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Narrativa La vecina

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Conloquiahaiga

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La vecina

María de Los Ángeles Martínez

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Metro y medio de pasillo y, por lo menos veinte años de edad, me separan de mi vecina. La puerta de su apartamento está al frente de la mía y permanece cerrada toda la semana. Vive sola. Pasan los días y de su casa únicamente llega un profundo silencio y, de vez en cuando, el ruido que hace al entrar y salir la señora de la limpieza. El felpudo de la entrada está deshilachado y viejo.

Mi vecina es una anciana alta y flaca, algo encorvada, de cabello blanco y mirada lejana. Se mudó a vivir aquí hace algunos meses. Me cruzo con ella cuando sale del brazo de la empleada, lenta y callada, a dar su corto paseo de todos los días. Pasa las tardes sentada en el balcón en medio de macetas con grandes anturios florecidos. No responde a mi saludo aunque yo la mire y le dirija una sonrisa.

En realidad casi nadie saluda en este edificio. Entran y salen y pasean a sus perros, ensimismados y ausentes. Las señoras que trabajan por días llegan temprano a los apartamentos, cansadas antes de empezar. Algunos niños juegan, al regresar del colegio, en el patio central. Los jardineros barren diariamente. Todo parece igual desde hace años.

A veces pienso, sobre todo en los días largos y lluviosos como hoy, que me gustaría tener algún acercamiento con ella, que tal vez si respondiera a mi sonrisa de saludo y me diera pie para hablarle… podríamos pasar del saludo a la visita y de ahí a conversar de «nuestras cosas» no hay más que un paso.

Esto de «nuestras cosas» es un decir, porque la vecina y yo no tenemos nada en común más allá de que vivimos solas en un apartamento semejante, las tardes de lluvia, la intensidad de los recuerdos que a mí me llegaron demasiado pronto, y el silencio solitario de las noches.

Eso sí, a pesar del evidente desinterés de mi vecina en hacer realidad mis aspiraciones amistosas, sigo dedicándole, sin desmayar, mis sonrisas matutinas.

Los domingos por la tarde la rutina invariable de la semana se rompe y un enjambre de parientes viene a visitarla. Interrumpo mi lectura del periódico dominical y miro por los visillos de la ventana. Bromean y ríen al bajar de carro. Son los mismos cada domingo: dos

mujeres de mediana edad, un señor de gran parecido con mi vecina, una parejita de enamorados siempre abrazados, dos niños y un perro. Vienen con bolsas y paquetes.

Desde ese momento me dedico a descifrar lo que ocurre en esa casa, a escuchar con todos mis sentidos en alerta. El cuerpo tenso. Suben los dos tramos de escaleras sin dejar la algarabía, oigo que se abre la puerta. Llegan claramente las voces superpuestas y alegres de los hola y cómo estás que dicen todos al tiempo. Luego vendrán los besos, los abrazos, el rostro suavizado de ella y la viveza en sus ojos por la alegría de verlos.

Sigo inmóvil, con el periódico abierto sobre mi falda, atenta a lo que ocurre. Dejan la puerta abierta y los niños suben y bajan las escaleras jugando con el perro. En la televisión narran un partido de fútbol, los parientes dan gritos de júbilo y palabras de ánimo a los jugadores. La mesa está puesta con refrescos y torta casera. Alcanzo a oír la voz de una mujer que dice ya no puedes estar sola, no puedes, y luego su voz se pierde entre el ruido y los gritos. Lo repite en cada visita.

Ella calla y sigue ahí, defendiendo lo que le resta de independencia, su espacio, su tiempo para no hacer nada, o hacer lo que quiera o lo que pueda. Protegiendo sus noches de añoranzas y sus madrugadas de desvelos, esos ratos en el balcón, y el gusto de verlos todos los domingos.

Ya casi termino de leer el periódico y no han llegado los parientes. Este domingo tardan más de lo acostumbrado. Al fin aparecen. Escucho el ruido del carro y miro de nuevo por la rendija de la cortina. Vienen más cargados que de costumbre. Suben las escaleras entre risas y bromas y gritan de alegría cuando la vecina les abre la puerta. Al rato se hace un silencio y después entonan el «cumpleaños feliz» en inglés, desafinados. ¡Ah, era eso!

A mi, el día de mi cumpleaños no me gusta pasarlo en casa. Prefiero ir a cualquier sitio desconocido, inventarme un viaje a un lugar de la costa y sentarme durante horas mirando el mar. Sentir que también el tiempo se vuelve nuevo, renace, mirar otros cielos y otras gentes. Pero nunca, nunca, este ritual de la torta, las velitas y el cumpleaños feliz en inglés. Es que eso…eso era antes.

Anochece, el encanto de la visita de hoy se ha roto, enciendo la luz y decido no seguir escuchando la celebración que sucede al otro lado del pasillo.

Una nueva semana y durante estos días no he visto entrar y salir a la empleada. Paso los días distraída en mis cosas y hoy domingo empiezo a sentir, desde bien temprano, la agitación interior que me produce la proximidad de un nuevo encuentro. Están cerca las caricias y el revuelo y no puedo concentrarme en la lectura.

Al fin llega la tarde, ubico la silla en la esquina de la sala desde dónde puedo observar la llegada de los parientes. Ver sin ser vista sus caras y atuendos, escuchar sus pasos en la escalera y sentir la voz de la vecina, las expresiones de júbilo, los abrazos.

Espero atenta y no aparecen. Un vértigo interior me sobrecoge, ¿y si no vinieran hoy? Crece en mí un sentimiento de desamparo, de soledad y abandono. ¿Es posible que, por algún motivo que desconozco, tengamos, ella y yo, que empatar una semana con otra sin recibir la visita de los parientes?

Transcurren las horas y nadie llega. Termina el domingo en la penumbra de la sala con las luces apagadas. Paso la noche en vela. Al fin amanece. Me ahogo en la casa y la incertidumbre por la ausencia inesperada de los parientes me agobia. Salgo y miro hacia arriba. Las ventanas están cerradas.

Han puesto un anuncio, con grandes letras negras, que dice «SE VENDE».

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