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Mutua fuga

palancas antes de tocarlo… - “¡Vitrubio! ...”-: tomé torpemente su brazo

intentando incorporarme y el crujido atronador del descenso repentino me arrojó.

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En vano sacudí mis brazos unos segundos entre la inasible lobreguez del aire...

MUTUA FUGA.

I

Un envoltorio de niebla nos recibió, nos acompañó esa madrugada. Nada frío,

solo intimidante. Por eso nuestros pasos promediaban la velocidad del

perseguido y de quien anda a tientas. Como en las celdas cuando acababan las

velas.

Los dos mirábamos a través de su confusa humedad deseando imponer al otro

lado el paisaje que necesitábamos ver. La esperanza de ambos parecía la misma

pero el horizonte tras las brumas distinto…

Él buscaba –me lo dijo hasta el cansancio, en recluidas repeticiones seniles que

ya no lo angustiaban- reencontrarse con Leocadia cuanto antes. En la vida o en

la muerte, pero pronto, porque esto último tampoco era ya una zozobra para él,

en nuestra cárcel del sinsentido.

Él no buscaba despejar una postal como yo, detrás del celaje de mi

desaprovechada juventud, ni hacer muchos planes a futuro.

Lo mío era soñar crédulo con un escondite lejano, un pueblo pequeño y

desconocido o un rincón en medio de una selva o una isla, aunque el viejo

Ramón como el más versado en ardides y escapes me decía que era más fácil

disimularse nómade en las grandes urbes… Que mimetice mi rostro y mi atuendo

con la premura e indiferencia de esa gente, me decía, que eran mejor camuflaje

y menor sospecha y tedio que la soledad en la broza o en el distante mar.

Su horizonte fatal de amor urgente era su espanto; mi tribulación la de no saber

qué hacer con mi vida después de la huida…

Lo llamábamos ‘pai’ Ramón, porque nos tranquilizaba a los reos con los mejores consejos –algunos de particularidad non sancta-. Últimamente incluso

sermoneaba a los guardiacárceles más incautos, como ingeniosa disipación de

sospechas sobre nuestra evasión inminente.

II

Aún nos quedan un par de horas oscuras como resguardo y un poco menos de

niebla aliada aquí afuera. O quizás un poco más si siguen allí adentro sin hacer

rondas de aposentos como en las últimas noches… Nuestros cuerpos cansados suplican que sean aún menos y unos primeros gorjeos y el olor a torrente les

mienten piadosamente a nuestras piernas que la alborada y el río no están lejos.

Y si el río está cerca nuestro más anhelado dislate de la otra orilla seguramente

también.

Una mínima previsión que agregué al plan de evasión del viejo Ramón fue

proteger en una bolsa de plástico los panes sustraídos a la asignación de cocina

y un par de camisas y quepis de uniforme penitenciario. A medida que apuramos

el paso con la complicidad del amanecer aumenta su sonido de polietileno

inconfundible sacudiéndose sucesivamente en mis dos manos alternadas de

sudor. No se mojarán ropa ni comida al vadear la correntada y no nos

debilitaremos tanto en algún ocultamiento prolongado que ruego innecesario…

El detenimiento cada vez más frecuente del viejo apoyando sus manos en las

rodillas y temblando exageradamente me preocupa más que su jadeo intenso,

ante la inminencia del ancho río de agua fría. Unos inaudibles ruidos de un motor

surcándolo tampoco me gustan, mientras arrastro del brazo expeditamente a

Ramón y a su fatiga por el declinado barranco de la ribera…

La chalupa que pasó nos deja hamacando su estela contra el barro orillero y solo

espero que no retorne en seguida. Su agitación de agua deja ver el primer peligro

en este escape raramente tranquilo. La mirada cada vez más pálida de mi mentor

el segundo y unos ladridos cercanos a nuestras espaldas el tercero.

Cuando Ramón ya entorpece su nado en la cuarta brazada me atemorizan más

la corriente fuerte y los quinientos metros hasta la otra costa que la incipiente

persecución.

A mitad del cruce y sin sentir los pies ni las manos, como entre sueños, la tos y

los gemidos del viejo me fuerzan a calcular con mis ojos cegados por el alba si

está más cerca la otra orilla tan buscada o la arena sucia recién abandonada,

donde ya pisan seis uniformados y esos perros que amenazan con echar su

fiereza al agua.

