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Las fábulas tecnológicas de Stanislaw Lem
from Ágora número 26
by Ágora Colmex
Ensayos
LAS FÁBULAS TECNOLÓGICAS DE STANISLAW LEM: CIENCIA FICCIÓN COMO MECANISMO DE CRÍTICA A LA RACIONALIDAD INSTRUMENTAL Francisco Javier Tercero Alvizo
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Lejos del glamour del Nobel o las modas literarias, Stanislaw Lem es uno de los
escritores más importantes del siglo XX pues, en sus obras, además de tratar polémicos
aspectos en relación con la ciencia y la tecnología, la materia literaria suele entremezclarse con el más lúcido espíritu filosófico.
En Ciberíada, recopilación de relatos futuristas, mediante una crítica mordaz, muestra cómo el avance de la tecnología va absorbiendo al ser humano. A partir de la perspectiva
literaria de Lem, que nos sitúa en una hipotética sociedad mecanizada en la que el recurso tecnológico, más que una herramienta, da paso a una especie de adicción, retomaré la idea
de Jürgen Habermas acerca de la racionalidad instrumental. Al respecto, este pensador pone sobre la mesa lo siguiente:
Como la racionalidad de este tipo sólo se refiere a la correcta elección entre estrategias, a la adecuada utilización de tecnologías y a la pertinente instauración de sistemas (en situaciones dadas para fines dados), lo que en realidad hace es sustraer la trama social global de intereses en la que se eligen estrategias, se utilizan tecnologías y se instauran sistemas a una reflexión y reconstrucción racionales. Aparte de eso, esa racionalidad sólo se refiere a las situaciones de empleo posible de la técnica y exige, por ello, un tipo de acción, que implica dominio, ya sea sobre la naturaleza o sobre la sociedad. 1
A través de esta idea de racionalidad (que el mismo Habermas retoma de Marcuse),
el autor se refiere propiamente al dominio del ser humano sobre la naturaleza o sobre
los otros. En las obras de Lem podemos encontrar un interesante ejemplo que satiriza la
visión tecnológica de las sociedades modernas.
En el primer cuento de Ciberíada, titulado “La trampa de Garganciano”, se relata la
expedición de dos científicos llamados Trurl y Claupacio, quienes han llegado a un planeta
dividido por dos estados enemigos que se encuentran en perpetua guerra. Los científicos
urden un plan de contingencia por si las cosas salen mal y se separan para visitar, cada
uno, una nación diferente. Trurl se va al país gobernado por un monarca, que amaba el
arte de la guerra, y en donde la mayor parte del capital era destinado, específicamente, a
crear más armamento; mientras que del otro lado del planeta, en el estado visitado por
Claupacio, sorpresivamente el monarca tiene las mismas costumbres que su homólogo:
un fervor hacia el belicismo y hacia los recursos tecnológicos que puedan servir para el
combate. Entre ambas naciones, se forma el escenario perfecto para que los científicos
echen a andar su plan de contingencia: “la receta de Gargaciano”.
Los dos constructores se preparan para usar su invento, que consiste en dos bolitas
blancas que cambian a rosa conforme los monarcas exigen nuevas armas, y acceden
a crearles un ejército de infantería invencible. La idea de crear estos ejércitos consiste
en hacer que todos piensen igual, con el fin de erradicar la indisciplina y que exista una
lealtad absoluta. Esto se conseguirá a partir de la creación de ciertos enchufes que unirían
1
Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Tecnos, 1986, pp. 54-55.
la mente de todo un batallón en una sola, como si se tratara de un solo soldado; lo cual,
en apariencia, lograría el milagro tecnológico militar.
