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Doña Juana y el gurí

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Yahá, yahá

Yahá, yahá

rodeando la esquina de Santa Fe y Sarmiento. –“Y sabés que no es por la partida…” -, le advierto antes de sufrir alguna de sus bromas.

Me escucha antes, durante y después de las generosas copas que bebemos,

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como siempre. Como buen amigo. Como buen amigo me facilita lo suficiente

para alquilar por una noche. Y como no podía ser de otro modo, jura ayudarme

a buscar laburo y dónde vivir.

- “Te hablo mañana” -, me dice. Y se va raudo, como siempre. Como jugando

una rápida.

La esquina del bar va alejándose de mí más tranquila que nunca.

Miro la vidriera de Primal con cierta exaltación y distracción (“¡le encerré la Dama a Marcelo!” ...). Mis ojos se detienen en una imagen de ‘Menesunda’. Quizás porque a María del Rosario le gusta como canta Julieta Laso.

¿Podré reconquistarla? …

Cargo por fin mis pies hasta el final de la larga escalera de una posada en la que

no podré dormir en toda la noche.

DOÑA JUANA Y EL GURÍ.

El pequeño en su regazo no cesa de observar la luna. Ojiabierto. La luna nueva

muy resplandeciente posa cariñosa su sobrante de luz blanca en sus iris

marrones. Sus grandes ojos llenos de embeleso la convidan a su vientre, que

enflaquece más aún que en los últimos meses cuando se la convida a sus

piecitos, que de tan barrosos la apagan hasta casi desvanecerla. Mueve

graciosamente los deditos teñidos de sus primeros pasos en el patio de tierra de

la finada Minga, donde repentinamente los nubarrones de tragedia opacaron

luna y esperanzas el pasado miércoles.

Mamá Minga ya no está y las tías se mudaron a Buenos Aires con paradero

desconocido o demasiado conocido para ventilarlo. Fue suficiente que hace unos

años se fuera Angélica -la primera en buscarle destino a su cuerpo lejos de los

murmullos del Barrio- para que, a cada tanto, a cada pobreza, a cada aborto o a

cada violento desaliento, migraran algunas mujeres hacia el desesperado

desencanto capitalino…

Ningún nubarrón noctívago escondió la luna hasta que Queco se durmió, con un

casi silencioso canturreo en guaraní con el que Doña Juana extendió hasta el

aura los difíciles intentos de aflojar su corta inocencia de once meses y su futuro

incierto.

Al otro día la matrona terminó su amasado temprano. Una de sus hijas del

corazón se quedó horneando y ella llevó sus canas y sus pasos sobrios hasta el

centro.

– “Tengo un nuevo gurí” …-, le dijo a Rojitas, el boticario. El hombre lo tradujo

como ‘otro ahijadito del alma’ en su sabida imaginación, antes de prodigar unos pañales de telas blancas sin miramientos. Y biberón y leche, como era menester.

Quién le negaría ayuda a una paraguaya de edad inenarrable y tan desprendido

corazón que se había transformado con los años en la madre de casi todos en

la barriada más nutrida cerca de las ruinas de la ex fábrica citrícola.

Queco creció rápido con el juicioso sustento de Doña Juana y los mimos y

picardías de tanta vecindad que lo adoptaba de pasada o de a ratos, los días del

merendero.

- “Si ríe y llora todo el tiempo es porque está sanito” -, le porfió la gringa vecina

del almacén de enfrente cuando Doña Juana deslizó su preocupación por los

casi tres años del gurí durante el mate de esa tarde… Sin embargo, acostumbrada a los sobresaltos de las calles y del destino, a la anciana le corroía

un molesto desvelo esos días.

No tardó en confirmarlo cuando un domingo el alboroto en el barrio le trajo

noticias sobre una de las tías meretrices desarraigadas… Al otro día estuvo sentada con Mery discutiendo.

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