Témpano de hielo Betzabe Gonzalez Perez UAEM, Morelos “... de hielo”. Fue la última frase que escuchó de Bea cuando dio vuelta y corrió estrepitosamente a la parada del autobús. Los pies de Mateo se le quedaron adormecidos en la banqueta y ni siquiera pudo mover uno de sus brazos para detenerla y explicarle que no lo era, que no sabía cómo responder, que no podía organizar todas las ideas que se le acumularon atropelladamente en su cabeza y no podía manifestar claramente todos esos sentimientos que desde hacía mucho sentía por ella. La frente estaba perlada de sudor, los labios se agrietaban, las manos sentían un hormigueo que subía hasta el pecho y lo llevaba a sofocarse impidiendo la respiración natural... “¿Realmente soy tan insensible?” Y por un momento no lo dudó. Comenzó a dar pasos con toda la pesadez encima y un torbellino de angustia lo invadió. “Me quedé mirándola como un autómata durante cinco malditos largos minutos. Vi cómo su ojo derecho enrojecía y un brillo cristalino le invadían las
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pupilas; sus párpados temblaron, una lágrima nimia resbaló por su mejilla y sin más soltó esa frase que me catapultó a la oquedad de lo que se detesta y de lo que ella olvidará”. No era su culpa. Mateo nunca supo poner en palabras la belleza de los sentimientos más sublimes y efímeros. Como atajo, daba cálidas palmadas en la espalda o caricias en el cabello a los que amaba. Un día, por ejemplo, se había cachado mirando a Bea con deleite mientras ella parloteaba a su lado y saltaba de un hecho a otro. — Si dividieras las cosas por bloques, podría entenderlo más fácilmente. Haz eso por mí, pequeña— pedía Mateo. Bea se reía a carcajadas, se detenía, y se recargaba sobre su hombro. — Lo siento. Lo intentaré, pero no prometo nada— y continuaba hablando Bea con total soltura desordenada.