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La mona

Estella Higuita Urán

Aunque el recorrido era largo y tedioso, Martín Arboleda se empeñó en volver. Desde la carretera ondulada y sin pavimentar, miró allá abajo el pueblo pequeño, extendido entre los nudos de las montañas y se sintió conmovido. Una alegría profusa lo poseía, mezclada con recuerdos de aquellos días vividos en medio de la simplicidad de la infancia y la adolescencia: las calles empinadas y polvorientas, sus pies descalzos levantando el polvo, su escuela, sus amigos, los domingos bulliciosos cuando los campesinos acudían a las cantinas y se emborrachaban.

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El carro siguió su recorrido en medio de cañaduzales y plantíos de café; los espacios vacíos de cultivos le permitían divisar y ubicar algunos lugares. El clima devolvía la calidez que siempre tuvo. Allá, en el llanito

del Guadual, aún seguía en pie la casa de la Mona. Sin darse cuenta, su cara enrojeció y con una emoción repentina, expresó: —¡No puede ser! Ahí sigue la casa de la Mona.

Su compañero de silla, con quien apenas cruzó algunas palabras, extrañado, susurró: —¿También conoció a la Mona? —eso lo dijo con una voz tan baja que el forastero no prestó atención. Después, tratando de mostrarse amable, le expresó: —Perdone que le haya escuchado lo que dijo. Yo a usted no lo distingo, pero si sabe de ella, pienso que usted vivió aquí antes o me hace la honra de ser mi paisano. —Claro, hombre que soy de aquí. Tenía muchos deseos de ver otra vez a mi pueblo. Me fui hace cuarenta y cinco años. ¿Qué hay de la Mona? —Amigo, es mejor que no hablemos de ella aquí. Se dicen muchas cosas. Se las cuento después, si tenemos lugar de vernos más tarde.

Al recién llegado le pareció extraño, sin embargo agregó: —Está bien vecino. Aunque la verdad es que había olvidado que ella existía y sólo ahora que volví a ver su casa, la recordé. Yo era un niño y la señora rondaba los domingos por la cantina «El Dandy».

—¡Ah… le creo! Pero su emoción me dio a entender que fue más allá de haberla visto siendo usted un niño. De seguro que la visitó —dijo el compañero.

Martín disimuló con una tos fingida que se confundió con el estrépito del bus al frenar. Los pasajeros se bajaron. Martín Arboleda parado en la acera, dio una mirada al pueblo. Después de un rato, continuaba en el mismo sitio mirándolo todo, parecía desorientado. El vecino entró en la oficina, gestionó algo en ella y al salir, vio que el forastero continuaba parado en la acera. Se acercó y se despidió de mano, diciéndole: —Yo soy Juvenal Urrego y usted ¿Cómo se llama? —Mucho gusto. Martín Arboleda.

Juvenal sonrío y dijo: —vivo por la calle del Hospital, tal vez nos podemos ver más tarde. ¿Dónde se piensa quedar? —La verdad, no lo sé.

—¿Tiene usted parientes en el pueblo? —No. Ni siquiera conocidos, ya no conozco a nadie y ahora el pueblo se me hace extraño. Creo que daré una vuelta y me regresaré en el próximo carro que pase. —Pues éste fue el último bus, el próximo sale mañana a las cinco. A veces pasan automóviles pero ya van contratados. Si gusta lo puedo llevar a mi casa.

Con frecuencia doy posada a la gente que nos visita. De pronto se amaña en este pueblito y se quede con nosotros algunos días. —Yo prefiero ir a un hotel, no me gusta incomodar a la gente. —En el pueblo no hay hoteles, yo ofrezco ese servicio a algunas personas. Venga conmigo.

Martín Arboleda caminó a la par con Juvenal, todo lo veía diferente, como si fuera otro pueblo. Le preguntó: —Veo la calle estrecha, esto era más amplio. ¿Qué pasó aquí? —Pues, que quitaron los corredores. —Claro, por eso veo todo tan distinto.

Siguieron bajando; de una cantina con poca gente, unas notas musicales se habían escapado hasta la calle. Un hombre delante de ellos caminaba despacio, sus pasos lentos y el sonido de su bastón, eran como el preludio del fin de su viaje. Un perro dormía en la acera, Juvenal lo espantó; el resto de la calle parecía desolada. Luego silbó algo parecido a la música que sonaba en la cantina.

Martín le dijo: —Cuénteme pues, ¿Qué hay de la Mona?

