arrojó al pozo, decidido pero atormentado. Sobrevino tanto silencio, que pudo escucharse posarse el poema inconcluso en el espejo de agua en el fondo. Al quinto día rompió el mutismo con la pluma y escribió, casi por caprichosa desilusión: “Huero árbol de vana estrella Que ocultas apagones y silencios… Brisa indemne, enramado susurro De mustia mirada


Y resignado parpadeo.

Despierta incandescente cual febo de la bronca Sacude tormentoso mi corazón dormido Que el tiempo del hombre obnubila el gesto, Desatiende el hambre y la miseria, Cual insomne y burda pieza Del rompecabezas incompleto De la piel sin abrazos, de la boca sin besos, Del enorme solitario de multitud aciaga…”

Leyó y releyó, perplejo, el reproche en coplas que le había nacido de súbito. ¿Puede el trovador quedar obsesivamente atrapado y abofeteado por tantas injusticias y desamores?... ¿Dónde están los aguamieles y los júbilos?...

…” Llévame a ti pequeño rostro seco, Oblígame a morder tu mundano polvo, Empújame a pisar tu barroso patio, Acuéstame estéril en tu duro lecho, En tu desaventajado frío, en tu mesa de hastío…


Y vuelve mi rostro con abofeteado giro Hacia el esplendor etéreo De luces y guirnaldas y presentes opulentos…

Árbol de vidriera, Sin raíz ni fruto, Sin pesebre ni acaso. Desolando vas la vida cual quimera…”

Leyó y releyó… Saciado de exagerados epítetos, pero algo satisfecho con la reivindicadora voz de su yo poético, guardó la pieza hasta convencerse otro día u otra muerte. Al sexto día no pudo corromper la poca incitante mañana y siguió en el brocal, aferrado a los horcones, sin tanto desánimo… Al séptimo, sintiéndose algo solo y cansado, recordó unas líneas extraviadas, intentando reescribirlas:

“¿Dónde estás?... (…) Si busqué tras los muros


Silentes del mundo, bajo árboles viejos, Ante retoños tiernos, Sobre unos hombros tiesos, Entre rostros de miedo, ojos de encono Y labios mordientes Que quise calmar…

¿Cómo hacemos... …para ver la sangre Injusta de espadas, de pólvora y muerte, el lado oscuro sin develar?

¿Cuándo puedes?... Te invito al sosiego De un banco de plaza Con la mano estrechada o mi brazo en tu espalda, Con palabras justas, abrazos sin peros, Con mi piel de templanzas buscando el momento (…) Para que te entregues al sentido intenso


De un rapto humano de felicidad…

Y recién al octavo día pudo agregarle unas tintas para completar sus pretendidas aspiraciones de amistad sincera y desencontradas pócimas para el mundo:

¿Qué esperas?... Tengo una casa de espigas, pájaros y azahares… De sueños ingenuos, de leñas, de fuego, De cobijo y remanso, de vino bueno y mejores panes. Y tengo en los pies el andar sempiterno De razas enteras remediando males.”

De nuevo se resignó a arrugar el papel para no escuchar como caía al agua al fondo del pozo… Porque no quería escucharse nuevamente preso de la musicalidad poética de Euterpe, que esta vez había encerrado su pluma en rígidos dodecasílabos plagados de compasiones. Al décimo día -luego de esperar en vano el anterior- rompió un poco las métricas por fin, aunque siguieron colándose algunos tropiezos silábicos disimulados entre las nubes cenicientas. La música esta vez se le coló en el contenido, para seguir haciéndole umbrías travesuras…:


“Álgido son De cucharas y suelas… De pies arrastrados en áspero suelo.

Caliente fragor Que transpiras la frente Fruncida y roja, benevolente, A pesar del tiempo y del desconsuelo…”

A medio camino entre la cuarteta ya nacida y la sextilla por nacer, casi arroja el papel, sintiéndose vanamente repetido en sus grises cantares. Pero dudó y continuó, agobiado por las congojas y las infelicidades de una humanidad siempre disímil, a la que creyó que debía ofrecer su mejor cantilena…:

…” Sufrido mirar De mudas canciones sin risas ni fiestas… Paciente orquesta Acompasando el hambre y el miedo, Desnudando los pasos Que los escondieron.


Arrástrate, camina, Corre, ¡golpea!, ¡vuela!... Un son eterno elevará tu alma Batiéndote el cuerpo Con rimas de carne, Con ecos de huesos…”

Y cerró los ojos, intentando escuchar más nítida la percusión de su desaliento, que se le escapaba de los oídos…:

…” Álgido son, Lejano son, Destemplado trueno.”

Fue al undécimo día, el más nublado y malhumorado, que decidió escribir bajo auto intimación, o hacer fenecer al poeta… “Allende los mares, desnuda, Viene la muerte mía. Hiende las rudas olas mientras se esconde.


Sus dagas talismánicas desvanecen estelas De antiguos guerreros Y de nuevos dragones con runas danzantes, y mágicos fuegos.

Trae consigo los fríos, La belleza, el presagio. Me trae los límpidos ojos de la reina eterna Sin su linaje… Cuando alcanza mi orilla con influjos de odios Y resurgimientos…”

Y concluyó, sumergiéndose en la ya entrada noche y sin dar más batalla a la métrica rigidez ni a su destino…: …”me empuja hasta el fondo Donde un signo antiguo de tiempo y de sal Me requiebra el alma Con rimas mezquinas De arena inmortal.”


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