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Un hombre en la acera
William Alejandro Blandón Cortés
El sol se tornó violento al avanzar en esa mañana de julio. Decidí caminar hasta la universidad para ahorrarme el pasaje; así compraría algunos cigarrillos y un par de tintos que me servirían para aguardar a que llegara la tarde, cuando publicarían la nota final de Circuitos.
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En Carabobo, a cuadra y media de llegar, había un hombre en la acera. Un vendedor ambulante. Estaba sentado, sosteniendo una chaza pequeña de madera en la que tenía cajitas de chicles, cigarrillos, galletas, bolsas con papas y tajadas fritas de plátano en envoltorios transparentes, artesanales; cada cosa se encontraba dispuesta de forma que daba la impresión de estar en el lugar que le correspondía, ajustada, ordenada.
Me acerqué, pero no advirtió mi presencia. Pedí un Ciento Ocho; continuó sin notarme. Contemplaba el horizonte, hacia las últimas montañas que custodian el valle, después miró al frente. Me acerqué más y, con tono más alto, le pregunté si le ocurría algo. Abrió una cajetilla roja, con un golpe lento en el fondo levantó dos cigarrillos y me los ofreció; dudé en tomar uno porque prefería el verde, el mentolado, pero lo tomé. Una pequeña llama ardió, temblorosa y gentil, frente a mí. —Ahora sí, solo. Mi hermano, primero, y ahora ella.
Me mantuve en silencio.
—Solo a la brava. —Miraba el suelo y las palabras eran un murmullo difícil de descifrar—. Ya está en otro lado. —Logró controlar el temblor en los labios.
Lucía un sombrero gris de ala corta, con una pluma, quizás de azulejo, descolorida, abrazada por una cinta negra brillante, como si la pluma perteneciera exclusivamente a aquel sombrero, para que su dueño pudiera revivir historias olvidadas al apreciarlo, antes de ponerlo sobre su cabeza. El pantalón, gris claro, y la camisa blanca amarilleada, delataban más usos de los que algunos reconocerían, sin embargo, evidenciaban, también, el cuidado en el trato, sin orificios o remiendos visibles; destacaban los dobleces realizados por manos cuidadosas. Las zapatillas, de un cuero que daba cuenta del camino recorrido, disimulaban las grietas bajo el lustre del betún.
—Se hacía’llá —prosiguió, señalando un montículo de hierba en que había una banca, al otro lado de la calle—. Le gustaba mucho comer. Eso a veces era un problema. Se enojaba conmigo. Al rato se le pasaba.
Alrededor de un bigote de puntas finas, motas plateadas comenzaban a brotar de entre la piel trigueña. Los ojos acuosos, y la piel ajada y delicada de los párpados conferían a su mirada un humor melancólico.
Tomé el otro cigarrillo, sin saber qué decir. —Al rato se le pasaba… Dios sabe por qué hace sus cosas. —Dio un par de palmadas a un lado de la caja e hizo un gesto de desaprobación. La mirada examinaba el otro lado de la calle, como si esperara a que llegara alguien—. Solo a la brava… Dios sabrá.
Le pedí otro par de Ciento Ocho, de los verdes, y le ofrecí mis condolencias.
Cuando regresé más tarde, por el mismo sitio, él estaba al otro lado, con su chaza, en el lugar que me señaló antes. Sonaron las explosiones de los primeros petardos. Ese día comenzaría el paro más largo que recuerdo de la universidad; la gente pasaba apurada a su lado, alejándose de Barranquilla y Ferrocarril, mientras las tanquetas se acercaban a la conmoción, y él no parecía percatarse de nada. Crucé y le advertí que lo mejor era irse.
—Al rancho no hay nada qu’ir a’cer.
Las rejas de los negocios bajaron una tras otra hasta que la calle quedó sola. Seguí mi camino y antes de doblar en la esquina, lo observé por última vez. Pasó la mano torpemente por la banca, acariciándola.