Al realizar ciertas pruebas, la receta de los constructores demuestra tener un poder
bélico insuperable. Los reyes aceptan la propuesta. En los dos estados los respectivos
ejércitos se agrupan en pequeños grupos de infantería y, contrario a todo lo que se
esperaba del invento, los batallones enchufados se vuelven cada vez más racionales, hasta
el punto de dejar de pensar en combatir. Todo sucederá justo cuando los monarcas se
preparaban para la gran guerra:
Las compañías ya no necesitaban aprender la instrucción militar, ni hacer el recuento para conocer el número de soldados, del mismo modo que nadie confunde su pierna izquierda con la derecha, ni calcular para saber si tiene dos. Daba gusto ver cómo obedecían a “¡Vuelta a la izquierda!” y “¡Firmes!”. Después de la instrucción, en cambio, unas compañías charlaban animadamente con otras, gritando por las ventanas abiertas de los acantonamientos frases sobre el concepto de verdad coherente, juicios analíticos y, sintéticos a priori y razonamientos sobre la existencia in se; éste era ya el nivel alcanzado por la inteligencia colectiva, cuyo trabajo mental condujo a elaborar leyes de filosofía, hasta que un batallón llegó a un solipsismo total, proclamando que fuera de él no existía concretamente nada. Puesto que de ello se deducía que no había monarca ni enemigo, hubo que volver a separar en secreto a sus soldados, e incorporarlos en las unidades adscritas al realismo epistemológico. 2
La manera en que Lem describe una sociedad futurista de robots, creados
específicamente para la guerra, ostenta análogamente de qué manera, en una sociedad
humana, la idea de racionalidad instrumental no está muy lejos de existir. Este texto,
por lo tanto, nos ofrece la metáfora idónea sobre cómo la ciencia, con su referida parte
tecnológica, se introduce en un marco institucional y en los subsistemas de acción
racional; con respecto a fines que legitiman y van creando la idea de satisfacción en la
vida cotidiana. Se exhibe la idea de esta racionalidad como un dominio oculto.
En el cuento, además, se muestra una diatriba llena de una oscura ironía: la paradoja
acerca de unos robots elaborados a partir de un proceso racional que, al final, supera el
2
Stanislaw Lem, Ciberíada, trad. Jadwiga Maurizio, Editorial Bruguera, 1986, pp. 19-20.
dominio de los monarcas con la misma racionalidad que les introdujeron para combatir.
Así, el dominio del que quisieron aprovecharse estos grandes señores de cada estado no
se lleva a cabo, en parte, porque entre los ejércitos se gestan grupos o corrientes, células
de pensamiento, que empiezan a comprender otros asuntos más allá de las cuestiones
bélicas. Esto, finalmente, lleva a todos los moradores de ese planeta a unirse y formar
una sinapsis total.
Por lo tanto, es el conocimiento el que los lleva a superar el dominio ejercido por los
dos reyes. Cobrará relevancia esta idea, porque el cuento, en principio, refleja la metáfora
de una sociedad mecanizada, controlada por un aparato de producción y destrucción.
Como menciona Habermas en la siguiente cita:
La naturaleza, comprendida y domeñada por la ciencia, vuelve a aparecer de nuevo en el aparato de producción y de destrucción, que mantiene y mejora la vida de los individuos, y los somete, a la vez, a los amos del aparato. Así, la jerarquía racional se fusiona con la social. Y en esta situación, un cambio en la dirección del progreso, con capacidad para torcer ese fatal destino, tendría que influir también en la estructura de la ciencia misma, en el proyecto de la ciencia. 3
Lo que comenta Habermas explica las repercusiones del progreso de la ciencia en
dicho universo ficcionalycómo por medio de ella los ejércitos toman conciencia y deciden
hacer la paz entre ellos. Esto es posible gracias al papel que, en la diégesis del relato, juegan
los científicos al crear y solucionar los problemas mediante “la receta de Gargaciano”.
Los constructores de Lem representan el ideal, la visión desinteresada de la ciencia,
el conocimiento científico que no está vinculado a la dominación política, ni a ningún
interés privado y que trata de escapar de la legitimación, la cual se inserta en el marco
institucional. Pero, en cierta medida, este conocimiento científico, ni siquiera en el mundo
de la ficción, se puede desvincular de otros intereses y, en este aspecto, el cuento no será
la excepción. Finalmente, los inventores no se niegan a crear armamento nuevo para los
reyes, aunque su alternativa, desde la visión optimista de Lem, es jugar una broma a los
dictadores.
3
Jünger Habermas, op. cit., p. 60.
En cierta medida, Lem convoca al lector tanto en cuestiones científicas como en
filosóficas, y es por ello que en el texto se mezclan situaciones que comprenden desde
inventos maravillosos hasta los alcances del progreso científico en el capitalismo. De
forma paralela, en otro cuento, el autor narra la aventura de una máquina creada para
recitar poesía, llamada Electrobardo. Todo surge del capricho de Trurl, quien le quiere
probar a su amigo Claupacio que es capaz de construir una máquina que escribe poesía.
