3 minute read

Macrina

Next Article
Narrativas

Narrativas

MACRINA Rodrigo Ortega Acoltzi

A Yamile

Advertisement

Óyeme, Macrina, ¿y tú en qué año te moriste? No te molestes. Yo me contesto solo.

Pero, hagamos cuentas: a mí me sepultaron... ¿cuándo? Ya se me empañó la memoria. Tú te has de acordar mejor. Lo que sí recuerdo bien clarito es el día que te trajeron a ti,

tan señorial, tan fina en tu vestido de viuda y con todas tus alhajas. Lo ricos que somos los muertos... Todo lo tenemos justo cuando lo dejamos de necesitar...

Tampoco se me olvida el tiempo que te estuve aquí, esperando, entreteniéndome con el aliento que se me salía y con el cosquilleo de los bichos que recorrían ese cuerpo

que fue mío, pero que para el día que regresaste ya era un montoncito de polvo extraño, descansando en lo oscuro de la tierra y en lo húmedo de los fluidos que se secaban en el

terciopelo con que tus hijos resolvieron forrar por dentro mi cama eterna. Cuando vi mis brazos y mis intenciones pudrirse, supe que todas mis ganas de abrazarte se iban a quedar

así para siempre: ganas. Ganas de abrazarte hasta el día del Juicio Final.

Pensándolo bien, qué alivio es que me haya dormido tan temprano. De haberme

quedado otro tiempo, ¿qué iba a hacer con tantos dolores; con la espalda como la tengo,

tan quebrada por cargar con cosas que no debo? Siempre fuiste mi pilarcito, mujer; mi

Virgen del Pilar, mi Santa Macrina o mi Santa Cruz. Imagínate, ¿qué iba a ser de mí?

Tan sólo aquella vez que se nos fue el hijo Rogelio... Vinieron por él sus hermanos de

estricto luto. No se pintaron de negro sus huarachitos porque no les alcanzaba, pero cómo

le lloraron al niño. Y el aguacero que lloró esa noche, que hasta amaneció germinado el

suelo de toda el agua que se había chorreado por los agujeros del techo. Y nuestro niño

ahí, tendido, en la mesita del comedor, con sus ojitos tiesos por la fiebre y ese aroma

como de jazmines que tienen los niños muertos. Vinieron y se lo llevaron sus hermanos

cargado con dos palos en la tabla de la mesa del comedor, como una litera real; como si

cargaran a un príncipe entre los cuatro, como si al mismísimo Niño Dios se lo hubiera

llevado al otro lado la calentura y lo acompañaran, calladitos, con todo cuidado para que

no se le fuera a escapar de su cuerpecito el milagro.

Nos paramos los dos en el marco de la puerta y desde ahí y en secreto lo bendijimos

solitos, con la bendición que solo los padres saben dar. Y cuando me empezó a llegar el

sentimiento, en cuanto viste que mis ojos baldíos querían gotear, me tomaste de la mano

con tu mano de madre y de mujer y dijiste:

“¿Por qué lloras? Todavía tenemos hijos vivos que alimentar.”

Siempre fuiste también mi yunta, mi más fiero capataz, pero ¿para qué iba yo a querer

una mujer sin tus fuerzas, esas que usabas para mantenernos o para doblarnos a todos?

Yo creo, Macrina, y creo que tú también lo crees, que con el tiempo me volví yo otro de

tus hijos. El mayor de tus hijos, que corría a tu pecho en las noches de desasosiego y ahí se

arrullaba con el puro latir de tu corazón. El hijo consentido que despertabas con un beso

en la frente y un jarro de café, y al que esperabas a la tarde desde tu fuego para calentarle

las tortillas de la cena y limpiarle con tus labios el sudor de su cara reseca.

Tenías otros hijos, no sólo a mí. Tenías hijos que también eran mis hijos, e hijos que

eran míos pero que no eran tuyos. Y a todos los quisiste como al más amado. Por eso no

te podías morir, Macrina. Los hijos pueden vivir sin padre, pero sin su madre ¿qué les

queda? ¿Para qué quiere vivir un hijo si no tiene a su madre? Hiciste bien en dejarte vivir

todavía unos años, hasta entregarlos casados, ordenados o solterones. Hiciste buenos a

todos, y pagaste el precio por ello.

¿Qué íbamos a saber de responsabilidades esa noche que te fui a buscar para que

te fueras conmigo? Hasta para eso te pusiste tus moños: me dijiste que no. Y regresé

a la noche siguiente y te dije: “Ándale, muchacha,—porque entonces eso eras: una

muchacha— vámonos lejos”. Pusiste tus condiciones. Y yo las cumplí. No eras para

menos. ¿Qué íbamos a saber de juramentos y de eternidades?

Y míranos ahora, Macrina: el mismo polvo, la misma historia, la misma llaga.

Cómo me hiciste falta, mujer. Qué bueno que te moriste.

This article is from: