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UN LEGADO:

Antonio Martorell Cardona

Cuando en 1957 el Dr. Ricardo Alegría, flamante nuevo director, del recién creado Instituto de Cultura Puertorriqueña (ICP), contrató al maestro Lorenzo Homar para el establecimiento de un taller de gráfica, no creo que sospechara que con ese nombramiento no sólo apalabraba la imagen de nuestra amenazada cultura nacional emblematizada con tinta sobre papel, sino también fundaba con ello, una nueva tradición que al pasar del tiempo generaría imágenes que colgarían en hogares y museos, cubrirían muros, calles y pantallas electrónicas viajando el mundo. Ambos, Alegría y Homar en sus cuarentas, Homar ocho años mayor, en la entonces llamada “flor de la edad”, se lanzaban a una quijotesca hazaña: la defensa de un nacionalismo cultural aún viviendo bajo la Ley de La Mordaza (Ley 53, 1948), que el mismo gobierno al cual servían instrumentaba con carpeteo y persecución policiaca, a menos de una década de la descriminalización del uso de la bandera puertorriqueña. Fruto de las contradicciones del recién engendrado Estado Libre Asociado de Puerto Rico (ELA), criatura jurídica ahora declarada difunta por el Congreso, la Rama Judicial y el Ejecutivo de los Estados Unidos, la ley que constituyó el ICP no se firmó sin aguerrida oposición tanto de la izquierda como de la derecha. La ley, considerada por unos como una encubridora afirmación cultural enmascaraba la represión política. Fue considerada por otros como un atentado contra la gran nación americana a la cual pretendían asimilarse. Así comenzó, y no termina todavía, este tirijala de una dúctil y agridulce melcocha que se estira hacia un extremo y otro con peligro de partirse, y se ha partido varias veces, mas con la esperanza del remiendo, aunque no tenga remedio.

A este clima de, al parecer, eterno vaivén, accedo yo a mis veintitrés años al regreso de un aprendizaje en España bajo la tutela de un pintor vasco, Julio Martín-Caro. El tutelaje se dio en un séptimo piso sin ascensor ni calefacción, pero con una gloriosa claraboya al velasquiano cielo madrileño, todavía enamorado de la imagen, aunque ya lector empedernido.

Aterricé poco después en el taller del Instituto ubicado en un ruinoso ranchón a un costado del antiguo Casino de Puerto Rico, con el que estaba familiarizado por haber intentado aprender a bolear de niño cuando era una bolera del Centro de Entretenimiento de los Oficiales del ejército de los Estados Unidos (USOC por sus siglas en inglés). Curioso destino el de estas aristocráticas estructuras: de exclusivo club social criollo a salones de juego del ejército invasor a taller de aprendizaje en las artes de una juventud anti colonialista y ahora, tras su demolición, jardín del Centro de Protocolo de Gobierno del ELA.

Tan solo puedo adivinar cuan conscientes estarían Alegría y Homar del alcance de esta gesta comenzada entonces por ellos y que continúa de tan variados modos. Pero sí recuerdo como ahora, mi llegada al taller, un tanto atemorizado. La fama de revolucionarios de Homar y Tufiñoquien recién se había integrado al taller después de haber colaborado con Homar en los talleres de la División de Educación de la Comunidad bajo el Departamento de Instrucción Pública - los pintaba en vibrantes rojo y negro cual aguerridos combatientes cuyas armas eran el pincel, la pluma, la gubia y también el escurridor o “squeegee”, herramientas cuyo uso habría de aprender bajo su tutela.

No estaba preparado para la cariñosa acogida, el esperanzado magisterio de quienes se intuían iniciadores de un movimiento, fundadores de una tradición. El aprendiz que se incorporaba al taller recibía una modesta beca ampliamente compensada por el conocimiento tanto práctico como conceptual, estético e ideológico que recibía. Tareas básicas, pero de cuidado, como recoger el cartel recién impreso debajo del tamiz serigráfico, balancearlo de tal modo que no se arrugara y marcara la capa de color aún fresca precedían al corte de la película transparente, la impresión, con cuchara en mano, de grabados en linóleo y madera sobre papel de estampas tan ejemplares por los maestros Tufiño y Homar como el portafolio Plenas (1954) y Unicornio en la Isla (1965) respectivamente, este último con citas tipográficas de Franz Kafka y Joan Amades es un título homónimo del texto de Tomás Blanco del 1964.