—Se lo contaré esta noche. Sacó las llaves del bolsillo y mientras abría la puerta silbó otra vez la misma tonada. El aire enrarecido llenó los pulmones. Juvenal se apresuró a abrir la ventana. Luego expresó: —¡Venga, le muestro su pieza!

También la habitación tenía un olor añejo que le hizo evocar algo de su adolescencia. El anfitrión abrió los postigos altos de la ventana de madera que daban a la calle; la luz iluminó todo el lugar, el viento elevó las cortinas abombándolas. El invitado dio una mirada rápida observando la decoración barata y sobre una repisa vio una calavera; se mostró extrañado. El propietario al notar la cara perpleja de Martín, sonriendo le dijo: —No se preocupe, es de yeso. Se la compré a un vendedor ambulante hace veinte años. Descanse un rato. Lo llamaré apenas tenga preparada la comida.

El huésped arrodillado en el descanso de la ventana se asomó y vio que la parte alta no tenía reja. Miró a la calle e hizo remembranza de las familias que ocupaban esas casas en la época de su niñez. Pero ahora todo se veía diferente. Seguía intrigado por los silencios de Juvenal cuando él pretendía hablarle de la Mona. Decidió no insistir y dejar que fuera su anfitrión quien tocara el tema esa noche como lo había prometido.

Se recostó en la cama y miró otra vez el entorno que se sentía opresivo, como si allí hubiera sucedido algo. La calavera apuntaba sus cuencas hacia él y con una risa sin los dientes delanteros parecía burlarse, por eso se paró y la rotó, hacia la ventana. Al tacto, aunque estaba maquillada, no parecía de yeso, pero no le dio más importancia al asunto y quiso relajarse. Un recuerdo muy lejano vino a su mente, tan nítido y preciso, como si todo acabara de suceder: tenía casi catorce años y andaba indagando con sus amigos todo lo relacionado con el sexo y el enigma de las mujeres.

De chico, la Mona se le parecía a una bruja y su aspecto físico le producía mucho temor. Era ella una mujer madura, delgada, de cabello crespo, rubio; tenía la boca torcida y al reír, el defecto era más visible y se hacía evidente la falta de sus dientes delanteros. Los domingos pasaba por la cantina y tomaba cerveza. Cuando estaba ebria, hacía un guiño a los hombres que tenía cerca y también a los que estaban afuera y seguía bailando al compás de la música de carrilera.

Aristarco, su amigo, que ya tenía los quince años, le habló de ella:

—Es una mujer fea, hasta provoca miedo, pero es buena, y dulce y tan tierna como una madre. —¿Has estado en su casa?

—¡Claro! Te hablo porque la conozco y he aprendido con ella cosas de hombres, lo que no te atreves a preguntar a tu papá. He trabajado duro para poder volver. Muchos jóvenes la han visitado. Tiene mucha paciencia y la primera vez cobra poco, aunque después se vuelve inalcanzable.

—Yo no voy allá, ni aunque me paguen, —dijo él muy seguro de sí, mientras tiraba su cabello hacia atrás. —El decir es que cuando ella les hace una seña, los hombres caen en su telaraña. Así ocurrió conmigo.

Desde la tienda de su tío, situada frente a la cantina, en muchas ocasiones vio ese ademán, sin comprender el mensaje. Ahora estaba más asustado que nunca; sin embargo, le respondió a Aristarco: —Pues yo no entiendo sus gestos. Que la visiten los que quieran. Porque no creo que ella ande reclutando jóvenes y niños. ¡La lincharían! —No sé cómo lo hace. Tal vez tenga algún pacto con el diablo. O se vale de alguna artimaña, porque lo cierto es que por curiosidad o por falta de experiencia, allá llegamos sin que nadie nos obligue. —dijo Aristarco.

Mucho tiempo después, ya había cumplido los dieciséis años, un día su tío Javier le dijo: —Ya estás muy crecido, te he criado como a un hijo y tú lo sabes. Por eso te voy a confiar un secreto: tengo

que encontrarme con la Mona, pero ella debe avisarme cuándo y dónde me puede atender. Necesito que le lleves esta carta. Y ya que sabes de mi confidencia, tienes que mantener la boca cerrada y mi mujer jamás puede darse cuenta de esto.

—No tío. Allá no voy. Consiga otra persona para llevarle su carta. Me da miedo ir. Esa señora es una bruja y hasta dicen que tiene pacto con el diablo. —¿Quién te ha dicho semejante bobada? Es una mujer común y corriente. ¡Y no muerde! —Se rió el tío; después conciliador, agregó: —sólo le entregas esta carta y te devuelves inmediatamente.

