14 minute read

El día que el reloj se detuvo

Next Article
La mona

La mona

Luis Fernando Escobar Ramírez

Sentado en la tienda que fue de Danilo, en compañía de mi abuela, dos tíos y mis padres, mientras me tomaba una cerveza, saqué el reloj del bolsillo del chaleco, la cadena quedó oscilando en el aire; lo aprecié detenidamente. Me sentía emocionado con el regalo, me hablaba del abuelo.

Advertisement

Estaba ligado al tiempo; una cadena de oro unía su cuerpo al discurrir de las manecillas del reloj en su círculo inacabable. Un pantalón y un saco de dril, una camisa blanca abrochada hasta la nuez de la garganta, eran su vestimenta usual. Siempre iba descalzo. Se enseñó a ello desde niño. Cuando visitaba a mis tíos en la ciudad, lo exhortaban a que se calzara, y en las noches lo veían

con los pies metidos en una vasija con agua caliente y sal. Desde que lo recuerdo, vi su rostro cuarteado por la fatiga de los años. Lucía un sombrero de fieltro del mismo color de la vestimenta. Su bigote espeso y canoso, contrastaba con el escaso pelo en la cabeza. Era grueso y de mediana estatura. Con los años, el abdomen se le pronunció, a pesar de lo mucho que caminaba cuando recorría sus fincas. Montaba siempre en su mula castaña. Porque es la que más seguridad me da. Los mulares son cuidadosos al cabalgar, se lo decía con voz presumida a Ramón, su compañero de brega. Bien bonito el animal, era su orgullo. Cada vez que salían de visita a las fincas del abuelo, retumbaba en la plaza una voz gritona: —Y ahí van don Julio y Ramón, rumbo a sus fincas, como siempre muy orgulloso el viejo montando su mula; pero ya verán cuando vuelvan, embarrados hasta el copete, embarrados, muy embarrados. Jajaja, ya lo verán —la voz los acompañaba hasta que salían de la plaza, yo alcazaba a ver la mano izquierda del abuelo, con un movimiento ofuscado, buscando apartar al hombre de la cercanía de su bestia:

—¡Lo patea Crispín, lo patea, quítese del camino! — el abuelo picaba la bestia con la espuela, dejando atrás al alborotador.

—Jajaja, me patea, seré bobo si me dejo patear de un animal, yo no soy tan animal. Jajaja.

—Volverán embarrados, volverán —y lo vi correr plaza abajo. Las risotadas salían por las puertas del café de Danilo.

A las cuatro de la mañana se sentían los pasos del viejo, sobre la madera del segundo piso, arreglándose para ir a misa de cinco. Era muy devoto. Algunas veces lo observaba desde la ventana de mi cuarto, mientras subía por el empedrado de la plaza al son del doblar de las campanas. Sacaba el reloj para comparar la hora con la del campanario de la iglesia. Para él era la hora oficial. Mi abuela Filomena se quedaba en la cama, el gusto de dormir no se lo quitaba nadie. No faltaba nunca a la misa de seis de la tarde. Tiene rosario y canto de Regina Mater. Lo decía contoneándose.

Al terminar la misa, el abuelo se iba a la cantina de Danilo. Allí se instalaba con otros madrugadores, que de pocillo de café en mano y «enrruanados», cogían un taburete, lo recostaban contra la pared y conversaban hasta la hora del desayuno. De regreso para la casa a las siete de la mañana, cedía el paso a los jovencitos del liceo, que en mucho orden iban a para la iglesia. Su rostro serio era una sonrisa, cuando escuchaba la voz destemplada de Crispín: —El médico está enamorado de una de las del colegio y ella también. Se escriben boletas de amor. Están enamorados, enamoradooos —lo gritaba con voz chillona—. Jajaja.

Ir a la casa de los abuelos a pasar las vacaciones, y sentarme a comer con ellos, era divertido, por la sarta de historias interminables: uno tras otro desfilaban los cuentos sobre mis padres, mis tíos y los espantos de las fincas. Para mi abuelo la explicación de que las crines de los caballos amanecieran con trenzas, se debía a que las brujas en las noches, montadas en sus lomos, les iban haciendo el enredijo. Otras veces la narración con voz de misterio hablaba de la mujer que, en los amaneceres, cargada de lamentos, iba por las calles sin descanso pidiendo justicia por su hijo asesinado. Con su magia puede desparecer a los niños. Contaba papá Julio con los ojos bien abiertos.

