Sin embargo, mi diestra apuñó indecisa no sé cuántos cálices en esa semioscuridad continua, milagrosa y sagrada. En cada libación ambarina y suave, mis manos calientes y frías, frías y calientes, intentaban despabilar mi cuerpo azaroso que seguía ebrio de perfumes nocturnos y pasos exultantemente sonoros que fueron apagando lentamente la noche.
Caminé durante semanas tantas medianoches. Desde la niebla del callejón lateral de José Cabrera al 4000 hasta la acogedora barra de la tribulación de aquel septiembre que se escurrió.
Tantas habrán sido que un par de primaveras después, en una breve noche entre los mismos sabores y el mismo grafiti, volví a huir las cuatro cuadras hasta mi morada para dormir despierto y amanecer con la certeza de un sueño: una dama intrigante, de cabello suelto voluminoso y bellos pantalones negros ceñidos por encima de sus botas -también negras-, se había sentado inesperadamente a beber
conmigo
en
una
preocupaciones terrenales…
prometedora
madrugada.
Sin
soledades
ni