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Hugo

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En el guadual

En el guadual

Carlos Mauricio Bedoya

Hágale, don Óscar, yo juego, cuente conmigo.

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Cuando nos reunimos la primera vez para entrenar, Hugo y yo nos saludamos sincera pero no efusivamente. La diferencia entre nuestros físicos ya no era tan notoria, pero seguía favoreciéndolo a él. Terminamos de entrenar y nos despedimos desde lejos; se fue con alguien en una moto.

El día del partido yo estaba muy nervioso. Incluso más que cuando jugaba en la Liga Antioqueña; pero don Óscar nos reunió antes de comenzar el juego y nos dijo que los contrincantes también tenían miedo. Cuando volvimos a la cancha y yo tenía el balón en la mitad para hacer el saque, miré al Flaco y no se le notaba el miedo; entonces pensé que los demás de ese equipo

lo sentían, menos él. El primer tiempo lo ganamos dos a cero. Hugo hizo el primer gol rematando desde lejos y Oswaldo hizo el siguiente gambeteando. En el segundo tiempo el Flaco de Pachelly salió desesperado con el balón en sus manos y lo puso en la mitad para sacar. Parecía un toro resollando, como si nos hubiera olido el miedo, y eso nos hizo pasar del ataque a la defensa. Nos convirtió dos goles y su equipo nos empató. Yo miraba a don Óscar y él nos hacía señas con las manos para que saliéramos de nuestra área y luego gritaba ¡Toquen, que es lo que ustedes saben hacer! ¡Tengan el balón!

Estaba aturdido, pero don Óscar no me sacó. Con el toque del balón le bajamos ímpetu al Flaco y volvimos a ponernos parejos. Hasta que Hugo se me acercó y me dijo: poneme el balón adelante o mandámelo alto, Mauro, y en ese momento lo vi igual que yo, de la misma edad, un muchacho. Cuando yo tomaba el balón, lo buscaba y trataba de ponérselo preciso delante, siempre rastrero, porque el cansancio ya no me dejaba levantar la pelota para un centro alto. Pero como la cancha era pequeña, la distancia no daba para un pase profundo, así que apenas le hacía el pase y él se desmarcaba y les tomaba varios metros de ventaja a los defensas, el arquero ya estaba en frente. De seguir así, iríamos a penaltis con ese empate. Cada vez que el Flaco nos robaba el balón creíamos que no llegábamos a los cobros de desempate. El partido, según nos lo hicieron saber después varias personas, fue muy bueno. Luego

nos dijeron que parecíamos en una final de fútbol profesional, pero yo sólo veía al Flaco como un gigante que ya no me daba tanto miedo; comencé a respetarlo cada minuto, quise jugar luego con él en un equipo. Sólo veía la forma de tocar el balón y abrirme paso gambeteando o ponérselo a Hugo para un cabezazo. Pero era casi imposible porque ellos defendían muy bien, yo estaba muy cansado y ya don Óscar había hecho todos los cambios.

Hubo un momento en que Fabián, antiguo retador de penaltis en la cuadra, le quitó el balón al Flaco y me miró para pasármelo. Yo miré a Hugo y noté que él, en vez de comenzar a correr hacia el arco de ellos, se devolvió al medio y me miró. Nos hablamos con la infancia; le indiqué a Fabián que le pasara el balón a Hugo, lo hizo con precisión, y esta vez yo corrí en diagonal por la punta derecha. Mi amigo rompió la defensa de Pachelly con una pared pensada para mí, porque no me filtró el balón a ras de piso, sino que lo impulsó haciendo pequeños rebotes y enseguida corrió hacia el área. Yo pude llegar hasta el extremo de la cancha en la que había jugado de niño y de estudiante en La Salle y pateé la pelota preciso en uno de sus pequeños y constantes descensos; le di con la plenitud de mi empeine derecho y sentí cómo salía el balón templado, templadito, silbando y alzándose, yo corriendo de para atrás, tastabillando luego del chute y

mirando su destino. Hugo se levantó y cabeceó el balón como yo nunca había visto hacerlo en los equipos y partidos de mi edad: en el aire, sostenido, movió la cabeza para golpear seco, sequito el balón de cascos de cuero, que salió en ángulo de noventa grados hacia la arquería, atravesándola, porque no había malla.

Los dos estábamos en el piso. Yo, porque al patear desde el extremo haciendo el giro me fui de espaldas, y Hugo porque acababa de descender del cielo. Nos miramos por entre piernas y brazos juveniles, unos moviéndose como resortes alegres y otros desmadejados y vencidos, dignos todos. Nos fuimos corriendo al encuentro, gritando gol con el alma que tenía forma de voz, hasta golpearnos con el pecho y aferrarnos con los brazos en una tarde que ponía una cortina de arenas doradas sobre todos nosotros. Estábamos llorando en medio de un abrazo que fue de todo el equipo. Luego volvimos a nuestras posiciones. Hugo y yo caminamos poniendo cada uno su mano en el cuello del otro, con fuerza, como sólo habíamos visto hacerlo a los jugadores profesionales en el estadio o en los pocos partidos que se transmitían por televisión.

