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Hojas anchas

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Los mandamientos

Los mandamientos

Gustavo Vásquez Obando

—Buenas tardes.

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»Hay un tiempo en el que todo parece transcurrir al ritmo de nuestras expectativas, de nuestros deseos, de nuestra todavía ingenua concepción del mundo. Un tiempo inacabado y germinal a cuyo pulso, por ejemplo, el lapso entre la primera navidad que nos trae la memoria y la siguiente se eterniza para el niño que éramos, así lo evoquemos desde la vejez más reflexiva. En ese proscenio de actores y libretos vaporosos, plagado de ambigüedades, nada garantiza que la realidad y lo que recordamos sean exactamente una misma y verdadera cosa. ¡Pero es lo que tenemos! Es a lo que nuestro pobre y bien intencionado deseo de escribir puede aferrarse cuando retornamos a una infancia muy lejana, como yo

pretendo hacerlo esta noche rumbo a la parcela tal vez más entrañable de mi remota niñez en Hojas Anchas. »Ustedes, claro, están en el derecho de asignar a mi relato la credibilidad que se les antoje. Podrán incluso fraccionarlo para tomar de lo que diga aquello que se avenga a la verosimilitud, entendida según su criterio, o desecharlo entero por absurdo, por inconsistente, por irrelevante, o por otro motivo cualquiera. Yo me limito a prometer que abordaré la historia con la mente puesta en el propósito de no fantasear en demasía; o, por lo menos, de reducir al mínimo el componente de ficción a que mis olvidos y mis ganas de acierto de seguro me van a conducir.

»Así es como creo que las cosas sucedieron:»

El recinto es pequeño. Tanto, que las veinte personas que lo ocupan casi rebasan su cabida, con un efecto de inmediatez y de intimidad que tranquiliza al hombre instalado en la tarima, para quien hablar en público ha sido siempre una… tortura. Pero esta vez enfrenta sus temores con ánimo decidido, pues comprende que el sentir del grupo —y solo ese sentir, desconsiderado en ocasiones, pero atinado casi siempre— le dirá si lo que va a referir tiene algún mérito como intento de hacer literatura. En general, siempre se atuvo a la opinión de quienes lo escuchan esta tarde. Pero la duda que de todos modos revolotea en sus adentros lo induce a la cautela.

De ahí su insistencia en la infidelidad de la memoria y en el oportunismo de la imaginación, cuando se vuelve al pasado remoto. ¡Y el suyo más distante reverbera muy lejos! La brisa que traspone el ventanal y la poquita luz con que se arropa —en la contigua avenida de tráfico rápido prevalecen las sombras, y la llovizna de hace poco ya no lustra el asfalto— sumen el recinto en una atmósfera de expectativa silenciosa.

Entonces el hombre se mete en su relato con un dominio de sí que nadie se esperaba. Y esto fue lo que dijo: —Hojas Anchas no era, en los tiempos a que voy a referirme, más que el proyecto en desarrollo de una hacienda cafetera de la época: sobre un recuesto de la cordillera occidental, bien conservado en su fauna y en su flora, amplias extensiones de café pajarito bajo el sombrío de piñones, con platanares intercalados en el sotobosque. Y en menor escala, allí donde la frescura de los amagamientos les permitía medrar, sembradíos de la variedad maragojipe, de drupas rojas como el borboteo de una herida. En su propósito de autosuficiencia completa, la Finca —así, con mayúscula, pues como significante propio, tutelar y providente la concebíamos todos— albergaba también terrenos de pastura, reservas forestales, cultivos de pan coger en derredor de viviendas rústicas donde moraban en comodato los agregados, y hasta una franja de magueyes con

