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Monólogo del hastío

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Hojas anchas

Hojas anchas

Alex Mauricio Correa López

Acto uno

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Único cuadro

Escena uno

(El escenario está oscuro, sólo hay a excepción de una luz amarilla que ilumina poco hacia una vieja mecedora que se mueve al momento de iniciar el acto� De fondo comienza a escucharse el sonido de un televisor, aparato que no se va a ver en el cuadro� Se enciende la luz en todo el escenario� Sale una mujer de sesenta y ocho años, con un vestido azul celeste y un delantal blanco con publicidad de caldo de gallina estampado en el frente, en una mano una bolsa grande de frijoles verdes sin desgranar, en la otra una olla y un recipiente de plástico. Calza unos zapatos oscuros de los que llaman «abuelitas», se acerca

despacio a la silla mecedora y allí se sienta. Con la olla en el regazo y la bolsa a un lado, comienza un lento proceso de desgranar para dejar caer en la olla, mientras levanta la vista hacia donde surge el sonido de un televisor� Se escuchan, en los silencios del monólogo, diálogos de telenovela� Deja caer poco a poco con lentitud las vainas vacías, haciendo una pila en el piso) (preguntar a la flaca si quedó bien lo anterior)

Ramón cierra su negocio siempre a las seis. La burbuja donde lleva veinte años trabajando le ve apresurado con un maletín que cuelga de su hombro izquierdo en el cual lleva: una Biblia, una edición crítica de Hamlet y el Almanaque Bristol, todos muy subrayados y usados. Lleva una bolsa negra, grande y ruidosa, dentro de la cual hay un manuscrito suyo con tachones, anotaciones al margen, diferentes colores de tinta y correcciones. También carga el diccionario de español de edición escolar y la correspondiente de sinónimos y antónimos, por recomendación de la Flaca.

En el aire se percibe el olor a carne asada y frituras, el humo de los carros queda oculto por el primero que es más fuerte y persistente. Va a cumplir su cita de todos los miércoles, aunque este día es distinto a los otros.

Llega a la esquina del pasaje comercial, agitado por su caminar urgente, ve a lo lejos en la plazoleta del parque, el vociferante corrillo de siempre, cruza la calle

esquivando los vehículos. Mira el reloj de la catedral, justo a tiempo.

El parque ocupa una manzana completa, la cercanía de la noche y las luces amarillas encendidas le confieren un ambiente bohemio. La mole única de la catedral custodia con su amplitud el lugar. Los árboles más bajos filtran las luces de las lámparas; en el piso se proyectan las sombras temblorosas de sus ramas.

(Mirando la televisión hacia el lugar donde se origina el sonido) ¡Esa mujer si es muy mala! (sin dejar de desgranar) claro que el amante no se queda atrás� La vida es injusta, la hermana como ha sido de buena con ella y le quita el marido de esa manera� Me acuerdo cuando me enamoré la primera vez, (suspiro) tenía diez años� Él vivía cuatro casas abajo, tenía once años y era muy juicioso buen estudiante� Me paraba en el balcón a verlo pasar cuando llegaba de la escuela� Quién pudiera volver al pasado (en el tiempo) para que cuando durmiéramos (nota al margen: estuviéramos durmiendo) volviéramos a sentir ese amor tan limpio, ese amor sin intereses� No para regresar a esa edad, Dios no lo quiera (se santigua). El Hamlet llegó a sus manos luego de que un cliente en medio de ruegos le hiciera saber que no tenía cómo pagarle el arreglo de su reloj, pero que le entregaba ese libro como parte de pago. Lo vio tan avergonzado que se lo recibió, algo infrecuente en toda su vida de relojero.

Ramón, con algo de desgano, comienza a leer el libro en su tiempo libre, le va tomando gusto. Todo se fue desgranando lento, pero firme y constante. Leer el prólogo, con la ayuda de la Flaca, que alguna vez fue profesora de español. Transcribir, como un lorito literario, los diálogos del texto. Escaparse a ver alguna obra de teatro, algo que jamás había hecho en la vida, de preferencia los miércoles. Luego, como poseído, ir prolongando con su propia voz y palabras tales diálogos.