El sobre iba pegado y parecía contener dinero. A prisa cruzó el puente, y subió hasta el llanito del Guadual� Eran las dos de la tarde cuando llegó a la esquina del corredor. El corazón le latía fuerte y la boca estaba reseca. La casa, a su juicio, era misteriosa, nada allí parecía tener movimiento, se percató del sonido de un radio con volumen disminuido. La luz se filtraba en el corredor y la pared sin pintura tenía un matiz claro oscuro. En el fondo del patio de tierra, un árbol de mangos y unos cafetos hacían sombra y debajo de ella las gallinas dormían. Alrededor se veían matas florecidas. Parado ahí, sintió deseos de correr, el sudor le empapó la cara, tenía miedo. Después, aclarando la garganta habló. —¡Buenas! —Tuvo que hablar más fuerte.—¡BUENAS TARDES!

Tres mujeres salieron a la puerta sonriendo. Una era la Mona, quien se aproximó atenta. El vaho acre y la cara torcida, le iban dando pavor. —Hola jovencito. ¿Qué te trae por aquí? —dijo la mujer. —Señora Mona, el tío Javier le manda esta carta.

Ella recibió el sobre y le agarró las manos. El contacto con la mujer le produjo escozor en el cuerpo. —¿Debo esperar alguna respuesta? —Pues me tomará tiempo pensar que le diré a tu tío. Por eso debes esperar. —No señora, ya usted le dará la respuesta esta semana. Muchas gracias.

Se dio la vuelta, pero el grupo de mujeres lo rodeó. —De aquí nadie se va sin tomar una limonada —dijo la Mona.

—Gracias, señora, pero no tengo sed —con un movimiento de la cabeza, tiró el pelo hacia atrás y añadió:— debo regresar ya mismo. —¡A la Mona no se le ofende así!

Con las mujeres rodeándolo, se movía como un autómata y se vio de pronto en uno de los cuartos de la casa, sentado sobre la cama. La habitación emanaba

un olor a rosas maltrechas y a una esencia indescifrable como de tufo de tabaco y desinfectante. Cuando reaccionó y quiso pararse, dos muchachas le abanicaban el rostro enrojecido, mientras le hacían tomar el jugo. —¡Tómeselo todo, le hará bien! —Dijo la Mona.

Todavía temeroso y con los ojos bien abiertos, con el vaso en los labios, tomaba sorbos pequeños y miraba lo que sucedía a su alrededor. Vio entrar y salir del cuarto a la mujer con el sobre en las manos, oprimiéndolo y comprobando que allí estuviera el dinero. Luego, sin leer la carta, metió todo el paquete en el cajoncito de una repisa que estaba tendida con una carpeta blanca y que lucía encima un ramo de flores de papel. El sol penetraba oblicuamente por la ventana formando surcos en el piso de tierra. Una cortina de flores, mugrienta y raída, separaba la cocina de los otros cuartos. Una gallina entró a la habitación; la chica más alta, la espantó con una escoba que tiró sobre las otras aves, mientras decía palabrotas. Afuera se escuchaba el alboroto de las gallinas. —¡Déjese querer que la va a pasar muy bien! —le decían las chicas y la Mona. Sobaban su cabello y su cuerpo y le hablaban tiernamente; se le acercaban al oído y le susurraban mientras él tomaba el líquido que le servía para remojar la boca. Cuando el vaso quedó vacío, una rara sensación de tranquilidad y de abandono se apoderó de su cuerpo.

—Yo soy como una maestra, así me puedes tratar. Con la vida diaria aprendí de las flojeras que tienen los humanos, de su lado animal. Porque todos los hombres son animales. Por eso yo tengo el encargo de enseñar a los jóvenes aquello que los padres no saben enseñar. —decía la Mona abrazándolo. El muchacho sintió que algo debilitaba su voluntad sin perder la razón y se dejó seducir sin oponer resistencia. En la boca tenía el sabor agridulce de la limonada.

Ella lo atrajo con su mirada, con sus cabellos dorados despertando en él sensaciones que nunca antes tuvo. Incapaz de resistir se dejó desnudar, actuó según las instrucciones de su seductora veterana y sonrió al fin, rendido ya bajo el influjo de esa nueva experiencia.

Cuando todo terminó, con el mismo afecto la Mona lo ayudó a vestir. Después lo apartó de sí y dijo: —¡Vete ya muchacho! No quiero tener problemas con tu familia.

Ya no quería irse, algo le habían dado y eso lo mantenía tranquilo. Además, lo que le sucedió estaba fuera de lo normal y quería quedarse; tal vez se podía repetir. —¿Me puedo quedar y hacerlo otra vez? Y si no, ¿cuándo puedo volver? —¡No, hijo! —Le dio un beso en la frente. Y agregó: —el día que quieras regresar, debes traer dinero suficiente para pagar el servicio.