una desfibradora itinerante que surtía, entre gemidos estridentes, la cabuya con que se hilaban los sacos utilizados en la exportación del grano. Todavía hoy, a tantos años de distancia, puedo ver a Chucho Montes y a Heliodoro Arboleda arrumar en camiones Studebaker filados frente a La Estufa —los bíceps expandidos, la yugular hinchada y el sudor perlando sus espaldas—los bultos de café pergamino rotulados con anilina roja: 70 kilos - Café Hojas Anchas - Bremen, Alemania. »En el orden práctico, la Finca discurría sobre carriles de eficiencia insuperable: salarios bajos, ayunos de prestaciones sociales; trabajo agotador y siempre vigilado, de las primeras claras al ocaso más último; conformismo de los trabajadores con su condición personal y de familia, y una estructura piramidal y asistencialista que distinguía entre el peón raso, sin vínculos añadidos con la hacienda, y el agregado, ese sí con vocación de permanencia y al que por eso mismo se le asignaban una casa y un solar donde afincar su compromiso con la hacienda. Y, escogido casi siempre entre los últimos, el personal de confianza, desde el vueltero que tenían su asiento en la Casa Grande, junto con la servidumbre de cocina y de alcoba, pasando por los capataces en los frentes de labor, casi todos viejos, el administrador de La Estufa (complejo de edificios donde el café en cereza se despulpaba, se dejaba fermentar, se lavaba luego para su secado en grandes tambores giratorios caldeados por carbón,

para finalmente pasar a la trilladora que lo convertía en pergamino, listo para la exportación, todo ello en máquinas accionadas por agua y electricidad), hasta llegar al mayordomo, última cuenta en este rosario de producción escalonada. »Y en mitad de todo eso, yo, y mi padre, y mi abuelo materno, el más cercano de nosotros al establecimiento… para no hablar de las mujeres que conformaban el grupo familiar, en un vivir la vida de modo gregario, consabido y previsible, o un sentirla fluir, en mi caso, con la perplejidad que lastra toda infancia, al arropo de una Finca cuya omnipresencia irrigaba hasta los estancos más íntimos de la comunidad. ¡Nada fácil, visto desde ahora!, así la magia de lo pretérito atempere la aspereza de esa vislumbre. Pero tampoco algo imposible de sobrellevar, puesto que en ausencia de todo referente comparativo aquello no desbordaba las fronteras de lo que se consideraba normal en esos tiempos. En todo caso, salvo el malestar producido por la conjuntivitis que por ese entonces padecía (ceguera, se le llamaba entonces), con la que había aprendido a convivir, aquel día de junio yo iniciaba mi jornada con el auspicio de una holganza sin contratiempos —era sábado; estábamos en vacaciones, y en el cobertizo anexo a mi casa había leña suficiente para cubrir las necesidades del fin de semana—, tras una noche dormida a plenitud, cuando ocurrió lo que pasó:

»—¡Mula parada no gana flete, don Deogracias! — había, lo recuerdo muy bien, un dejo de hostilidad en la voz de quien así anunciaba su presencia en el camino, el zurriago de guayacán con la punta apoyada en la hebilla de la correa, una recua de bueyes aparejados cinco pasos adelante, al hombro la mulera percudida de sudor y una ristra de silbidos y rezongos embolatados en la pelambre de su barba. »—Ni pión barbado aguanta de orillero, Justico. Vos debés saber por qué lo digo… —replicó el destinatario de la censura, enfatizando mucho el diminutivo y en un tono de voz tan destemplado que no pude espantar la sospecha de un desenlace violento. »Aludía desde luego a cuando Justo Ortega, el de la provocación hecha refrán, integraba de joven la cuadrilla que talaba bosques arriba del caserío, en competencia centrada sobre cuál de los peones de hacha al mando de mi abuelo Camilo lo hacía mejor, y a la barba levantisca que ya por ese tiempo se dejaba crecer, antes de convertirse en el arriero que era ahora. A esa conclusión llegué sin conjeturas, apuntalado en las historias que sobre la rivalidad entre los interlocutores circulaban por ahí, y en lo que sobre fungir como orillero en la rocería de montañame había explicado mi padre. »El de la réplica zaheridora era el viejo Deogracias Clavijo. Ocupaba con su familia una casucha de

cancel y tejas de astilla frontera con mi casa, y era un hombre alto, derecho en el andar y pronto en el decir, de cuerpo sarmentoso, el pelo del color del rescoldo humedecido y una delgadez extrema, impresionante, que yo relacionaba con el hambre. Don Deíto, como le decíamos, coloreaba el paisaje de mi aldea con su afición a la parranda y a la música de cuerda —tocaba el tiple con habilidad y cantando lo hacía bien—, con su temor serval a servirse de cualquier vehículo automotor, y con la devoción extrema que profesaba a su progenitora, Purificación María Fernández, dos veces más vieja que él y achacosa. Don Quijote en pasta, en lo que a continente se refiere; y acaso también en algunas aristas de su temperamento cimarrón. Sentado en una piedra frente a su rancho, ensimismado en su labor, probaba con la yema del pulgar el filo del machete que afilaba cuando los cinco bueyes que precedían a Justo Ortega emergieron de la neblina —no eran más de las seis, en esa época del año en que amanece muy temprano— y yo, acurrucado tras la fronda del jardín, restregaba en mis ojos las rosamarillas húmedas con que removía la costra lagañosa de mis párpados. Ignoro si me había visto. Pero cuando retrajo hacia la espalda su machete, ya con la silueta del arriero inscrita en la cinta agrisada del camino, yo pensé que su gesto ocultaba de mí, más que de Justo, las intenciones violentas que destilaban la ocasión y su beligerancia. Por eso entré a la casa y le dije a mi madre:

»—¡Mamá, mamá: Justo Ortega y don Deíto van a pelear! »Pero no pelearon. Ni ese día, ni durante los muchos años que pasaron antes de que Deogracias muriera de viejo en un pueblo del Valle del Cauca, ya cuando la Finca estaba en decadencia y yo la había dejado muchos años antes. Y esto a pesar de que en el Hojas Anchas de que les hablo, casi todos los conflictos entre los varones adultos los dirimían las armas. La razón última de que mis temores no se confirmaran me la fue revelando, con balbuceos de una suspicacia precoz, muy incisiva, la semejanza fisonómica que emparejaba a Justo Ortega con el único descendiente varón de don Deíto, más y más ostensible a medida que el tiempo transcurría. Me refiero a su nieto Martín Emilio, heredero de su apellido; mi compañero de juegos y mi confidente en la empresa difícil de volverse adolescente, cuyo nombre de pila era eclipsado, incluso para sus parientes, por el apodo eufónico de Manaíllo� Porque, claro: si Cantalicia Clavijo Fernández, la madre de mi amigo, no tenía ni había tenido marido, y si Justo y Manaíllo se parecían tanto, esa similitud disipaba mi confusión sobre el desenlace inocuo del incidente referido.

»Aquí debo decir que Manaíllo era enclenque, apocado y revejido. A diferencia del mío, que el tuerto Atilano Ramírez cortaba cada tres semanas, su pelo en lanugos sediciosos rebasaba la cota de sus orejas,

siempre sucias, trasquilado a lo San Antonio por su madre cuando el pajonal había crecido en demasía. Además era feo y tenía atrofiado el brazo izquierdo, que colgaba a la deriva como la rama de un sauce llorón. No estudiaba, pues la independencia que su familia quería preservar respecto de la Casa Grande —en contraste con el sentimiento colectivo, de reposada sumisión—, tanto como el afán de ganar unas monedas haciendo de garitero, le habían cerrado las puertas de la escuelita rural, subvencionada por la Finca. Yo, en cambio, asistía a clases los lunes, miércoles y viernes (las niñas lo hacían las restantes jornadas hábiles de la semana), de modo que mi tiempo estaba más comprometido que el suyo. Con todo, Manaíllo no perdía ocasión de acercárseme, y se pegaba a mí en todo momento, cual maleza a los taludes, como si de mi hacer, y de mi disponer, y de mi respirar dependiera su propia vida. Siempre di por hecho que era él quien me buscaba. Pero hoy que lo evoco para ustedes; hoy que su recuerdo llega a mí con nitidez ofuscadora, como si ayer no más nos hubiéramos separado, algo me invita a preguntarme: ¿Sí sería así? Porque si a mi arrimo eludía él las zarpas de su marginamiento, de la escasez que no remite, de los domingos sin una golosina, y en ocasiones las del hambre (a pesar de que la despensa de mi casa nunca le cerró las puertas), yo, al suyo, ganaba en la confianza de considerarme a salvo de todo cuanto a él lo disminuía y acosaba.

