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En el guadual
Oscar Giovanni Giraldo
El joven iba caminando. Caviloso miraba a lado y lado como si algo se le hubiera perdido. Su turbulencia duró hasta llegar al camino que cruza el guadual. El acceso a la espesura se da mediante las escaleras de cemento raído que se encuentran antes de llegar al puente.
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El guadual tiene una cuadra de extensión. Él lo observó dirigiendo su mirada a lo largo de toda la calle, así examinó el sitio. Al parecer le gustó, pues se internó en la densa enramada.
Si se camina desprevenido, como lo hace la gente, por las escaleras hacia el puente no se ve nada a lo profundo del guadual. Lo digo yo que tantas veces estuve allí.
Adentro, analizó el terreno, miraba hacia afuera y se ubicaba constantemente en diferentes sitios hasta que
encontró el perfecto. Él creyó que nadie lo observaba. Colgó su camisa en una rama suelta y salió a mirar desde afuera. Probaba si podían verlo estoy seguro de eso. Creo que su prueba fue buena, pues desde que entró de nuevo ya no se alejó mucho de la camisa colgada, tampoco se la volvió a poner. El sitio era perfecto para su cometido, lo sé, porque todavía veo su cara de satisfacción al hacer la elección.
La posición de mi casa brinda una vista privilegiada de las escaleras, el puente y el minúsculo bosque de bambú. Allí veo pasar a la gente en su discurrir diario acompañado de un vaivén asincrónico y parsimonioso. Al observarlos pienso que están necesitados de libertad. Los imagino como pájaros enjaulados, con un deseo fervoroso de sentir el viento en la cara y además de alejarse de sus compañeros habituales para dar un paseo.
Desde mi ventana y saboreando un café puedo ver la extensión del guadual y el deambular de la gente. Allí también he visto pájaros hermosos como los azulejos, las soledades y algunos otros que no reconozco.
Embebido en pensamientos sin sentido y oteando el guadual a la búsqueda incesante de pájaros, pude observar el comportamiento extraño del joven cuando este iba caminando y cómo luego se internó en el espeso verde natural.
Lo vi todo, lo guardé todo en mi memoria. Cada movimiento, cada gesto, era captado por mis ojos vigilantes en un estado de alerta generado por una morbosidad que me estaba matando en esos momentos. Él no lo sabía, pero yo lo vigilaba. Aún lo veo tirado en la hojarasca con la claridad que permitió ese soleado día.
Agazapado en la maleza lo noté nervioso, ansioso. Luego en mi cabeza se comenzaron a generar dudas y pensamientos no muy alegres. ¿Y si quería robar o matar a alguien? ¿Tal vez esperaba a que pasara una chica para abusar de ella? Me tuve que tranquilizar, ¡no pienses lo peor! repetí en varias ocasiones. Me tomó un buen rato calmarme. De todas formas, cogí el teléfono y quise llamar a la policía, pero ¿qué les diría? ¡Hay un hombre joven, musculoso, sin camisa, sentado en el guadual; creo que quiere hacer algo malo! ¡Ah, qué locura! Me calmé un poco y decidí no llamar a nadie. Si me fijaba bien en el chico, hasta parecía buena gente. ¡Paranoia! Pura paranoia era lo que se estaba apoderando de mí en esos instantes.
Aquella tarde no fui capaz de despegarme de la ventana. Algo me decía que este tipo tenía un propósito malo. El escondite y la ramada del guadual eran los escenarios elegidos para llevar a cabo su fechoría. Solo nos separaba el tiempo del suceso.
Perdí la noción de lo que sucedía. La calma se apoderaba de la situación y no lo soportaba. Mis manos
sudaban y mis elucubraciones merodeaban los actos malos. Imaginé varias y terribles felonías que serían cometidas por aquel intrigante transeúnte. Fueron instantes en que anduve al borde del colapso. En ese periodo sacó cigarrillos y fumó por montones. Por ratos lo noté impaciente y luego aterrizaba la calma a sus facciones. No sé si era él el que estaba ansioso o era yo que estaba desesperado por saber que sucedería.
Por momentos caminó de un lado a otro. Se impacientó y con ello me transmitía su desasosiego. No se puso nunca la camisa. Miraba a lo largo de la calle y devolvía la vista hacia el puente que estaba bajando las escaleras. Esperaba a alguien, estoy seguro. El joven siempre estaba atento al menor ruido o movimiento. Cuando un transeúnte se acercaba, él se levantaba como un resorte y lo observaba con cuidado. En su mirada hubo pánico varias veces. Mi ventana me permitía analizarlo detenidamente. La experiencia adquirida en días previos observando pasar a la gente me autorizaba para lanzar ese juicio.
La posición de mi casa y la visión que me otorgaba eran más privilegiadas que las de él, aunque los que bajaban hacia el claro los veía ya cerca al guadual. Con absoluta nitidez los distinguía apenas asomaban por ese espacio cruzando desprevenidamente las escaleras camino hacia el puente. Nadie notó su presencia. Pasaban por el lado de la ramada desapercibidos sin saberse
observados, tanto por él como por mí. Él tampoco sabía que yo lo observaba, se creía incógnito e invulnerable, pero lo tenía bien vigilado.