Los ojos de Ramón se agrandan buscando a La Flaca, la única mujer del grupo. Ella se marchó para Europa con un catalán de sesenta y cinco años con algo de hippie, a quien conoció en un viaje profesional que hizo el hombre a la ciudad cuando trabajaba con una ONG. Luego de una larga soltería no deseada, pasado su medio siglo de edad, en un impulso amoroso se fue con el hombre, con certezas de que esta era su última oportunidad en la vida, no oyó consejos ni advertencias de nadie. Marc, como se llamaba, estaba separado ya de tres mujeres y con hijos de todas ellas. El hombre murió después de cinco años de convivencia dejando nada para la flaca, excepto el discreto gusto por la marihuana.

La mujer volvió al país. Reclamó sus ahorros pensionales y una hermana le abrió espacio en su casa, con la promesa de que se iba a portar como una mujer de su edad; sin vicios, por supuesto. No llegó en la plenitud de sus facultades, le hizo daño en demasía su viudez del viejo incontinente.

Allí está sentada en un extremo de la banca de cemento, con un sobretodo gris a pesar de la época, cabello pintado de rubio tono bajo, labios carmín, polvo discreto en las mejillas y su aire de «andina montañera europea», al decir de ella misma.

Ramón se pone de pie frente a La Flaca, con su generosa silueta. Respira entrecortado. Le dice: —¿Lista?

—Tout prêt, Shakespeare Ramón. Tuve que batirme como fiera acorralada para que no ocuparan el camerino.

Da unas palmadas a la butaca de cemento.

La flaca se quita el sobretodo, que emana olor a perfume dulce, lo entrega con coquetería al hombre. Una blusa blanca sin mangas muestra unos hombros bronceados delgados y angulares como retrato cubista. Viste una falda azul de flores grandes y amarillas que llega a sus pantorrillas y sandalias de uñas sin pintar, pero debidamente cuidadas.

Ramón saca de la bolsa un delantal con publicidad de caldo de gallina, una olla mediana de aluminio sin tapa. Una bolsa de frijol verde en su vaina, un televisor pequeño en blanco y negro como los de porteros de edificio. Deja todo en la banca y sale en carrera por una silla de plástico que le alquilaron en un negocio cercano.

La Flaca toma el espejo y del bolsillo del sobretodo extrae una bolsa de cierre con maquillaje.

Ramón regresa con la silla, la actriz ya está debidamente ataviada para su acto. Grita a los que tímidamente se acercan:

—¡Dejen a la artista!

El rostro revela a una mujer que respira hondamente y hace ruido con la boca simulando una meditación yoga. ¿Será que el amor se seca? ¿Será que ahí dentro hay una fuente de donde brota amor (nota al margen: amor silvestre)? ¿Y llega un día que nada sale? Conozco gente que cualquier día� Si a mí me preguntaran hoy que si quiero a Horacio, sería tan fácil decir sí como decir no� Debe ser que el amor en eso se convierte. Como la puntica de la mesa en donde siempre uno se golpea cuando pasa, que pero y a cada golpe dice una palabra vulgar, pero si por algún motivo falta el mueble, ya se extraña� (Nota al margen: la actriz se debe levantar a mirar al público, comienza a hablar y luego se sienta)� No sé en qué parte del paso de la vida me cambiaron al Horacio que yo conocí, porque el de ahora es muy distinto� Antes me decía «mi amor», ahora por mi nombre� Pasábamos tantos tiempos juntos, en las vacaciones siempre salíamos, aunque fuera al pueblo de sus parientes o al de los míos� Ahora, cuando Horacio

está en la casa, mira televisión y duerme todo el día y los fines de semana busca la manera de distraerse en la televisión del cuarto o sale a conversar con sus amigos, en el café de la esquina, donde están las mesas de billar�

Ramón viste una camisa celeste de manga larga, pantalón gris y unos zapatos negros extraordinariamente brillantes, son los zapatos de los eventos especiales y ya maltratan sus dedos meñiques; sin embargo, ha olvidado el dolor. Se sienta, cierra los ojos: inhala, exhala, inhala, exhala. Quiere que su respiración tome un ritmo sosegado, pero la ansiedad no le deja espacio a la tranquilidad.