Además, me advertía que no me asomara en la madrugada a la ventana, cuando sintiera el cascoteo de una cabalgadura, porque pasaba el hombre sin cabeza y verlo me atormentaría el resto de la vida.

Según sus creencias, todos los noviembres, al bajar las escaleras para ir al inodoro, aparecían las ánimas de los niños que fueron masacrados por los chusmeros en el patio de la escuela, vecina de la casa.

La abuela apenas decía «Julio con sus cuentos va a llenar de miedo a ese muchacho», y se quedaba seria.

Un día conversando con el abuelo, sacó su reloj, lo puso sobre la mesa y comentó:

—Es una alhaja muy apreciada por mí, lo heredé de mi padre, quien lo compró en la joyería La Perla, en Medellín, fabricados en Suiza para celebrar la apertura del túnel de La Quiebra—. —Me mostró lo especial del reloj: el mío tiene tres tapas en oro y mirá la marca, Ferrocarril de Antioquia —lo dijo aclamando—. La leontina tiene un baño de oro de dieciocho quilates. Algún día te lo regalo, será tu herencia—. —Eso me emocionó mucho, admiraba aquella joya con el mismo aprecio de mi abuelo.

Los domingos salíamos, el abuelo Julio, mi abuela Filo y yo a recorrer los toldos del mercado en la plaza para hacer las compras de la semana, mientras me llenaban los bolsillos de golosinas. Me contemplaban a más no poder. Además, era el nieto menor, mis padres se casaron muy entrados en edad.

Por las mañanas se oía el vozarrón que gritaba desde el segundo piso: —Ramón, no olvide ordeñar la postrera de leche para mi nieto. —No se preocupe, don Julio, que ya la tengo lista. Es más, también separé la que se toma por la noche —su voz encajonada llegaba debajo de la vaca y de su sombrero.

Las tardes las pasaba en el café de Danilo, hablando de las cosechas, del ganado y de los últimos chismes del pueblo. Algunas veces surgían las preocupaciones

por lo que venía aconteciendo en los alrededores de sus fincas. Rumbaban los pocillos de café y algunas copas de aguardiente y ron. El abuelo era un abstemio obstinado. Si quedaba tiempo jugaban dominó o a las cartas. Cuando veía entrar a la plaza la recua de mulas cargadas con la cosecha de la finca, el abuelo se instalaba en las dependencias del Comité, para recibir el producto. Asistía al pesaje; él mismo tomaba la muestra con la sonda introduciéndola por un lado del costal, cogía el café y lo descascaraba entre sus manos. Al final quedaba la almendra. En alguna oportunidad lo acompañé y vi su cara de gozo y orgullo. ¡Qué calidad! ¡Pergamino de la mejor clase! —Sus ojos llorosos de la alegría. Anotó en una libreta el número de cargas y el precio de cada una. Miró el reloj y apuntó la hora en la libreta.

Ese mismo día, me llevó al café de Danilo para que me tomara una gaseosa. Sacó una avejentada libreta de su bolsillo y en medio de sus compañeros de tertulia, con voz acentuada, expresó: —Danilo, le voy a recordar qué día compró este negocio —se reía al ver la cara que puso el hombre regordete. —¿Y usted porqué tiene ese dato? —lo planteó con cierta malicia. Los ojos de sus amigos permanecían atentos. Mis ojos posados en la cara del abuelo. La alegría de la buena cosecha se coló en lo que iba a decir.

—Se lo compró a don Evaristo, en mil novecientos cuarenta y cinco, mientras nos tomábamos un café en ese rincón, y eran las nueve de la mañana. Recuerdo sus manos temblorosas haciendo el negocio y después el aguardiente doble que se tomó, que en ese momento ya era de su propiedad —su voz ceremoniosa.

Hubo risas y las miradas se dirigían hacia la libreta, como buscando qué más se escondía dentro de sus páginas. Sacó su reloj, lo sobó con la punta de su ruana, abrió una de las tapas y remachó: —Es hora de ir a comer los frisoles —sus ojos miopes recogieron la cara de pasmo de sus amigos y emprendimos el camino plaza abajo, mientras dejábamos un cuchicheo en torno a la mesa.