El taller no era tan solo uno de aprendizaje en la producción. Las puertas permanecían abiertas a un largo pasillo donde a lado y lado se alineaban los otros talleres. El taller de escultura de Compostela, el de cerámica de Amadeo Benet, vitrales de Arnaldo Maas, (antes Padre Marcolino), maqueta de José María Iranzo, restauración y carpintería completaban el núcleo de artes y artesanías al servicio institucional.

Las puertas abiertas facilitaban la integración con los demás talleres, pero marcaban también el libre acceso del público que acudía en busca de servicio o simplemente de compañía estimulante. Porque el taller era lugar preferido de tertulia, intercambio y una que otra conspiración. Los visitantes eran tan variados como los servicios ofrecidos. Como los carteles - que eran nuestro principal producto, aunque no el único - servían para conmemorar eventos históricos, anunciar obras de teatro, conciertos, ferias, danzas y exposiciones. Por lo tanto, artistas de todas las disciplinas: escritores, actores, músicos, bailarines además de profesores, líderes políticos y obreros, nacionales y del extranjero, en sus frecuentes visitas brindaban una educación, no por casual, menos importante, en nuestra formación.

Tuve la dicha de ser aprendiz y después asistente del maestro Homar. En el ambito más inmediato, compartimos experiencias que nos marcaron para siempre con los compañeros artistas José Rosa, Rafael Rivera Rosa, Rafael López del Campo y Avilio Cajigas. También sostuvimos otros contertulios asiduos como José Antonio Torres Martinó, José R. Alicea, Myrna Báez, el Dr. José R. Oliver, Chuito Díaz, René Marqués, Carlos Raquel Rivera, Tony Maldonado, Ana García, Gilda Navarra, Alma Concepción, Myrna Casas, Victoria Espinosa, Lilliam Pérez Marchand, Gerard Paul Marín, Pablo Cabrera, Manuel Jiménez “Canario”, Tomás Blanco, los hermanos Figueroa, Arcadio Díaz Quiñonez, David Ortiz, Nilita Vientós Gastón, Juan A. Corretjer, Rafael Ríos Rey, Luis Rafael Sánchez, Amílcar Tirado, Manuel Joglar Cacho, Francisco Arriví, el padre Toño González y la entonces adolescente Teresa Tió Fernández, entre otros.

Como se aprecia, el contexto reunía una cantidad considerable de voces portadoras de opiniones, peticiones, encomiendas, talentos tan diversos cuya sola presencia era una educación. Éramos, sin duda, privilegiados con semejante tutoría.

Ampliaban nuestro currículo extrauniversitario, jornadas de estudio en el Museo Biblioteca La Casa del Libro, afiliado al Instituto, uno de los más importantes museos del libro del mundo donde su director David Jackson Mc Williams nos mostraba con guantes blancos joyas incalculables, clásicos, ejemplares modernos y contemporáneos a emular. Ya en el taller nos habían familiarizado con fuentes tipográficas desde la Columna Trajana, los Iluminados pergaminos medievales, exquisitos ejemplares del art nouveau, art deco, y los recientes desarrollos del poster hippie y el arte pop.

La relación laboral entre Homar y Alegría no siempre era armoniosa. Limaban las ocasionales asperezas y conflictos, casi siempre de orden político o administrativo, el mutuo respeto y la conciencia de ambos de lo delicado del balance ideológico entre el centrismo, a veces inclinado a la derecha del Partido Popular y la manifiesta vocación libertaria del taller bajo los maestros Homar y Tufiño.

Tuve la doble dicha de disfrutar de dos extraordinarios maestros durante mi estadía en el taller desde 1962 al 1966. Homar y Tufiño eran muy diferentes, pero los unía una gran admiración y afecto. Homar nació en Puerto Rico y se formó profesionalmente en Nueva York, al contrario de Tufiño, quien nació allá y se crió acá. Homar, más conceptual y de extraordinario virtuosismo técnico; Tufiño, más visceral e inspirado. Ambos maestros exigentes y rigurosos matizados por una paternal preocupación de encauzar a los aprendices en el gozo del trabajo artístico orientado al bien común.

Si bien la experiencia de ambos en la División de Educación de la Comunidad (DIVEDCO) había sido una de comunicación social y educativa sirviendo a apartados barrios de la Isla. La nueva misión les permitía mayores juegos formales, una exploración tan del oficio como de conceptos en el uso de la palabra como imagen, de la imagen como palabra y de sofisticados juegos malabares entre ambas. También se podían dar el lujo de experimentos serigráficos notables, descubriendo y desarrollando transparencias inéditas con deslumbrantes resultados. Los hallazgos en esa dirección eran reconocidos en otros países a donde nos invitaban a compartir esos adelantos. Homar, en particular, desarrolló lo que podríamos considerar pintura serigráfica, con matizaciones cromáticas, hasta entonces inexploradas, en el uso de solventes y barnices.

