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EL ABARCADOR MAGISTERIO DE RICARDO ALEGRÍA

“Todo lo que yo he hecho -mis libros, mis investigaciones, las exhibiciones que he preparado, mi trabajo en las diferentes instituciones en las que he servido- lo he hecho con una intención didáctica. He querido enseñarles a los puertorriqueños la riqueza de su cultura”, dijo don Ricardo Alegría en una ocasión. Durante toda su vida ejerció ese magisterio, enseñándoles a sus compatriotas lo que significa ser puertorriqueño.

Aunque Alegría, cuyo centenario se celebró en el 2021, fue -efectivamente- profesor universitario en el Departamento de Historia de la Universidad de Puerto Rico (UPR) en Río Piedras, sus enseñanzas abarcaron mucho más que su cátedra y han perdurado en el tiempo después de su muerte en el 2011. Su visión de lo que es la cultura de un pueblo transformó la manera en que los boricuas nos consideramos a nosotros mismos. Como antropólogo (el primer puertorriqueño en serlo profesionalmente), incluía en el concepto de ‘cultura’ no sólo aquellas disciplinas y menesteres tradicionalmente considerados como tal -la literatura, las bellas artes, la música sinfónicasino también el quehacer entero de una sociedad, las diversas formas en que un grupo humano se enfrenta a los retos impuestos por su entorno y su historia. Fundamentándose en esa visión abarcadora organizó el Instituto de Cultura Puertorriqueña desde que fue nombrado como su primer director ejecutivo en 1955. Favoreció no sólo los saberes y las prácticas prestigiadas por la tradición europea, sino las artes populares, las artesanías, el folklore, la música típica y los bailes del país, creando secciones específicas dedicadas a atender cada uno de tales renglones.

Nos enseñó, además, el valor del patrimonio edificado. Le dio prioridad en el Instituto a la renovación y restauración del Viejo San Juan, amenazado por el deterioro y -aún más- por una mentalidad que pretendía arrasar sus edificaciones para convertirla en una urbe moderna, un “Nueva York chiquito,” como decían algunos. Alegría creó una comisión para la preservación de la ciudad, comisión que la renovó, reconstruyó y embelleció.

A él se debe que el San Juan cuyos 500 años hemos celebrado, sea ejemplo perdurable de la grácil arquitectura colonial del trópico. Además, hizo accesible a los puertorriqueños monumentos que les habían sido vedados durante siglos: los fuertes de San Felipe del Morro y de San Cristóbal; la Casa Blanca (vivienda de nuestro primer gobernador), y el convento de los dominicos (sede de la primera institución de enseñanza superior que tuvo la Isla).

Algunos años antes de morir restauró también el cuartel de Ballajá, el último edificio monumental construido por España en las Américas. Es en las calles de esa ciudad nuestra, admirados ante esos edificios monumentales, que podemos contemplar nuestra historia hecha piedra.

Pero don Ricardo no se limitó a conservar y estudiar la historia de la conquista española de Puerto Rico. Antes de dirigir el Instituto fue director del Museo de Historia, Antropología y Arte de la UPR (1946-1955; fue director auxiliar durante los primeros dos años). Se interesó entonces en el folklore negro y en la historia de los que fueron los primeros pobladores de Puerto Rico.

De 1949 data el primer documental en colores que se hizo en la Isla y que Alegría dirigió: “La fiesta de Santiago Apóstol en Loíza Aldea”. En él recogió las ceremonias, las canciones, los ritos, los bailes y los disfraces que acompañan la fiesta. Quería testimoniar así la vitalidad de la cultura negra en el país y el sincretismo de las tradiciones africanas con aspectos de la cultura europea. Aún puede verse la cinta, que destaca a los vejigantes, las “brujas” y los “caballeros,” con sus bailes y cantos. Tan ajeno estaba todo ello en aquel momento, de la noción de cultura puertorriqueña, asociada entonces a la derivada del estudio y los modelos europeos, que la película fue un escándalo para muchos que pensaron que se trataba de una desacralización peligrosa de los saberes consagrados.

Desde su temprana juventud, Alegría se había interesado también por el mundo indígena. De niño coleccionaba las pequeñas tallas de los indios que encontraba en la finca de su familia materna en las afueras de Loíza Aldea. Organizó con ellas un “museíto” que enseñaba con orgullo a sus amigos. De estudiante universitario iba con sus amigos a excavar lugares indígenas en el este de la Isla, sobre todo en Luquillo, donde encontró piezas importantes, entre ellas una talla en hueso de manatí a la que llamó, con cierto humor, “la Venus de Luquillo”. En 1948 hizo excavaciones en la cueva María la Cruz de Loíza Aldea, donde encontró evidencia de la presencia de los indios arcaicos, los primeros en llegar a Puerto Rico, cuya cultura era pre-agrícola y pre-cerámica. Allí mismo encontró luego evidencia de la existencia de unos indígenas agricultores, los igneri o saladoides en una fase que llamó, justamente, Hacienda Grande.

Lugar de gran interés para el joven arqueólogo fue también el barrio de Caguana, en Utuado, ya excavado por un arqueólogo estadounidense en 1915. Además de los hallazgos de Alden Mason, Alegría encontró varias plazas ceremoniales y grandes monolitos de granito inscritos con petroglifos que no habían visto los científicos anteriores. Años más tarde, siendo ya director del ICP, Alegría adquirió los terrenos y estableció el Parque Ceremonial Indígena de Caguana que hoy día se puede visitar.

El magisterio de Alegría -que ejerció también en sus libros, algunos dirigidos expresamente a los niños- amplió la inclusividad del término “puertorriqueño” para que en él, entraran también los primitivos pobladores de Puerto Rico y los negros descendientes de esclavos, cuya presencia en la Isla data del siglo XVI. Esa amplitud ha tenido un efecto profundo y modificador sobre la mentalidad puertorriqueña. Todos somos, en cierto sentido, discípulos de Ricardo Alegría.

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