El Flaco ya estaba en la mitad con el balón, listo para sacar y volver a atacarnos. Entendí que a un jugador como esos había que respetarlo, esa era la forma de tenerle miedo, para no bajar la guardia hasta el último momento. Quise de nuevo jugar con él.

El equipo que hiciera ese tercer gol ganaba el partido, lo hicimos nosotros y ganamos.

Don Óscar nos abrazó a todos. Hugo y yo nos despedimos dándonos la mano y sonriéndonos: ¡Qué hijueputa centro el que me mandaste! ¡Qué golazo, hermano! Se subió en una moto, esta vez manejada por él y se fue haciendo un pique como si estuviera montando un caballo.

La semifinal fue en el estadio Tulio Ospina, con mucha gente en la tribuna, pero Hugo no apareció y yo estaba en cama por una virosis que no me dejaba casi que ni caminar. La perdimos tres a dos con el equipo de Carlos Rodrigo que luego fue el campeón. Al principio, don Óscar estaba muy enojado con Hugo y conmigo. Con él, porque nunca apareció en la cancha, y conmigo porque cómo es que le da por enfermarse precisamente para la puta semifinal. Pero cuando subió a visitarme y me vio como un cadáver y con una Naranjada Postobón y dos buñuelos sobre el nochero, se enterneció y le dijo a mi mamá que yo era muy buen jugador, y luego me dijo que me recuperara y que, aunque tenía futuro en el fútbol, no fuera a dejar la universidad. Le preguntamos si sabía por qué Hugo no había ido al partido, ¡Jum!, no sé, porque ni me llamó para avisarme ni se ha vuelto a comunicar conmigo.

Yo me recuperé de la virosis y cuando volví al equipo de la Liga Antioqueña a entrenar me notificaron que,

como iba para el ascenso, debía entrenar toda la semana y hacer mucho ejercicio para «ponerles carnita a esos huesos». Al Flaco y a Carlos Rodrigo los contrató Atlético Nacional, y a otros compañeros míos y paisanos, mejores jugadores que yo, los llamaron para la selección Antioquia y para el Bello Fútbol Club. Yo decidí retirarme de la Liga Antioqueña para dedicarme por completo a la universidad.

El gol que hizo Hugo fue espectacular. Yo nunca lo voy a olvidar: el centro mío templado y veloz; el cuerpo de él levantándose como en una especie de toma en cámara lenta, pura estética y fuerza, nada de brusquedad que pudiera ensuciar la jugada. Los defensas de Pachelly se unieron a semejante momento respondiendo con igual entrega en un salto defensivo; los dos muchachos en su salto también buscaban el balón con sus cuerpos en diagonal, por eso no podían alcanzarlo como sí lo hiciera Hugo. Los tres parecían volar; dos camisetas amarillas con cuello y bordes de manga azul recibían la luz del sol, y, en la mitad, Hugo con la camiseta azul y raya blanca sobre el pecho parecía un cohete en despegue. Después, en el aire, cabalgando en la ingravidez, ladeó su cuerpo y giró su cabeza para dirigir el balón a un ángulo imposible del arco. Su cabello largo y lacio se abrió en puntas cuando hizo contacto con la pelota, como si un montón de pequeñas flechas salieran disparadas hacia los lados, brillando con el sol; el arquero intentó moverse, pero era imposible acercarse

a esa esfera que rompía la fricción del aire dejando tras de sí el espacio del vacío. Cuando el balón traspasó la raya que demarcaba que un gol existía, detrás de mí explotó un coro que cantaba la anotación con vivas, arengas e hijueputazos. Los tres muchachos cayendo al mismo tiempo se hicieron humanos de nuevo. ¡Cuánto los admiré! ¡Cuánta fuerza, orgullo y belleza hubo en aquel salto de ataque y defensa! ¡Cuánta dignidad en la derrota y en el triunfo! Tres ángeles dorados por un sol bellanita que anunciaba el vuelo anticipado de la juventud.

Un cuerpo minúsculo de plomo penetró brusca y terriblemente aquella cabeza de pelo lacio, la misma que golpeara el balón para un desempate épico entre muchachos que jugaban a la vida sobre una cancha de barrio. Cayó el cuerpo derrotado sobre el asfalto caliente, sin cortinas de luz ni polvos minúsculos dorados, mientras el ruido de una moto se alejaba huyendo.

Salía yo de la universidad pensando en tantas tareas por hacer, mirando mientras caminaba hacia la cancha de fútbol donde se jugaba un partido de recocha. Al frente, el cerro Quitasol; a lo lejos, Bello, algo distante pero tan mío. Me detengo, pido juego y me aceptan; me quito la camisa y me dejo puesta la camiseta blanca de algodón, el morral lo tiro al borde del camino angosto de concreto que desemboca en la glorieta de

Coca-Cola; corro instintivamente al medio campo, me desmarco hacia la derecha, pido la pelota, me la dan, cuando levanto la cabeza, vuelvo a ver a uno de los míos que corre hacia el área contraria pidiéndome el centro.

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