»—Manaíllo: si me ayudás a encerrar los terneros esta tarde, dejo que me acompañés a sacar abejorros de los postes del telégrafo —le dije cierta ocasión, por el mero gusto de poner a prueba su buena disposición para conmigo. »—¡Claro, vamos! —se apresuró a responder. »—Pero esta vez cogemos dos, por lo menos, para ponerlos a pelear —le advertí—. Voy a llevarme el frasco donde mi mamá guarda el chocolate. Así los veremos pelear. »—¿Y cómo hacemos? Porque esos verracos salen disparados de los postes… »—Tranquilo, que yo te digo cómo. Vos hacé lo que te mande, y eso es todo.»

Es en la orilla de la quebrada, con la tarde muy alta. En el corral que cercan guaduas y carrizos, los becerros se duelen del confinamiento con mugidos lastimeros. El más corpulento, ya próximo al destete, se yergue sobre los demás y los empuja, para cubrirlos. Nadie ronda por los contornos. El viento mismo, que en agosto ripia las hojas de los platanares, esta vez peina en silencio los helechos que tapizan el prado. Los aisladores de la línea telegráfica destellan todavía, como escarabajos bruñidos por un sol que ya se abaja, y los postes a que se adhieren enfilan su rectilínea sucesión por la explanada

que bordea el riachuelo. Al primero de estos estacones se dirigen los niños de la travesura en aguardo, pensando cada uno en lo que hará. El que viste mejor y marcha de primero está seguro. El otro cavila y se interroga —¿cómo así que juntar abejorros pa’que se maten? ¿Sí será…?—, pero termina por confiar en quien lo guía. Habla el primero, entre autoritario y persuasivo. —Bueno, Manaíllo. ¿Listo?

«—Listo, sí. ¿Qué hago entonces? »—Encocá la mano y la ponés así, tapando el hueco. Así —es que en el madero frente al que dialogan, como en otros de la red telegráfica, un orificio circular y profundo indica que allí tiene su nido un abejorro—. Y cuando sintás que va pa’fuera, cerrás la mano de una, rápido, y lo cogés. ¡Pero sin aplastarlo! Yo mientras tanto voy a golpear el poste con esta piedra, hasta que salga. ¡Ojo, pues! »—¿Y si me pica? »—Si te pica, te aguantás. ¡Porque lo necesitamos! »Todo fue según mis instrucciones. Y de acuerdo también con lo premeditado, sin adehala alguna mitigadora de culpas sobrevivientes. No obstante, cuando vi que la mano buena de Manaíllo comenzó a hincharse, con el aguijón del insecto clavado en el lugar donde las diagonales de la M se cruzan, no pude evitar que

un sentimiento de pesar estrujara mi conciencia. No porque mi compañero hubiera salido mal librado de aquel lance —que al fin y al cabo, joder con abejorros tiene sus riesgos, recuerdo que pensé en ese momento—, sino porque yo sabía que los abejorros no se atacan entre sí. Entonces le dije, mientras le arrebataba el frasco en el que aleteaba y zumbaba el bicho capturado. »—¡Mejor vámonos! —por extraño que parezca, él insistió:

»—Falta uno. Puedo agarrarlo con la otra mano — pensando en la malformación de su brazo, casi me río en su cara. Pero me limité a decirle:

»—¿No ves que el abejorro que cogimos es negro? Y vos debés saber que los que pelean son los monos. »Así era yo, y así era Manaíllo por la época en que se entreveran estas memorias. Lo que más recuerdo de él y más intensamente me ata a su ser de aquellos días, es que confiaba en mí con una fe maciza y enigmática, pues nada especial la sustentaba. Si, elevando cometas, por ejemplo, le exigía que se dejara inmovilizar para permitirle que levantara la mía, «porque si un ventarrón bien verraco te eleva de pronto por los aires, entonces ¿yo con qué le salgo a Cantalicia…?», sin vacilaciones se abrazaba al árbol elegido tras proveer, el mismo, la cuerda con qué conjurar el imaginario desastre. En alguna ocasión, poco después del rifirrafe habido