Ya escucho sólo mis desordenados chapoteos y mi respiración agónica al llegar

a la costa paraguaya…

Nado y corro, tropiezo y corro, caigo y me levanto y corro como empujado por el

silbido de los repentinos proyectiles y por la tristeza culposa del viejo querido en

su cauce de ahogo trágico y profundo… El pánico que quiere abrir mi espalda a balazos se debate con mi toximaníaca expectación de lograr por fin mi cometido,

reciclando mis últimas fuerzas.

A las siete de la mañana de mi cansada conmoción, salgo por fin a una calle de

tierra del otro lado para detener una camioneta rural, con mi chaqueta

penitenciaria con restos de boscaje y mi gorro bajo. Percibo la duda del agricultor

al volante porque mis pantalones jironados y húmedos desacuerdan

groseramente. Pero casi no le doy tiempo abriendo rápido la puerta del

acompañante y sentándome jovial con un saludo convincente, con el que llego

poco antes de las ocho a un cruce de poblado… Allí Rupavê –mi renuente

conductor, en quien me niego a ver el rostro de Ramón a pesar de sus arrugas

idénticas- me desciende aliviado y desaparece sin voltear la cabeza bajo su

desgastado sombrero pirí.

III

Son un poco más de las nueve de la mañana de mi esperanza cuando escucho

una radio en el almacén, con pocos fragmentos en lengua guaraní y muchos en

un español huérfano de ‘eses’. Aunque no me decidía a entrar para comprar una

camisa y un calzado barato con diez billetes chicos que sobrevivieron con los

panes en la bolsa, me compensó quedar advertido sobre la noticia de dos

fugitivos del vecino país. La sonora y detallada descripción del más joven de ellos

que no pereció en el río me hace salir con veloz disimulo de la casa de ramos

generales aún no tan concurrida…

A escasos metros me cambio apurado en el baño de la fea parada de colectivos.

Y aunque me faltan once temblorosos centavos, la boletera de ojos tolerantes y

el apurado chofer del micro me alejan a tiempo de una docena de policías que

comienzan a diseminarse por la pequeña terminal.

Exactamente a la una de la siesta paraguaya me bajo del desvencijado

transporte en un cruce sin caseríos, acorralando sin más remedio mi entusiasmo

en la espesura… Aquí prolongaré mis últimos dos panes y mi ocultamiento necesario, lejos de las calles vigiladas y las miradas susceptibles.

Los gajos y la hojarasca que reuní rodean mi silencio sudoroso mientras tres

silbos de torcaza de monte salpican los árboles como ecos enlutados.

Un rato más tarde, mi pesadez no me confiesa si dormí o entre dormí… Pero por los filtrados haces del día que porfía en no transcurrir intuyo que ya son más de

las cuatro o las cinco de la tarde.

Decido moverme a otro sitio monte adentro. A unos metros me cruza un felino

pequeño y aparentemente inofensivo de lomo cobrizo que me recuerda a

“gringo”, un gato de pelaje anaranjado que no nos abandonaba en aquel antiguo hogar de infancia. Uno de tantos cachorros comprensivos de aquellos días en

los que mitigábamos azotes lagrimeándonos en sus lamidas de sal cuando

nuestros ojos ya ablandaban el odio…

Mi cuerpo se abre paso entre la maleza y mi mente entre las dudas, cuando

avanza muy rápido la penumbra y el calor afloja también demasiado… Sin un peso en el bolsillo pienso en la ahora distante y justiciera expresión del viejo

Ramón que multiplicaba razones para convencerme del escape: …’Los ladrones del gobierno de ahora entretienen a los ladrones del gobierno de entonces

mientras los únicos ladrones encerrados… ¡y pobres!, somos nosotros’.

En esta región de estío la anochecida sobreviene casi siempre a la misma hora

y si son como creo entre las seis y las siete de la tarde no me queda mucho para

acomodar mi escondrijo de preocupaciones… Un tronco ancho y mi humanidad endeble perfilan el sueño a escasos segundos de plegarme contra el suelo.

La noche dilata su dominio inquietante entre los bichos y las plantas, entre mi

mañana incierto y mis pesadillas, entre la vívida naturaleza y mi mortecino

sosiego.

IV

De repente, los sacudones y gritos me irguieron de un salto y tirando puñadas,

escondiendo la cara con los ojos aún entrecerrados de luces y siluetas… Los carcelarios arrastran mi espantada longitud fuera de la celda, tirándome lejos de

la reja que se cerró con un estampido de sordo metal.

En el segundo camastro de la mazmorra detrás de mí veo, al reincorporarme,

alarmado antes del siguiente destrato a mis costales, un bulto avejentado, tieso,

sospechosamente lacerado, que quiere incriminarme sin aliento y sin pretexto…

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