—Usted sabe que yo no tengo dinero, ¿entonces por qué me engatusó? —Ese es un apuro que te toca arreglar como el hombre que acaba de romper el cascarón, porque ahora si eres un macho de verdad. ¡Te tienes que ir! Ya sabes cuál es la condición.

Cortó de una vez toda la ternura que le dio. Lo dejó perplejo y sin esperanzas para volver. Todo él olía a rancio, a lejía y a tabaco. Fue una manera extraña de empezar a vivir su adultez. Advertía en él a otro ser. Antes de despertarse completamente del encantamiento, creía que amaba la Mona, sintió deseos de besarla. Amaba el planeta, sus montes, su cielo y todo lo que lo poblaba. Después, mientras caminaba hacia la casa, en su cerebro aún daba vueltas el chirrido de la cama desvencijada, como si fuera una melodía. Por primera vez, creyó encontrar en ese físico maltrecho de la Mona, la musicalidad necesaria para escribir un poema de amor.

No le quedaba duda de que le habían echado algo al refresco. Estaba sonriendo y recriminándose por sus sentimientos juveniles, y en ese momento unos toques en la puerta lo sacaron de sus pensamientos. —Vamos compadre, he cocinado algo para la comida. —Ya voy.—se dijo:—por fin me enteraré del misterio que este tipo tiene guardado.

Fue en la cena cuando Juvenal le contó algo que lo hizo sentir muy mal. —A La Mona la mataron. Eso pasó, al poco tiempo de haber cumplido mis diez y ocho años. Fue una muerte horrible. Todos la lloramos y aun después de tanto tiempo sigue doliendo. »Siempre que se iba para su casa, antes de llegar al llanito; acostumbraba sentarse un rato en el recodo de la quebrada junto al puente; decía que le gustaba oír el ruido del agua. Estaba sola, y ahí la asesinaron. Nunca se supo por qué lo hicieron. Fue tan doloroso que todavía me estremezco. Ahí encontraron partes de su cuerpo y otras se perdieron. Investigaron y nunca dieron con el que la mató. Después de mucho tiempo el caso fue dejado por el juez. Usted sabe que en estos pueblos esas cosas adelantan poco o nada. —¡No puede ser! ¿Cuánto tiempo ha pasado desde su muerte?

—Pues, a ver… —trató de hacer unas cuentas mentales—creo que faltan tres meses para que se cumplan los veinte años.

—Eso me dejó mal —permaneció un rato en silencio, en forma inconsciente, movía el salero y, lo hacía girar. —Después de comer, quiero salir un rato a recorrer el pueblo y a respirar. Si puede me acompaña, damos una

vuelta, hablamos con la gente, tal vez nos cuenten algo más; y si puedo me voy en cualquier carro que pase. —¿Cuál es su afán? A esta hora no hay ningún transporte para la ciudad, ya se lo dije. Debe esperar hasta mañana, los carros salen uno a las cinco y el otro a las diez. Me doy cuenta que lo ocurrido lo estrujó, pero es que todavía no le he contado todo. Siéntese.— Después de una pausa, Juvenal continúo: —La gente que habla tanto, dice que ella se mueve por el llanito, la han visto que sale de su casa envuelta en un velo, llevando en la mano su cabeza. La cabeza nunca la encontraron.

—¿La descuartizaron? Debía tener un enemigo poderoso. Ese caso hay que estudiarlo; no le había contado que yo trabajé toda mi vida en la rama judicial y creo en la justicia. No puede permitirse tanta impunidad. Mañana me voy en el bus de las diez; primero iré al juzgado y me enteraré del suceso y de vuelta en la ciudad haré lo que pueda para que la investigación sea reabierta. Hablaré con mis colegas.

Repentinamente enfadado, Juvenal dio un golpe sobre la mesa diciendo:

—¡Usted no puede hacer eso! Ese asunto ya está cerrado.

Martín se sintió intimidado y se paró rápidamente. El anfitrión disfrazando una falsa cortesía, le dijo:

—Siéntese, no se moleste. Es que recordar eso me pone rabioso, de mal talante, yo que estuve ahí… en su velorio. No puedo con ese peso; La Mona era mi abuela.

Mostrándose compungido, casi lloroso, se paró, dando la espalda sirvió en un vaso un líquido que tenía sabor limonada y se lo entregó. Era la sobremesa. El visitante lo tomó estando de pie, cuando acabó tuvo una sensación de tranquilidad y de indefensión. Eso lo hizo evocar algo lejano.