entre Justo Ortega y don Deíto, los dos buscábamos azogue en las traseras de mi casa (remanentes del que la Colombia Mining Company movilizara años atrás, en remesas trimestrales, con destino a las minas de Marmato), sin que el esfuerzo por desenterrarlo y verlo espejear en nuestras manos rindiera frutos. Ya casi era de noche. Como en la búsqueda del mercurio era preciso que nos empleáramos a fondo, la vista atenta y el tacto prevenido, y el día siguiente yo debía estudiar, antes de retirarnos le advertí a Manaíllo que en ninguna circunstancia continuara la tarea sin mi concurso. La endeble y efímera resistencia que opuso me extrañó y me exasperó al mismo tiempo. Por eso lo hostilicé: »—Manaíllo: dice mi mamá que si no vas a la escuela es pereza; porque lo que a vos te gusta es pescar cheres en la Sonadora, o mantenerte a la cola de Justo Ortega cuando no estás de garitero. »—¿Dijo eso Inesita? ¿Cuándo? —el tono de su pregunta delataba el desasosiego que yo quería producir; esa como urticaria subjetiva, piquiñosa, que corroía a Manaíllo ante la sola idea de contrariar a mi madre, así fuera en el más trivial de los asuntos.

»—Lo dijo anoche, después de que rezamos el rosario. También dijo que si no fuera porque Cantalicia es tan chisparosa y llevada de su parecer, hace mucho rato habría hablado con misia Belarmina y con la maestra

para que te reciban en la escuela, donde deberías estar —agregué, y vi que la preocupación de dos segundos antes se acentuaba en cara.

»—¿Y al fin qué? —preguntó, expectante. »—Pues nada… porque mi papá dijo que ni riesgos, que nosotros no teníamos por qué meternos en los asuntos de ustedes con la Casa Grande, mucho más sabiendo lo que le pasó a Nicolasa con el mico, por más que mi abuelo fuera el mayordomo. Ahí quedó todo —y una satisfacción íntima, de espontánea solidaridad con mi amigo y su incapacidad de amarrarse a horarios o a rutinas, me contagió del regocijo que ahora se desparramaba por la cara sucia de Manaíllo� »Y es que a mis años, señores, y ustedes saben que son muchos, no he visto radicada en ninguna otra persona una vocación por lo cerrero y montarás tan definida como la que inflamaba el alma de mi amigo. ¡Tan definida y trunca, al mismo tiempo! » ¡Los asuntos de la Finca! ¡Las relaciones de la hacienda con sus trabajadores, Dios del cielo! Hasta donde tengo entendido, Cantalicia Clavijo y su hermana Nicolasa, bastante menor que ella, sirvieron en la Casa Grande desde que el uso de razón y la penuria las expulsaron de su rancho, la primera como ayudante de cocina y la otra en la limpieza de los cuartos, el lavado y el planchado de las ropas. Un recuerdo muy viejo —el más

antiguo y fiable de que tenga noción, probablemente— me muestra a Nicolasa extendiendo ropa en el patio de las azaleas. El viento entorpece su labor. Desde afuera, pegado a la verja que encierra la casona y deslinda territorios, la veo debatirse con la sábana que pretende colgar, y que le azota el rostro, y la despeina. El sol, en su lento descenso sobre Santa Elena, dora los prados, pone más albura en el uniforme de la criada —cofia y delantal almidonados, y zapatitos de lona, blancos como el conjunto entero— y dibuja su silueta sin curvas en el hule verdinegro que el cercado de pinos cuelga al fondo. Viéndola desplazarse por el tendedero, retozona y ágil, pienso en una de esas diminutas mariposas blancas que infestan con sus larvas las coles de mi abuela. Y de pronto, por primera vez, cuando se empina para abrir un gancho, azorado ante el hallazgo súbito, en lugar solamente de la menor de las Cántalas, descubro en la criadita a una muchacha hermosa.

