Fe en acción
El primer adventista que conocí Y jamás olvidé LOU V. MARION, SEGÚN SE LO CONTÓ A VIOLET MARION
Lou V. Marion (fila del medio, extremo derecho) con los que trabajaban en la cocina del Campamento San Sabba Anexo.
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Mayo 2022 AdventistWorld.org
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llí estaba, con unas pocas bolsas vacías en la mano y un par de jóvenes que le ayudaban a llevar las provisiones. Al pensar en mi primer encuentro con los adventistas hace muchos años, recuerdo un anciano muy especial. En 1952 tenía solo diecinueve años cuando decidí eludir el servicio militar en Yugoslavia y cruzar la frontera a Trieste, hoy en el extremo noreste de Italia. En ese entonces, la zona libre de Trieste estaba ocupada y gobernada por el Gobierno Militar Aliado. Cuando llegué, había en la ciudad unos diez mil refugiados. Estaban repartidos en cinco campamentos. Después de pasar tres semanas en el Campamento Opicina, a unos diez kilómetros de la ciudad, donde aplicaban todas las vacunas y hacían las revisiones médicas, los refugiados eran reubicados en uno de los otros cuatro campamentos. Los que estaban enfermos eran enviados a Prosecco, que era usado como hospital. Los muchachos solteros eran enviados a una prisión abandonada en la sección antigua de Gesuiti. Los demás eran repartidos entre San Sabba Principal y San Sabba Anexo, en Trieste. Me ubicaron en San Sabba Anexo, el mejor de los campamentos. Allí enviaban a los sanos. Constaba de cuarenta y cuatro barracas donde se alojaban la mayoría de las familias. Allí sentí una bendición de Dios al no ser enviado a la prisión Gesuiti. Después de enterarme de que probablemente llevaría meses o aun años emigrar desde Trieste, mi principal preocupación fue hallar empleo. Tenía alimento y una cama gratuitos, pero no quería estar sin hacer nada. Un mes después de instalarme, se abrió una vacante en la cocina del campamento, y solicité el puesto. No pagaban bien. Me pagaban seis mil liras (unos cuatro dólares) por mes, junto con algunas prendas de vestir. Parecía, sin embargo, que los que estaban dispuestos a trabajar podían emigrar antes. Diez hombres trabajábamos en la cocina, cinco por turno. Alimentábamos a mil cuatrocientas personas de diversas nacionalidades, culturas y religiones. Algo que captó especialmente mi atención fue un grupo de personas que vivía en la Barraca 43. Eran diferentes. No solo se reunían y cantaban juntos los sábados –a diferencia de todos los demás– sino que cocinaban su comida en una pequeña cocina en medio del campamento. Cada mañana, mi compañero y yo llevábamos un gran recipiente con leche desde la cocina principal hasta la puerta de la cocina pequeña. Los viernes llevábamos un contenedor más grande, pero los sábados, no les llevábamos nada. A menudo me preguntaba por qué esa gente vivía en forma diferente a todos los demás. Recuerdo que mi colega me dijo en cierta ocasión que «antes de la última guerra, esas personas eran casi inexistentes, pero ahora crecen como hongos después de las lloviznas de otoño». La cocina principal era el punto de distribución de los alimentos. Dos veces a la semana, un anciano y sus ayudantes recogían las provisiones para la cocina pequeña. Lo que más impresionaba del anciano era su amabilidad. Siempre se acercaba con una sonrisa en el rostro, y siempre se mostraba cortés. Mi colega, que se consideraba religioso, atacaba al anciano con frases desagradables. Pero el anciano permanecía calmo y, con sus respuestas, mostraba cuál de los dos se comportaba realmente como seguidor de Dios. En verdad, ese anciano representó al pueblo de Dios en el lugar y momento más inusuales. No sé dónde terminó, después de que salí de allí, pero aguardo el día de encontrarlo otra vez. Este relato, escrito por mi padre Lou V. Marion,* describe su primer encuentro con un adventista. Fue un encuentro que dejó una impresión Cortesía de la autora