Después preguntó: —¿Era su abuela? Con razón está usted tan mal. Ahora entiendo por qué no quería hablar de ella en la calle. Pues aunque tarde, reciba mis condolencias. —Gracias. Esto ha sido muy dificultoso de remontar. —Lo entiendo. Pero si le consuela, yo pienso ponerme a estudiar el caso hasta encontrar el culpable.

Juvenal lo miró fijamente. Tenía parches blancos y rojos en la cara. Entonces le contestó: —Agradezco lo que pueda hacer. Tanto dolor hay que remojarlo. Vamos a tomamos unos tragos. —Yo ya no bebo. —¡Qué falla! Entonces tome más jugo. —Tengo sed, quiero agua.

—Si así lo prefiere, se la traeré.

Juvenal preparó el licor y la copa, puso todo en una mesa pequeña, después fue hasta la cocina y al cabo de un rato traía una jarra llena y un vaso y puso todo en la misma mesa. Se tomó tres copas seguidas del licor y le sirvió agua al visitante. El huésped advirtió la mirada penetrante de Juvenal, pero algo lo mantenía tranquilo. El anfitrión siguió hablando, mientras el huésped ingería el contenido del vaso. —Sabe diferente—expresó Martín, haciendo una pausa. —Claro que sí, es que la tenemos que hervir; aquí llega tal como sale de la quebrada.

Con esa aclaración, Martín, siguió ingiriéndola. Se alarmó al ver que Juvenal bebía de seguido, pensó que le iba a tocar acostar a su casero. Entonces le dijo: —Cuénteme más cosas que me sirvan; detalles que se le hayan pasado al juez.

Tal vez fue lo último que recuerda haber dicho. Porque entró en un sopor y tuvo una pesadilla tan vívida, que muchos años después podía recodarla con todos los detalles: En su sueño, su voluntad estaba menguada y actuaba como un autómata.

Entonces como si una distancia enorme los separara, oyó a Juvenal que ya estaba ebrio, decir:

—Abuela: aún muerta, sigue siendo usted la más aborrecible, una basura, una bruja, un demonio, una vieja asquerosa; por eso la maté y no me arrepiento. Por mezquina, por casi matarnos de hambre, por las palizas, por los encierros. Usted tenía que pagar. También éste cliente se buscó su fin, por sapo, por entrometido; la sed lo llevará solito a la muerte.

La parte del sueño donde se habló de unas alhajas que eran de la Mona, y su aparición pidiéndole a Juvenal que liberara al hombre fue confuso, lo demás, se repetía, una y otra vez; las mismas palabras, los mismos hechos, la voz lejana pero audible. Juvenal asegurando que él era el asesino y que también acabaría con su huésped. Hasta que de pronto sin saber cuánto tiempo había transcurrido, despertó de su pesadilla, o el efecto del narcótico estaba pasando. Abrió los ojos, tenía mucha sed, la jarra con agua estaba a su alcance. Se sirvió otro vaso, lo llevó a los labios. En ese momento empezó a recordar. Estaba muy aturdido, se vio en la cama y pensó que no debía beber. El silencio era aterrador la luz de la calle que entraba por las rendijas, permitía ver los objetos, le pareció que de las cuencas de la calavera salía un brillo azulado que se proyectaba contra los postigos.

Sacudió la cabeza. Aun adormecido y confuso, creyó aferrarse a una mano imprecisa, no real, que tal vez era parte de la pesadilla y lo guió hasta la ventana. Sin hacer

ruido abrió, y saltó a la calle. Las piernas le flaqueaban y le dolían como si hubiera caminado distancias muy largas. Exigiéndose mucho subió a prisa hasta la oficina de transporte que ya estaba abierta. Tenía la misma ropa pero estaba sudorosa, mal oliente. Con el dinero que acostumbraba ocultar en la pretina del pantalón, compró un tiquete y una botella con agua que bebió ávido. Al mirar la fecha escrita en el papel, estaba dudando, pensó que seguía metido en el sueño. Se dio un golpe en el rostro para comprobar que estaba despierto; lo de la fecha lo atribuyó a su estado de alteración. Las montañas ya empezaban a perfilarse. No se detuvo más, solo quería salir rápido. Estaba temblando, se subió al carro, allí ya despierto se sintió a salvo. El bus salió hacia la ciudad.

Un grito de horror se escuchó dentro del vehículo, pues al mirar de lado y debido a su estado de enajenación, creyó que su compañero de silla era Juvenal.

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