Se pone de pie. Toma la silla de plástico y los demás objetos que traía en la bolsa. Se acerca al grupo que ya ha visto el movimiento y que por lo tanto lo espera; seguido por la Flaca, que camina como bailarina de ballet clásico mirando al infinito. —¡Uy, Flaca, como estás de vieja! —¡Te has vuelto señora, por fin! —¡Ramón, qué elegancia! —¡Abuelita! —¡Silencio, público infausto! —grita enfurecida la mujer. —¡Cuchita marihuanera!

Ramón con un gesto pide silencio. Las voces de a poco se marchitan. Se deja escuchar el ritmo del tráfico, los bruscos arranques de los autobuses, el perifoneo salvaje de los vendedores de frutas. Las campanas de la catedral, que con sus tañidos medievales dan razón de la misa que va a comenzar. Huele a incienso, a café, a orín, a fritanga, a noche entre semana. —¡Esta noche estimados compañeros van a observar el estreno de una obra con la que quiero expresar mi opinión sobre un tema que hemos discutido aquí muchas veces, con resultados muy distintos! ¡Es el punto terminante de la discusión, por mi parte! —Aclara con su voz potente. —Este ejemplar —enseña el libro, controla su voz de nuevo— de Hamlet, de William Shakespeare, para quienes no lo conocen —se sueltan los murmullos del público, alguien grita desde el fondo que sí lo conoce, que fue back centro de Inglaterra campeona mundial del 66, risas—. Obra clásica de la literatura universal. La he leído no menos de treinta veces y cada lectura trae gustos nuevos para mí —silbidos del público: «—¡al grano!» «—¡Manos a la obra!» «—¡No más palabrería!». —Ya voy a terminar. Al final de la obra pueden tener una discusión, si así lo desea el auditorio. Con ustedes Monólogo del hastío en la representación estelar de, de, de, de…—nunca le ha preguntado el nombre— La

Flaca. Ah, les ruego por favor el mayor silencio durante la obra.

Aplausos y silbidos, luego silencio.

O será que le cambié fui yo y por eso veo ahora lo que antes no podía ver� Tres hijos tuvimos, ya no están, dos hombres y una mujer dos mujeres y un hombre, cada uno ha seguido su vida� Los hijos viven lejos� Vienen una vez al año, por allá en diciembre� Es la única época del año en que la casa se anima� El resto del año es así como está hoy. Cambia cuando de vez en cuando, si Horacio mira un partido de fútbol con los amigos� O cuando me visita Gloria, la única hermana que me queda. Cuando ella me visita, comenzamos a hacemos croché crochet con los recuerdos. Cuando uno tiene más pasado que futuro es mejor (más fácil) hablar de lo que pasó, que de lo que se está por venir� (Preguntar a la flaca por qué corrigió tantas cosas en el párrafo, nota al margen) (Se detiene en la tarea de desgranar los frijoles y pone su mirada al frente al en el televisor) (Nota al margen: decir a la actriz que no desgrane todos los frijoles tan rápido, que le duren toda la obra)(Ramón, creo que no era necesario ser tan específico, el frijol verde está barato; puede comprar un kilo si es del caso, atentamente, La Flaca) A esa mujer le ha ido mal con los hijos la hija, claro que es que también trata muy mal al marido� Está recibiendo su merecido� Vea que mentirle tantos años al marido de que tuvo un amante y que la única hija que

tienen no es de él� Para que vea que a los ricos también les toca vivir unas cosas� ¡Eh, una tan boba! ¡Hablándole a una telenovela!

Terminada la obra, que con disciplina artística ejecutó la Flaca, siendo ocasionalmente interrumpida con comentarios altisonantes o murmullos, según el ánima del grupo, fue aplaudida en un aplauso sin miserias. Para muchos era la primera vez en sus vidas que miraban algo parecido al teatro. El público vio cómo de sus ojos brotaban lágrimas que no estaban en el guión, expresiones que Ramón no recordó poner en su personaje ficticio, ademanes afectados, además de aquellas palabras que provenían de la inventiva de la mujer y que daban cuenta de la improvisación que se dio en el camino.

No recuerdo el día en que comencé a pensar en voz alta. Empecé y ya. Cuando se vive casi sola, cuando el marido trabaja de nueve a seis. Cuando los hijos viven lejos, la voz se sale sola sale sin hacerle fuerza; no hay que obligarla� La televisión habla conmigo, yo hablo también con ella� Lo bueno de hablar con la radio televisión es que nunca contradice, pero una también se cansa de que no le contradigan, de lo que una siempre dice sea lo correcto� Si vuelvo más atrás en mi vida de casada, veo desde que mis hijos comenzaron a estudiar y yo empecé a quedarme sola� En ese tiempo no había televisión como la de ahora, ochenta canales, si mucho uno o dos y

funcionaban desde las diez de la mañana, se apagan a la una, volvía a las cuatro y se apagaba a las doce de la noche� Eso cuando comencé a tener televisión, primero eso era un lujo� Por eso disfruté mucho las radionovelas� Eso sí era una maravilla� Imagínese las voces de los galanes� Sí, ¡esas sí eran voces! Yo les ponía el cuerpo que a mí me gustaba, lo mismo que a las protagonistas y a los malos� Con decir que en ese tiempo los dos cana un canal tenía� Ahora tengo ochenta canales, pero a veces no encuentro que ver� (Va a la cocina, fuera de la escena, suenan ollas� Regresa)�

Ramón estaba satisfecho. Miró su reloj. Tal y como lo tenía planeado, terminó a las siete y treinta. Resbalaron gotas frías de sudor por su rostro, por el cuello, la espalda. Contuvo con todas sus fuerzas las lágrimas que quisieron derramarse de los ojos que su orgullo de hombre con dificultad reprimió, limpio con un pañuelo su cara, de donde emergían las menudísimas gotas de sudor que humedecieron su rostro afeitado.

Se acercó a la actriz, la mano derecha tocando el lado del corazón. Hizo una corta reverencia junto con la mujer. Los espectadores aplaudieron generosos. Agarró el televisor antes de que desapareciera y se acercaron de nuevo a la banca de cemento. Por pocos momentos quedó despejado el espacio donde habían estado. Ramón regresó de inmediato por la silla; la olla y los frijoles ya no estaban. Gritó a la gente alrededor

averiguando quién podía haberlos tomado, nadie dio razón. Volvió a la banca, pensó en lo que iba a decir a su mujer cuando apareciera sin la olla. Luego el espacio se llenó, como estaba antes de comenzar la obra.

Alguno que otro espectador se acercó a felicitarlos. Los únicos aplausos que recibió Ramón alguna vez, provinieron de las celebraciones de cumpleaños que le preparaban los hijos en el hogar, hasta que estuvieron; las celebraciones se marcharon con ellos.

Por la noche llega Horacio como a las siete� Nos besamos en la boca, con un beso de esos que ya no saben a nada: labios cerrados, sin mirarnos casi� El beso no sabe a nada, pero vaya que no se lo dé hay problema si no se lo doy� Va a la habitación, se quita los zapatos� Se calza las chanclas y se mira los dedos� Se quita la camisa y queda con una de sus diez camisetas esqueleto, de esas de malla, que ya no son blancas� Mientras hace eso hablamos gritando, pues yo estoy en la cocina organizándole la cena� Sí, la cena� Así le digo, así lo hacen en las telenovelas y por si acaso en las películas� Nos sentamos los dos y cenamos, él me espera hasta que me sirva yo� Es lo único que hacemos juntos, además de dormir� Porque puedo decir que en toda nuestra vida de casados, ni en la más grande pelea, dejamos de dormir en la misma cama, así nos diéramos la espalda y pusiéramos una brecha de veinte centímetros entre nosotros�

Hablamos mucho, pero casi nunca de nosotros� De las noticias, de su trabajo, de los hijos, de las familias, casi nunca hablamos de mi trabajo� Qué le puedo contar: ¿Que la yuca me salió con palo? ¿Qué el aguacate estaba amargo? ¿Que el tomate chonto está veneno de lo caro que se puso? Sí, a veces hablo de eso, lo confieso. Terminamos de comer� Él mira las noticias en la habitación, yo también, pero en la sala� Después él comienza a pasar canales hasta que se duerme con el control remoto en la mano�

Ramón estaba feliz. No recordaba en su vida instantes así, quizá cuando se casó hacía más de cuarenta años. Volver a sentir algo parecido era como quitarse de encima varios kilos y bastantes años de edad. Ni la olla hurtada le robaba este momento. Luego, pensaría en la excusa y su reemplazo. Entre escribir y escribir, nació su Monólogo del hastío, de esas prolongaciones de los monólogos de Hamlet, como si la historia quisiera contarse sola, él siendo únicamente un instrumento. Allí intervino de nuevo La Flaca, para ayudarle a corregir el desarrollo de la historia y el texto final.

Escuchó el ruido del tráfico, ahora reducido, los vendedores de fruta habían abandonado el lugar. Miró el reloj de la catedral, poco se veía ya en la oscuridad de la noche, era su costumbre mirarlo, a pesar de que no pudiera ver nada. Las puertas del templo estaban cerradas y cerca al atrio ya comenzaban a llegar algunos

callejeros con sus perros, en busca del sitio para dormir. La mujer lo abrazó, Ramón se sintió incómodo; los abrazos, si aparecían, era solo con su mujer o con sus hijos. A pesar de que duró dos segundos, para él fueron como minutos.

—Shakespeare Ramón —dijo ella. Que vestía de nuevo su sobretodo y no tenía el maquillaje del personaje—. No desaproveche esta fertilidad creativa. Deje de trabajar en esa burbuja, que usted no necesita. Dedíquese a escribir, que no es tarde para el hombre. Me sonó a título de libro, no sé por qué. Hágame caso. —Le doy gracias por su ayuda, Flaca. —Le contestó sin mirarla.

La Flaca ya lista le extendió la fría mano en despedida y partió con paso resuelto en destino hacia su barrio. Ramón sentado en la banca, rodeado de toda la utilería de la obra veía marcharse a los espectadores del parque. Las discusiones del corrillo habían cesado. Ahora se escuchaba una que otra risa proveniente de allí. «Sigifredo contando sus chistes», pensó. Agarró sus bártulos, fue directo a la tienda a devolver la silla.

El bus hacia su casa ampliaba la señal de radio de un partido de fútbol, en esos momentos jugaba la selección nacional de mayores contra Argentina. Ramón apenas si se dio cuenta, no recordaba que la selección jugaba ese día. Discurría en todos los esfuerzos, madrugones

y trasnochos que había tras el escrito, largo para sus limitaciones, pero corto para alguien más avezado.

Yo sigo con mis telenovelas� (Nota al margen: suena el teléfono, llaman algunos de los hijos, hablamos de sus cosas y de las nuestras, a veces despierto a Horacio para que hable con ellos) Me duermo Lavo la loza y me organizo para dormir por ahí a las diez de la noche�

Ya acostados, él muy dormido, me siente y se despide con el mismo beso dietético de la mañana cuando se va y de la tarde cuando noche cuando llega. Cierro los ojos y pienso en la vida, en qué voy a hacer de el almuerzo de mañana, en lo que me cuentan los hijos, en lo que dice el marido en el comedor, en la telenovela como quedó de buena, en el más allá y en el más acá, en mi Diosito� En la vida. Cuando llego a la vida me va agarrando el sueño y casi nunca me acuerdo de lo que he pensado�

Al otro día despierto muy temprano, luego suena el despertador, voy entre dormida al baño; no comienzo el día sin bañarme, así sepa que tendré que bañarme tendré que hacerlo de nuevo, sobre todo cuando toca hacer aseo de la casa� Despierto a Horacio que, aunque pone el despertador, nunca se levanta por sí mismo� Voy organizando preparando su desayuno para llevar� El almuerzo se lo dejo listo desde la noche anterior�

Ramón vio alejarse la ciudad por la ventana del bus, de a poco el barrio se fue haciendo visible. El bus

ya trepaba ruidoso la montaña, su ritmo comenzó a hacerse parsimonioso y cortado, pues en cada esquina descendían pasajeros. Se oyó la gritería del narrador en la radio cada vez que había alguna jugada de aproximación a gol.

Estudió hasta cuarto de bachillerato sin terminar. Poco gustaba de la lectura, sus días se iban entre la televisión y la radio. Su mujer lo vio absorto en la lectura del libro, cuyo título ella nunca pudo aprender a pronunciar, y que parecía que tuviera más hojas que la Biblia; en vista de que nunca lo acababa.

Ya no acompañaba a su esposa a ver las telenovelas. Ni siquiera escuchaba los programas de fútbol que tanto le gustaban. Ella pensó que su marido se estaba enloqueciendo por trabajar en exceso para su edad. Aseguró él que no era locura, simplemente quería sacarle provecho al pago del cliente.

Descendió en el parque del barrio, cuatro cuadras antes de su casa. Miró su reloj, regresaba más tarde de lo normal. Saludó al dueño de la panadería, la carnicería de Joaquín ya estaba cerrada. Fue al granero de Rubén a comprar las arepas, la única llamada del día, que no era de clientes, se la hizo su mujer. El motivo imperante era que no se le olvidara comprar las arepas, que ya no había para mañana.

Después de la compra, marcha despacio disfrutando de su momento de éxito artístico, mirando a todos con cara de: «Si supieran que escribí un monólogo», así como en días pasados los miraba con gestos de: «Me he leído el Hamlet de Shakespeare treinta y tres veces», algo que lo hacía sentir orgulloso de sí mismo frente a los habitantes del barrio, ajenos a sus luchas literarias.

A lo lejos se ve ya su casa. Situada en una vía debidamente pavimentada, al ser terrenos quebrados algunas hileras de viviendas, a pesar de estar en la misma calle, quedan más bajas que las que dan a su frente, esto sucedía con la casa de Ramón. Una casa angosta, de dos pisos y balcón mínimo, de puerta y rejas metálicas blancas, zócalo marrón oscuro y fachada amarilla, a su frente un jardín medianamente cuidado, con un san Joaquín florecido con excesos; todo el jardín cerrado por una reja, para evitar que los chiquillos dañen la obra de bricolaje de «la reina Gertrudis».

La noche está particularmente fresca; a pesar de ello, Ramón suda, pues el recorrido del parque hacia su casa lo hace en muy poco tiempo, ganado por la ansiedad de su velada maravillosa.

En la mañana hablamos menos, las palabras aún están frías de guardarlas toda la noche sin usar� Horacio se toma un café oscuro, agarra su equipaje y nos despedimos con un beso de gelatina sin sabor� Yo luego me acuesto de

nuevo para dormir una hora, es el sueño que más disfruto, con soledad y tranquilidad� Me levanto, desayuno, voy a las tiendas y compro lo del almuerzo, luego prendo la televisión y… enciendo la televisión: Esa mujer sí es muy mala (sin dejar de desgranar) claro que el amante no se queda atrás� La vida es injusta, la hermana como ha sido de buena con ella y le quita el marido de esa manera� Cuando las mujeres nos enamoramos entregamos todo, quedamos sin defensa� Me acuerdo cuando me enamoré la primera vez tenía como ocho años… (Se va apagando la voz de la actriz hasta que ya no se escucha)

Ramón está frente a la puerta de su casa. Introduce la llave en la cerradura, antes de girarla se detiene unos segundos, inhala profundamente.

A esta hora su mujer estará mirando la telenovela.

Ramón está de pie frente a la puerta de su casa. Introduce la llave. Antes de girarla se detiene. Luego de una pausa de segundos da vuelta a la llave y abre, entra a su casa a reencontrarse con su «Reina Gertrudis»1 .

Agosto 2013 – Marzo de 2017

1 Personaje de Hamlet

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