En el manejo de la letra, ésta cobró rol protagónico, ocupando con frecuencia la totalidad de la superficie del cartel en brillantes apuestas imaginativas donde la palabra configuraba el concepto de por sí, sin figuración alguna complementaria.

Alegría estaba consciente y orgulloso de estos hallazgos y los estimulaba (creo que anticipando que los talleres de gráfica, escultura, cerámica, vitral y restauración generarían una escuela), y así sucedió con la creación de la Escuela de Artes Plásticas y Diseño. Sin embargo, no todo era color de rosa en el Instituto. Los sueldos eran bajísimos a sabiendas de que muchos de los que allí laborábamos, si pudiéramos, pagaríamos por ser parte de tan noble encomienda. Nunca entendí por qué, si los salarios eran tan bajos y las responsabilidades tan altas, la Institución devolvía dinero sobrante todos los años a la Legislatura, en vez de aumentar los sueldos. A lo cual, alguien me comentó que esa era práctica recurrente en algunas ramas de gobierno y se tenía a orgullo.

Ascendí en responsabilidades y salario al ser nombrado asistente del maestro Homar y así me desempeñé por par de años más hasta que, próximo a casarme y tener familia propia, solicité un alza salarial que Homar trató en vano de lograr. Iba yo a aceptar una posición similar a la que tenía, pero mejor remunerada en la DIVEDCO, cuando el maestro me increpó con su característica energía y me planteó lo siguiente: “Tú no te vas a emplear en ningún sitio. Si te vas de aquí, te vas a montar tu propio taller. No vas a esperar un retiro para hacerlo, como yo, y dedicarle tus mejores años al gobierno. Montarás tu taller, ya”. Por supuesto que lo obedecí y aquí estamos hoy.

Lo que sí quiero aclarar, es que ni Homar, ni Tufiño, ni Alegría, ni ninguno de los que allí aprendimos trabajando, podemos arrepentirnos de lo allí enseñado y aprendido. Todo fue en beneficio propio y del país, logrado en esa noble identificación del individuo y su pueblo, de comunidad y nación. Lo que sí lamentamos es que sucesivos gobiernos de ambos colores hayan mermado el ya exiguo presupuesto institucional, reducido su plantilla laboral, recortado inmisericordes sus servicios, conduciendo al deterioro lastimero de su función ministerial y las joyas arquitectónicas a su cuidado. Ignoramos, al día de hoy, si esta situación tiene remedio.

El legado del cartel continuó creciendo en tradicionales e innovadoras direcciones en nuestro archipiélago y en la diáspora boricua. Talleres independientes como Visión Plástica, Alacrán, Bija, El Jacho, El Seco, Tintorera, Capricornio, Pachín Marín, Guasábara, Taller Boricua, Taller Puertorriqueño, talleres universitarios en Río Piedras, Cayey, Humacao y tantos otros, proliferaron muchos de ellos, en una creciente producción protestataria. La protesta se vislumbraba en el despliegue de caligrafía y tipografía en libre formulación de línea y color, luz y sombra poblando la superficie del papel de estructuras tan provocadoras como los eventos que proclamaba. La letra cobraba cuerpo y rostro, se tornaba paisaje y paisanaje. Se levantó como edificio de conocimiento, bandera de lucha y grito emancipador. Siempre al servicio de la comunicación, la letra alcanzó una autonomía y autoridad notable en afiches ejemplares. El gran logro de estas estampas fue comprometer al espectador a descifrar los vericuetos, deslizamientos y saltos mortales de mayúsculas y minúsculas y cursivas.

Conclusión

Dudo que Ricardo Alegría y Lorenzo Homar pudieran imaginar que el taller serigráfico artesanal de impresiones a mano sobre mesas de fabricación casera en un destartalado ranchón donde reinaban soberanas la polilla y el comején, sin aire acondicionado y salarios de subsistencia; iba, al correr de los años, a generar tan prolífica, subversiva, vital y viral descendencia. En estos pandémicos tiempos cuando mascarillas, escudos, distanciamiento físico y lavado de manos apenas nos protegen del contagio mortal, el cartel goza de vida saludable y cruza toda frontera, desenmascarando el abuso político, el imperio económico, y la inclemencia racista y social.

¡Gracias, Rafael Tufiño!

¡Gracias, Lorenzo Homar!

¡Gracias, Ricardo Alegría!

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