Después de pasar por muchas dificultades, Trurl lo logra y, además, demuestra que su
máquina es capaz de escribir y asimilar la poesía ya existente. Pero el artefacto rebasa las
expectativas de Trurl debido a que supera la poesía de los autores contemporáneos, al
punto en que muchos de estos terminan por suicidarse y algunos otros realizan atentados
en contra de aquel poeta automático. Lo interesante del cuento es cómo la máquina
suplanta a todos los poetas y se convierte en la principal productora de poesía del universo:
Los poetas organizaron inmediatamente varias reuniones de protesta, postulando el cierre y sellado de la máquina, pero, fuera de ellos, nadie se preocupó por los luctuosos incidentes. Bien al contrario, las redacciones de periódicos estaban muy satisfechas, puesto que el Electrobardo, escribiendo bajo miles de seudónimos, siempre tenía listo un poema de dimensión indicada para cada ocasión; su poesía circunstancial tenía tal calidad que los ciudadanos agotaban en unos momentos tirajes enteros: en las calles se veían rostros de expresión embelesada y soñadoras sonrisas, se oían gentes sollozando quedamente. 4
Ahora, en este cuento, la idea de racionalidad pasa a otro ámbito, a lo que Theodor
Adorno denomina la industria cultural. El Electrobardo del cuento representa la producción
cultural en masa, que mantiene feliz al resto de los ciudadanos; la cual, a su vez, suplantará
de forma gradual al resto de los poetas, ya que genera entre la gente gran satisfacción.
Por lo tanto, me parece acertada la forma que utiliza Lem para describir cómo es que la
máquina se introduce a través de los medios de comunicación; aunque en este caso sólo
se limite a mencionar a la prensa escrita. Pero, al final, lo que se plasma lúdicamente en
esta ficción es la forma en que la industria cultural ejerce su dominio comercial sobre la
sociedad. Entorno a esto, Morín y Adorno nos presentan la siguiente perspectiva:
4
Stanislaw Lem, op. cit., p. 36.
La falsa ironía que existe en la relación de esos intelectuales y la industria cultural no está de ningún modo limitada a ese grupo. Puede suponerse que la misma conciencia de los consumidores está dividida, colocada como está entre la complacencia reglamentaria que les prescribe la industria cultural, y la duda apenas disfrazada de sus beneficios. La idea de que el mundo quiere ser engañado se ha hecho más real de lo que jamás pretendió ser. Los hombres no sólo se dejan engañar con tal de que eso les produzca satisfacción por fugaz que sea, sino que incluso desean esta impostura aún siendo conscientes de ella; se esfuerzan por cerrar los ojos y aprueban, en una especie de desprecio por sí mismos, que soportan sabiendo por qué se provoca. Presienten, sin confesárselo, que sus vidas se hacen intolerables tan pronto como dejan de aferrarse a satisfacciones que, para decirlo claramente, no son tales. Pero hoy la hábil defensa de la industria cultural glorifica como factor de orden el espíritu que puede llamarse sin temor ideología. 5
Con la cita anterior, quiero destacar que me parece que la sátira emprendida por
Stanislaw Lem se opone a la razón técnica que va apropiándose de la producción artística.
Lem no puede negar su simpatía hacia sus ficcionales ensoñaciones tecnológicas, ni la
posibilidad de que algún día éstas puedan suceder realmente; en lugar de destruir su robot
poeta o desenchufarlo —como si éste, con su poesía de producción en masa, fuera la
causa de todos los males del universo—, el escritor decide perdonarlo.
Al final del relato, Trurl se deshace de la máquina porque, entre celos artísticos de
sus rivales y otras tantas cosas, le trae muchos problemas. De tal manera que la envía a
un planetoide, con una fuente de energía atómica, pero el Electrobardo transmitirá, por
ondas radiofónicas, sus poesías ante la imposibilidad de poder publicarlas. Estas ondas
de gran magnitud llegan hasta varias tribulaciones y cohetes, provocando crisis a los
pasajeros. Así, la máquina se convierte en algo peligroso para las personas y termina por
ser comprada por un monarca de otro planeta.
El Electrobardo es llevado a vivir a un sistema solar lejano donde, como si fuera un
dios exiliado, sus colosales manifestaciones artísticas no podrán molestar a nadie. En este
caso, la fábula se desmarca un poco de una lectura sociológica, para así dirigirse hacia otra
cosa, hacia otra faceta de la famosa ironía lemmiana.