»Las Cántalas eran tales para nosotros porque la madre de Manaíllo se llamaba Cantalicia. Misma veleidad semántica que trasmutaba en Las Anaisas a las hijas de don Ramón María Ocampo, fabricantes de escapularios y vendedoras de sufragios, por la sola circunstancia de que la mayor de las tres respondía al nombre de Anaís. Pero mientras estas entibiaban su gracia decadente de «violetas escondidas» a la lumbre de un recato exagerado, abacial y vetusto, y eran por eso

el paradigma de la soltería sobrellevada con decoro, Las Cántalas feriaban sus ganas de vivir y su juventud en jolgorios que atraían el reproche más o menos explícito de la vereda, sobre todo en el ámbito mujeril. En rigor, esas reuniones no era más que veladas de fin de semana en las que don Deíto rasguñaba el tiple, mientras Cantalicia y Nicolasa, muy afinadas a la hora de interpretar a dúo el repertorio vernáculo, ponían en ello el toque un tanto frívolo que atraía a los concurrentes. Pero animadas, eso sí, tales parrandas, por el destilado de alambiques umbríos —a cubierta, bajo robles serranos y neblinas rastreras, de la vigilancia armada que ejercían los agentes del Resguardo Departamental—, y por el consumo de viandas muy sencillas que las anfitrionas dispensaban a los convidados. Tanto «desenfado» y tanta «audacia» tenían qué suscitar, por fuerza de lo pacato y provinciano que rezumaba la Hojas Anchas de esos días, la celosa prevención de las mujeres y la censura de la Finca, engrampada a su papel moralizante aceptado por la mayoría de los vecinos como un mal necesario. Mi propia madre puso en evidencia el alcance y la índole de esos sentimientos:

»—Mamá —le dije, la vez que vi comprometido el tratamiento de mi conjuntivitis—, ya no quedan flores para remojarme la ceguera por la mañana. ¿Qué será lo que pasa? —y ella me explicó:

»—Lo que sucede, m’hijo, es que Manaíllo madruga más que usted —después agregó sentenciosamente, como si hablara por todas las mujeres casadas y casaderas del caserío—: Y como a las Cántalas ni siquiera les queda un minuto para sembrar una mata de rosamarilla por andar persiguiendo maridos en las parrandas de los sábados... » «¡Persiguiendo maridos…!» Cuando le hice notar que a esas fiestas asistían más hombres solteros que varones casados, porque los conocía a todos, y que mi padre no frecuentaba esa casa, me salió con que yo no sabía de la misa la media y que mejor dejáramos las cosas en ese punto. »No se extraiga de lo dicho la idea fácil de que Cantalicia y Nicolasa Clavijo eran prostitutas. No lo eran, ni lo fueron nunca. Pero la imagen que tenían de sí mismas les permitía prescindir de la aprobación ajena, sin ser de ello muy conscientes, y comportarse con la espontaneidad y el talante sandunguero que tanto molestaba al vecindario. Tampoco se piense que eran del todo castas, pues con su manera disipada de rematar las noches de los sábados este juicio resultaría aventurado. Y aunque nunca les fue fácil decir «no» —la expresión era de mi madre—, de una cosa creo estar seguro: jamás sus enaguas se vinieron al piso por influjo de un incentivo mercantil, ni por el propósito deliberado de dañar un matrimonio. Ni siquiera

cuando el desempleo de Nicolasa, extrañada de la Casa Grande, la renuncia al trabajo de Cantalicia y el recrudecimiento de la enfermedad de la abuela tensaron los flejes de su pobreza secular, y don Deito, achacoso también, y resentido, ya no aportó más a las finanzas familiares. Aun en tales circunstancias, ni la desnudez de su vivienda, ni el desabrigo de su penuria quebrantaron el ánimo festivo de las dos. Tampoco su dignidad se vino a menos. Porque cuando la inocencia de Nicolasa sobreaguó finalmente, tras once meses de condena ominosa, porque el responsable puso en evidencia la verdad insólita de lo ocurrido, ellas y sus allegados rechazaron el desagravio ofrecido por la Finca. » ¿Quién iba a suponer, estimados amigos, que la ropa elaborada en lencería fina que Nicolasa oreaba en el patio de las azaleas para que misia Belarmina, la señora de la hacienda, pudiera cambiarse de interiores con higiénica frecuencia, iba a parar donde paró? Nadie, desde luego… Salvo Mola, el mono lujurioso de cejas requemadas y hocico encanecido que el dueño de la hacienda había traído de Medellín, junto con el par de perros pequineses —Hulla y Coque— que mi tía Susana, víctima de locura mística, confundía con Satanás y su manceba. El mismo que once meses más tarde, contados desde la fecha en que Nicolasa perdió el empleo (porque nadie más que ella pudo haber hurtado, en rapiñas sucesivas, las prendas íntimas que la sensibilidad de la dama extrañaba tanto) salió del

palomar que tenía como casa luciendo muy ufano uno de los sujetadores perdidos; y que cuando Quico Vásquez, a la sazón vueltero de la hacienda, trepaba por la escalera para extraer del cubículo elevado las bragas y los brasieres que conformaban el resto del alijo, aulló, brincó y se acurrujó en la plataforma, compungido, tapándose los ojos con las manos. »Yo no sé qué hubiera sucedido si, en un arranque de atrición tardía, Mola no hubiera desvelado la inocencia de Nicolasa. Posiblemente nada. Porque, como insinué antes, don Deíto y su gente soportaban su adscripción al escrupuloso vecindario con dignidad y entereza paradigmáticas, un poco por como eran y sentían y otro tanto porque su casa, como ninguna otra en la aldehuela, no le pertenecía a la Finca. Esto no obstante, un reducto de recelo contenía a Manaíllo cuando le pregunté, un domingo en la noche, mientras cebaba a tientas mi anzuelo con lombriz brincona — recorríamos, de pesca, los charcos de la Sonadora, y en la noche sin luna, olorosa a cocuyos, su aptitud para ver en la oscuridad se burlaba de mi torpeza— por qué su bisabuela ya no abandonaba el cuarto donde la tenían recluida. Guardó silencio, e imaginé que miraba aprensivo en derredor, como cuando se arropa un secreto. Al fin me dijo, vacilante: »—Es que Purita ya no aguanta siquiera que la saquen al sol —y agregó, cambiando de tono brusca-

mente—. Pero a mi mamá no le gusta que hable de estas cosas.

»—¿De qué cosas, Manaíllo? »—De lo que le estoy diciendo… de lo que le pasa a la viejita… Mejor dicho: de que tiene el cuerpo cerrado y por eso no ha podido morirse. »—¿Cómo así que no puede morirse… ¿Y eso por qué? »—Yo no sé por qué —me respondió, ya impaciente. —Pero eso sí: no le vaya a contar a nadie esto que le digo. Mucho menos a Inesita. »Le pregunté qué había de malo en que Purita no se muriera, si todos en la casa la querían y cuidaban, sobre todo don Deíto, y por qué motivo eso de que tenía el cuerpo cerrado, fuera lo que fuese, era algo que debía mantenerse oculto. Con desazón apenas sofrenada, como si las respuestas a mis preguntas estuvieran tocadas de evidencia, se limitó a decirme que en la Casa Grande nadie creía en agüeros y hechicerías. Acordándome de lo que manda el catecismo del padre Gaspar Astete, no quise insistir. Mas bien me concentré en arrancarle la promesa de que al día siguiente, si las Cántalas honraban la costumbre de lavar todos los lunes la ropa en la quebrada, me dejaría entrar al cuarto de su bisabuela para observar de cerca los efectos del encantamiento.

»Ustedes pensarán que el silencio de Manaillo sobre algo que debió comunicarme espontáneamente, hizo que desmereciera ante mí. Pues no fue así. Esa misma noche, mientras removía con limón y ceniza el mucílago de los cheres capturados, una suerte de admiración por él germinó en lo íntimo de mi ser, colgada al privilegio que entraña convivir tan de cerca con un genuino y tangible maleficio. Y hasta llegué a desear que mi abuelo Camilo —es lo que pienso ahora, aunque… ¿quién sabe?—, casi tan viejo como Purificación María Fernández, la enyerbada, tuviera también el pellejo clausurado.

»Promediaba la mañana cuando trepé al envaretado de mi patio, ese lunes, a la espera de que Manaíllo me condujera ante la enferma. Llegó puntual y bien dispuesto. Cuando cruzábamos el corral del ordeño observé, prendido al cancel de la pieza delantera, el afiche desteñido que tantas veces había visto, pero cuyo significado se me ocultaba. No resistí la tentación de deletrear, en voz alta y pagado de mí: «Fun-dación Roc-ke-fe-ller - Cam-pa-ña mun-dial con-tra la Un-ci-na-ria-sis», y seguí adelante del brazo de mi amigo. En la pieza de Purita casi no había nada: un retablo muy antiguo de San Roque, bajo cuyo marco desconchado el humo que expelía una lámpara de aceite asfixiaba al perro provisor; tres paredes desnudas de tablas en vertical, con rendijas tapadas con papel vejiga; escasos muebles de madera, incluida la mesa de

