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aire azul

Balcei 189 mayo 2020

#alcorisasaleunida

Real Zaragoza, Aire azul Este año, queridos zaragocistas, es el año. Era y es. No hay duda. La lástima es que el 10 de mayo, fecha que yo tenía marcada desde el principio de la temporada para celebrar el ascenso y el XXV aniversario de la conquista de la Recopa, no será el día en que fundiremos el asfalto de Zaragoza para celebrar el ascenso. Lo tenía soñado, muy soñado, y no podrá ser. Pero será en julio cuando el sol nos acompañe en la multitudinaria celebración que compartiremos miles y miles de enamorados del escudo del león. Ya lo veréis. Mientras tanto, voy a dedicar este «Aire Azul» de mayo de 2020 a tres emblemas que me parecen sustanciales en el Real Zaragoza de hoy: La Romareda, nuestra vieja basílica que ve cómo se aleja el momento de su anhelada remodelación a causa de la terrorífica crisis con que la pandemia nos está azotando; Alberto Zapater, el capitán que este Zaragoza se merece. Y por último, Víctor Fernández, el hombre que encarna como nadie el latido del corazón blanco y azul. Es la forma que tengo de honrar a mis mayores y alentar a los jóvenes que son nuestro futuro. Para mí, La Romareda es la Basílica del fútbol Aquel 17 de marzo de 1974 yo tenía 11 años. El Real Zaragoza se enfrentaba al Athletic de Bilbao en un emocionante partido que acabaría con una magnífica victoria zaragocista por 3 a 0. Arrúa, mi ídolo, marcó dos goles al «Chopo» Iríbar, uno de ellos

soberbio. El tercero fue obra del gran Javier Planas. Recuerdo que mi padre me dijo que era un triunfo enorme porque el Athletic, me contó, era un equipo muy importante que jugaba en el estadio de San Mamés al que, me dijo, se conocía como «La Catedral». «La Catedral», pensé. «Ese campo se llama así seguramente porque en Bilbao hay una catedral. Pues si eso es así, aquí en Zaragoza tendríamos que llamar a La Romareda ‘La Basílica’. Por el Pilar, ¿no, papá?». Aún suena su risa en mi memoria y de vez en cuando me decía a mí mismo que sería bonito decir aquello de «nos vamos a la basílica a ver al Zaragoza». Años después, cuando decidí escribir las crónicas de los partidos del Real Zaragoza en mi blog zaragocista «Real Zaragoza, Aire azul», escribí este párrafo en el relato del Real Zaragoza – At. de Madrid del 25 de marzo de 2012 que acabó con victoria zaragocista por 1 a 0.

«Sin embargo, se puede escribir con tinta de cierzo oro que esta mañana La Romareda, la Basílica del Fútbol, esa que lleva nombre de mujer y ha visto cómo el terciopelo de Lapetra, la fortaleza de Violeta, la abundancia de Arrúa, el entendimiento de Señor, la tozudez de Poyet o la rasmia de Zapater alfombraban su césped con su fútbol, le ha dicho al mundo que hay motivos para respirar y razones para el combate». Escribí este párrafo en el que íntimamente bauticé al estadio zaragocista como «la Basílica» porque para mí y para cientos de miles de zaragocistas de alma blanca y azul es el templo de nuestra infancia. En él bendecimos un amor que nos ensancha el alma y compartimos con los nuestros la memoria de mil vidas. Desde entonces, a lo largo de ya casi ocho años, en todas y cada una de las crónicas de los partidos jugados en casa he utilizado el término «Basílica» para referirme a la vieja Romareda. Además he escrito artículos como «La Romareda, la Basílica del Fútbol, cumple 60 años», «La Romareda, blanca dama, basílica azul», «Vuelve el fútbol a la Basílica» o «De basílica a basílica. Concentración del 17 de julio», uno de mis artículos más emotivos. También me gusta recordar aquel partido que jugó el Real Zaragoza frente al Atlético de Madrid el 15 de febrero de 1970 la nieve visitó Zaragoza. O por mejor decir: una tupida y aguerrida agua nieve que, desde luego, no consiguió arredrarme ni doblar mi voluntad de asistir al partido. Tengo muy presente el pequeño debate que se suscitó en casa, las

explicaciones de mi padre tratando de convencerme para no ir, los temores de mi madre ante una posible «pulmonía» y mi deseo incontestable de participar, un domingo más, de la fiesta del fútbol. Así que bufanda, pasamontañas, guantes, moto, cuesta del barrio Oliver «p’abajo», Vía Hispanidad interminable y llegada a La Romareda. El partido ya había empezado, pero ahí estaba nuestro portero, el mismo, el de todos los partidos, encogido, arrugado, aterido, menguado en sus escalofríos…y atónito ante mi presencia. —¡Pero, hombre! ¿Cómo se le ocurre traer al chico hoy, con la que está cayendo? Mi padre, haciendo gala de una soterrada pero para mí muy familiar sorna manchega, debía tener la respuesta muy preparada, porque fue rápido y firme al decir: —¡Calle, calle, que con lo que me he oído de la mujer ya tengo bastante! Cientos, miles de golpecitos de mis pies al cemento del suelo me acompañaron aquel día como única forma de combatir el frío, pero nada importó, pues al gol de Ocampos en el minuto 14 y a la victoria (1-0) obtenida por el Zaragoza ante el equipo que ganaría aquella Liga había de sumar los tres balones que devolví a los jugadores cuando salían fuera o la satisfacción de verle de cerca la cara a Oliveros o al mismo Luis (entonces ni era Sabio de Hortaleza ni daba cortes de mangas a sus jugadores). Por el contrario, para mi memoria, tu presente y nuestro mañana, aquel partido lo tengo guardado en los cajones de mi corazón, como otros muchos que


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