5
Edgar Morín y T. Adorno, La industria cultural, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1967, p.15-16.
De entre todos los posibles relatos de Lem, el cuento titulado “Cómo se salvó el
mundo” es, tal vez, uno de los más destacados, debido a la inteligente crítica que realiza
partiendo de la destrucción provocada por un artefacto. Dicho relato cuenta la historia
de una máquina que puede crear todas las cosas cuyo nombre empiece con la letra “N”.
Como es lógico, en este cuento sobre extravagantes inventos tecnológicos vuelven a
aparecer los mismos científicos, Trurl y Claupacio.
Los dos inventores se ven envueltos en un nuevo problema, ya que Claupacio pide
a la máquina que haga emerger la nada. La máquina aparentemente se queda inmóvil,
pero comienza por desaparecer todos los elementos cuyo nombre empiece con “N” y,
después, también elementos que no empiezan con dicha letra. La máquina amenaza con
destruir el mundo, así que Claupacio se retracta, pero la máquina ya ha borrado muchas
cosas de la realidad. Esta perversa fábula refleja cómo la racionalidad instrumental —más
allá del juego de esta ficción— mediante la tecnología hace desaparecer gran parte de la
realidad que conocemos. Aquella ha hecho que se esfume parte de la naturaleza e, incluso,
podría llegar a suprimir al propio hombre en algún momento:
Dejando a Trurl al lado de la máquina que podía hacer todo lo que empezara con n, Claupacio se fue a hurtadillas a su casa y, hasta la fecha, el mundo ha permanecido perforado por la Nada, exactamente como estaba fue detenido en el curso de su destrucción. Y, en vista de que toda tentativa subsecuente de construir una máquina que trabajara con cualquier otra letra fracasó, se teme que nunca más habremos de tener fenómenos tan maravillosos como el de las güirías y el de los lúceos; no, nunca más. 6
El autor llega a una irrefutable conclusión sobre las consecuencias del avance del
proceso civilizatorio y su repercusión en el entorno. Nos deja diversas reflexiones en
relación a la portentosa metáfora de destrucción que nos ha obsequiado: en ciertos
ámbitos, sería mejor que el avance tecnológico no fuera tan mecanizadamente despiadado.
Este aprendizaje lo ilustra el relato, por medio de la fría voz de una máquina, que se
revela y dice a su inventor “la destrucción es irreversible”. También es cierto que la
tecnología ha beneficiado diversas necesidades humanas, sobre todo en materia de
6
Stanislaw Lem, et. al., Ciencia Ficción, México, CONACYT, 1984, p. 107.
autoconservación, pues de alguna manera la razón y la tecnología son parte del hombre,
como un brazo o una pierna. Pero, también, es innegable que la ciencia, a la par que nos
ha proveído de nuevas comodidades y facilidades, en un plano desmedido, está haciendo
de nuestro mundo “…un lugar perforado por la nada” (¿qué mejor ejemplo que el de un
hueco en la capa de ozono o esos kilómetros deforestados en lugares donde antes hubo
selvas?). Posiblemente, se avecinan más consecuencias inesperadas que la humanidad,
como inventora de los relatos, ni siquiera puede predecir.
Es por ello admirable leer a escritores como Lem, quien por medio de fábulas
(que podrían pensarse para niños) lanza fuertes críticas al sistema de la racionalidad;
así, utilizando ensoñaciones inofensivas, nos encontramos con un ejército que se rebela
contra su principio lógico, una máquina poeta que se apodera de la industria cultural o
una computadora que casi erige la nada.
Lem ha entretejido en sus juguetonas fantasías intergalácticas una poderosa crítica
contra esa crisis de la racionalidad que desde hace ya bastante tiempo comenzó a
subyugarnos. Y lo más impávido del estilo de este bonachón polaco es que, al final,
sus relatos logran la exploración profunda —en diferente disciplina, pero con la misma
sensatez con que Habermas, Adorno o Benjamin la trabajaron—, justo en las entrañas
de este mecanizado mundo contemporáneo, al que parece que nunca llegó a conocer.
Porque la crítica ejercida por Lem siempre va al grano, sin que sus cuentos abandonen
jamás esa luminosa sencillez virgiliana que siempre lo definió.