los medicamentos, y un ventanuco que encuadraba un naranjo florecido, del lado del solar. Y sobre un catre con salpicaduras de cebo en la baranda, la víctima del sortilegio, en posición decúbito lateral, exhibiendo bajo la transparencia de su camisón de liencillo las escaras producidas por la inmovilidad. Menuda, demacrada, con la faz amarillenta, doña Purificación abrió los ojos cuando Manaíllo le susurró al oído no sé qué. Me retuvo un instante en sus pupilas y alcanzó a preguntar, muy por lo bajo, antes de sumirse otra vez en la inconsciencia, si yo era «Juliancito el de Inesita». Le contesté que sí. Pero la fetidez de sus llagas, fundida con el olor penetrante del ácido fénico, y el cuadro deprimente que pintaba la cuasi-agonía de la anciana, me alejaron de allí con la impresión demoledora de los efectos que en un alma buena puede producir un maleficio. »Unas semanas más tarde un indígena viejo apareció por el camino que desciende de la cordillera. Yo lo vi llegar. Esquivaba con pequeños saltos las charcas dejadas por el último aguacero, con la parsimonia propia de los de su raza. En la mañana fría de noviembre —hilachas de neblina se abrazaban a los peñascos de «Viringo», nuestro cerro tutelar, y en el pasto de las cunetas el roció todavía destellaba—, la saya ahumada del Compadre, el bastón que esgrimía y el collar de corales y chaquiras que rodeaba su cuello, hasta casi cortarle la respiración, me dijeron que no era un indio

cualquiera y que procedía de San Antonio del Chamí. Pensé que seguiría de largo, como otros de su etnia en sus desplazamientos regulares hacia el interior del departamento. Pero don Deíto le salió al paso e ingresó con él a su vivienda. De lo que hablaron, no fui testigo. Pero Manaíllo me contó después que el indígena estuvo a solas con la enferma durante media hora; que al salir, sudoroso y agitado, del cuartucho pestilente, informó que el maleficio estaba roto y advirtió que por nada del mundo despojaran a Purita de la contra que había puesto en una de sus manos, porque en ella había confinado los poderes del hechizo. »Purificación María Fernández de Clavijo falleció en la madrugada, diez y seis horas después de que el Compadre que la redimió del maleficio se alejara de Hojas Anchas. La velaron en mi casa, de la mañana a la tarde, porque la estrechez y la inopia de la suya no alcanzaban para nada diferente. Amortajada con el hábito de San Antonio, el cíngulo le ceñía dos veces la cintura: a tan algo diminuto y sin sustancia se había reducido su cuerpecito martirizado. Si no fuera porque el crucifijo que pusieron sobre su pecho la aplastaba dentro del cajón, de seguro hubiera levitado. Cuando la asistencia al velorio se redujo al mínimo, hacia las dos de la tarde, me deslicé con Manaíllo entre las Cántalas y don Deito para mirar de cerca a la difunta. Entonces me pareció ver que entre los dedos descarnados de su mano izquierda, atada a la derecha con una cinta negra,

un guijarro blancuzco, tan grande como un huevo de paloma, emitía unos destellos tenues e intermitentes... »La última vez que vi a Manaíllo aparejaba una yunta de bueyes en el lugar donde veintidós años atrás yo supuse que su padre y Deogracias Clavijo iban a pelear. Ya bastante mayor, y con la barba hirsuta que exhibiera siempre Justo Ortega, apenas sí me reconoció cuando lo saludé. Muy cerca de allí hablé también con las Cántalas. Arrugadas y encanecidas —algo más Cantalicia que Nicolasa—, me dijeron que ahora en Hojas Anchas nadie se entregaba a la parranda los fines de semana, ni al cobijo de la alta montaña se destilaba aguardiente. Aunque la techumbre ya no era de roble y a la madera de las paredes lo había sustituido ladrillos a la vista, ahí, pasando apenas el camino, permanecía su casa. »La mía ya no estaba. »Muchas gracias».

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