Organizó un promontorio de hojas y allí se estiró. Tomó una piedra del piso y de su bolsillo sacó una navaja. La hoja metálica brillaba a lo lejos cuando la blandía pasándola por el pedrusco para afilarla. Con eso me convencí de las malas intenciones de este chico. De nuevo tomé el teléfono y marqué a la policía, pero al acto colgué. Seguía creyendo que no tenía suficientes elementos para inculparlo. Traté de que mis pensamientos no fueran tan malévolos, siempre imagino lo peor. Me calmé lo más que mi desespero me dejó y consideré que la navaja era una herramienta muy útil. Solté el teléfono.
Fueron largos minutos en los que estuvo afilando, al final guardó la hoja. No pasó nada. Me tuve que repetir ¡ya la guardó, es solo tu pervertida imaginación!
Ya había acumulado un largo tiempo al frente de la ventana. Este joven me tenía atrapado. No me dejaba mover. Mi mirada estaba fija y mi sensación era tal que no podía quitarle los ojos al chico del guadual. No tuve ganas de otro café y ni las necesidades fisiológicas me hicieron quitarle la vista a tipo tan extraño.
Tanto me fijé en el joven que su cara me quedó marcada como lo hace la luz en la fotografía. Sus grandes
mandíbulas que resaltaban los dientes blancos desde lo lejos y su mirada dura y penetrante quedaron tatuados en mi cerebro para siempre.
Nuestro joven misterioso se encontraba ahora sentado y sin quitar la vista del camino. En un instante pude notar su exaltación, casi instantáneamente dio un brinco. Sacó su navaja y la abrió. En su mano izquierda enrolló la camisa, con la derecha empuñó la hoja metálica. El fuego se reflejaba en su rostro. En tres o cuatro zancadas salió de su escondite, era un rayo lo que se movía, corrió por el claro y lo perdí de vista. Se movió al único sitio que yo no dominaba desde mi panóptico.
Mi angustia creció hasta el delirio. Era testigo y ya no lo era. Lo dejé de ver y no supe qué más pasó. Mientras contenía mi corazón en el pecho y tomaba bocanadas de aire para componerme sentí un quejido. O quizás no. Ya no lo sé. Mi alteración era tal que confundía todo. Ya no estoy seguro de lo que oí, si es que oí algo.
Mientras discernía si mi cerebro me engañaba con un grito o alucinación, el chico pasó raudo por el claro en dirección contraria a la que había tomado apenas salió de la ramada. La agitación aumentó y mis pensamientos se ocupaban de lo peor. Lo vi, estoy convencido, con la camisa blanca ya teñida. El color presagiaba el mal. La hoja metálica continuaba en su mano. La visión fue de un segundo, pero estoy seguro de lo que vi.
Fui invadido por una oleada más profunda de latidos y pulsaciones. De nuevo se me escapó el aire. Parecía que yo era el afectado y me encontraba en una situación delicada.
Me maldije enormemente y aún lo hago por no haber dado aviso, pero ¿qué podía hacer? Si aún no estaba seguro de que hubiera pasado algo malo. Podría ser solamente una mala y dañina interpretación desde mi posición, además es casi naturaleza en el ser humano pensar lo malo primero. ¿Y lo qué vi, la navaja, la carrera, la sangre? o ¿es qué lo soñé? Ya no alcanzaba a distinguir la realidad. Estaba trastocado por mi experiencia. ¿Qué pensar? ¿Cómo calmarme?
Terribles, largos, angustiosos e impotentes fueron los minutos que siguieron. Imaginé a un cuerpo allá afuera desprendiéndose de la vida, a su bagazo tirado en el piso.
Realicé una genuflexión para recuperar el aliento, el aire me faltaba y algo en mi cabeza resonaba al unísono con mis pulsaciones.
Eterno fue el tiempo que acompañó mi indecisión. No hallaba fuerzas para alejarme de mi ubicación y ya no sabía para qué llamar a la policía.
Fue en ese preciso instante, donde se acumuló la gente, que supe lo peor. El tumulto confirmó mi amarga
sospecha. Así yo no viera el cuerpo ya sabía que estaba allí tirado en el piso. En ese segundo, y para siempre, me recriminé no haber dado aviso.
No sabía si era hombre o mujer, padre o madre, no sabía si era el hermano de alguien o el hijo de quién; pero ya sabía y estaba muy seguro que su muerte también fue culpa mía. Lo lamenté en ese momento y sé que lo lamentaré toda la vida.
Atónito y embebido por mis tortuosos pensamientos, sentí a lo lejos el timbre del teléfono. Con desprecio lo tomé. Observé que era un vecino amigo mío el que llamaba. Sin ánimos, debido a mi estado de conmoción, contesté y con un frío ¡hola! Lo saludé.
El silencio permaneció un instante, fue un siglo para mí, al final dijo: ¡han matado a tu hermano en el guadual!