Cualquier día lo comencé a ver pensativo y silencioso. El hombre dicharachero, contador de cuentos en la mesa a la hora de las comidas, se aisló en sus pensamientos. Se encerraba con la abuela en la pieza y conversaban hasta tarde. Con Ramón también cuchicheaban algunos asuntos. En ese tiempo sus preocupaciones pasaron inadvertidas y no dejaba que afectaran a la familia. Pero por más que lo intentaba, se percibía su cambio de ánimo.

Con el finalizar de las clases y la llegada de las vacaciones me iba para donde los abuelos. Disfrutaba mucho de su compañía y del ambiente del pueblo. Las

historias, los personajes que lo habitaban, eran para mí una diversión. La cercanía del viaje me ponía de buen ánimo. Pero lo que sucedió días después fue inesperado.

Eran las cinco de la tarde. Del cielo colgaban nubes negras. Acompañada por el doblar de las campanas, ingresó a la plaza la mula castaña del abuelo, con un bulto cruzado sobre la silla. Se armó un alboroto en torno al animal, y los que se reunían en la cantina de Danilo le cortaron el paso, se descubrieron la cabeza y un rumor doliente envolvió la plaza. El murmullo llegó hasta la sala y al escucharlo corrimos al balcón y desde allí avistamos que muchos nos miraban. La abuela dio un pequeño grito, contuvo sus lágrimas, se atragantó con su llanto y pálida se volvió a entrar. Las hermanas volaron a socorrerla, le trajeron sales y una aromática. Vi venir la gente detrás del paso de la bestia rumbo a la casa. Ramón desencajado y cabizbajo, aun cabalgando su yegua, iba tras el cortejo. —Allá quedó tendido ese bellaco, después de que le metí dos fogonazos de perdigones en la cabeza —dijo Ramón con tono triste, en tanto se desmontaba del caballo. Todos permanecieron en silencio, y vi sollozar a la abuela de manera leve, bajo el efecto de los bebedizos. Ramón no pronunció una palabra más y se encerró en el cuarto.

Desde la llegada de los españoles la bala no para, los cañones de las armas no han dejado de explotar: ¡tata-

ta! Algunos intentaron callarle, pero él con más fuerza vociferaba: los muertos van a sobrar en este pueblo, las armas y los odios caminan con paso firme, las escopetas no paran, jajaja. Muertos, muchos muertos.

Lo llevaron a la pieza, lo tendieron en la cama y le quitaron el saco y la camisa. Alcancé a ver tres heridas en el estómago y una en el pecho. Limpiaron la sangre y le pusieron otra vestimenta, un terno gris y una camisa blanca. Amortajaron su cabeza con una faja de tela que le ajustó la mandíbula. Vi el reloj debajo de la cama, lo recogí, miré la hora y lo guardé en el bolsillo de mi pantalón. Ahí quedó hasta que trajeron el ataúd y mientras lo acomodaban, aproveché para poner el reloj en el bolsillo de su saco.

Ahora viene el desquite, suenan los tiros de venganza dejando un reguero de muertos en las calles. El rencor no para, las revanchas y los odios no descasarán hasta quedar llenos. Tatata. Jajaja. —Pobre Crispín —dijo la abuela—, ese muchacho no ha podido olvidar lo que le tocó presenciar en su casa, yo espero no quedarme en esta muerte, es muy duro el golpe, pero seguiré adelante.

Cogió una de mis manos y le dio un beso. Cuando desocupaban la cómoda de la ropa del abuelo, encontré unas libretas amarilleadas por el tiempo, tomé una y me senté a ojearla. Entre los tantos asuntos que escribió

me llamó la atención una lista. Eran apuntes a lápiz con los nombres de los hijos, nietos y sobrinos, al frente la fecha de nacimiento y la hora. Lo imaginé sacando el reloj en cada suceso, mirando la hora y escribiendo los datos en la libreta. También anotó la defunción de familiares, detallando el instante en que aconteció y el hecho. En la libreta dejé descrita la causa de la muerte del abuelo, la fecha y la hora en que nos enteramos de su deceso.

Los asesinatos fueron dejando sin clientes el café de Danilo. De a poco el pueblo fue abandonado por los viejos habitantes, muchos se fueron para Medellín. Para todos era clara la procedencia de los disparos, las cuchilladas y las amenazas. Y la vida seguía como si nada. Solo los familiares lloraban por el difunto, los amigos los acompañaban al entierro a sabiendas de que en algún momento serían ellos los escogidos. Todos los días el camión de transporte salía cargado de corotos y pasajeros rumbo a la capital.

No me creyeron y ya llegaron con sus tubos de pólvora. Suenan como truenos y rompen la piel como cuchillos de carnicero. Ahí están los asesinos, no dan tregua y es mejor marcharse, pero allá también se encontrarán con sus atronadoras armas, Tatata. Sí, habrá más muertos, más muertos y nunca parará la chorrera como una quebrada que se desborda.

El pueblo se comenzó a desocupar y llegaron nuevos moradores. Unos, atraídos por los precios de las tierras, otros, cercanos a los antiguos dueños, se apropiaron con ellas. Las tumbas se quedaron sin quien les pusiera flores cada domingo.

Cuando volvimos a sacar los restos del abuelo, sentí el pueblo vacío, sin esos personajes que tanto me atrajeron en mis vacaciones. Los que nos miraban, no sabían de dónde proveníamos y menos cuál era el nombre de quién íbamos a exhumar. Los postigos y los curiosos nos miraban con desconcierto.

Nadie se nos acercó. A la ceremonia solo asistimos mi abuela, ahora muy envejecida y achacosa, dos de mis tíos, mis padres y yo. Antes de comenzar, le mencioné al sepulturero sobre el reloj para que me lo entregara. Fui el único que se atrevió a ir hasta la fosa y presenciar ese momento. Ninguno de la familia se decidió a seguirme, les parecía que era volver a vivir su entierro; al menos eso expresaron. Mis padres prefirieron permanecer con la abuela, que, de rosario en mano, se sentó en una de las bancas del oratorio cerca de la cripta, donde se iban a dejar los restos.

A lo lejos, detrás de un mausoleo, escuché la voz: —Y ahora vienen a recoger a sus difuntos, lo que queda de ellos. Lloran, lloran y lloran, y las lágrimas no los resucitan. Pero esto no termina, el reguero sigue, no

termina. Ahora son otros los que disparan. Tatata, el reguero sigue, ahora son otros, ya los anteriores están bajo tierra. Tatata, jajaja. La fila no termina.

Le sentí la voz apagada y la carcajada gangosa, vi su caminar cansado y gacho. Mientras se alejaba guardé su recuerdo en mi memoria.

Los golpes dados sobre la tierra con la pica y luego el rastrillar de la pala atrajeron mi atención, eran como martillazos que golpeaban mi interior. El hombre hacía la labor de modo mecánico, parecía como si el frío del acero de la pala se prolongara hacia su cuerpo. No se conmovió cuando abrió la sepultura y tan solo encontramos unos huesos mezclados con tierra y algunas raíces apoderadas del ataúd. Del vestido solo sobrevivían hilachas, hasta eso se llevaba la muerte. Unos mechones de pelo se desprendían del cráneo. De la boca, convertida en una oquedad oscura, se esfumó la voz de bajo profundo que nos contaba cuentos de aventuras familiares y de espantos. Las cuencas donde habitaron alguna vez sus ojos verdes quedaron mirando al cielo, vacuas. Los agujeros púrpura que observé en su cuerpo desnudo se diluyeron, las larvas habían hecho la tarea. El reloj brilló entre un pedazo de tela y el hombre lo recogió con asombro y me lo entregó, no sin antes admirarlo. El pasmo se advirtió en su rostro. Lo envolví en un pañuelo de seda y me lo eché al bolsillo de la chaqueta. Los recuerdos de ese

finquero incansable y dicharachero empedernido se los llevó el último suspiro. El trabajador recogió los restos, los empacó en una bolsa de tela y me la entregó. Caminé hasta la cripta, sentí lo liviano del cuerpo del abuelo y lo pesado en que se convirtió mi andar. La familia se reunió alrededor rezando avemarías y credos. La abuela, siempre vestida de negro desde la muerte del abuelo, permaneció en silencio, mientras se estremecía de manera imperceptible, y el rosario vibraba entre sus manos temblorosas. Terminada la ceremonia, al salir del cementerio, le entregué el reloj a la abuela, y ella balbuceó: ¡Quédatelo!, así lo quiso Julio. Para mí fue toda una sorpresa y me sonrojé, lo guardé en mi bolsillo y los recuerdos se apeñuscaron en mi mente.

Mientras nos tomábamos un café en la tienda, abrí la tapa de oro, dejé que la cadena se deslizara por entre mis dedos, tiré del mecanismo de la cuerda y puse las manecillas del reloj marcando las cinco.

Lo guardé en el bolsillo de mi chaleco.

This article is from: