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Vacío

Isabel Bernal Restrepo

La necesidad del crimen llegó con tu vuelo, dos días antes, cuando viniste a explorar. Recorrías la pequeña selva de plantas suculentas, aromáticas y malezas invasoras. Mirabas atenta con tus ojos redondos y pequeños. Se veía cuál era tu propósito y corrí a ahuyentarte. Este no es un lugar adecuado, no es seguro, dije. Te fuiste y pensé aliviada que solo estabas de paso.

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La vez siguiente regresaste acompañada. Otro casi igual a ti, un poco más grande y con más color en su vestido te vigilaba mientras husmeabas. Pude ver cómo le mostrabas el lugar. Lo recorrieron juntos, caminando despacio y con cautela. Miraron y analizaron cada rincón, se posaron debajo del romero, pisotearon las caléndulas y llegaron al costado de esa flor a la que le dicen tulipán pero que parece un lirio. Le susurraste

cosas al oído, quizá que ese era el sitio y se marcharon en una coordinación de aleteos pardos.

Al otro día estabas ya sentada, acurrucada sobre la tierra y rodeada del verde. Me mirabas de reojo, así de lado como lo hacen ustedes, con ese disimulo cargado de desconfianza. Grité esta vez para que volaras lejos, pero no se pudo; te quedaste ahí quieta, con tu cabeza trémula y el movimiento leve de tus fibras impermeables que bailaban al son del viento. Pensé que estabas descansando y te dejé estar.

La duda se me quedó como un malestar. Me alejé de tu cama de tierra, entré y me escondí del miedo que me inspiraba esa cercanía. Escuchaba el silencio de tu espera desde mi resguardo. Cargaba tu peso multiplicado en mis sienes que palpitaban con el ritmo de un canto imaginario, agudo, doloroso. Te vislumbraba en esa quietud con tus granitos de ojos pegados a los míos, interrumpidos solo por un parpadeo horizontal; observándome, sin entenderme. ¿Cómo me percibirá tu mirada? Me preguntaba ¿Distinguirás mis colores? ¿Mi movimiento será fluido? ¿Me veré amenazante en tu presencia? ¿Olfatearás mis intenciones?

Salí de nuevo. Seguías clavada en la misma posición, solo que esta vez vi asomar bajo tu falda de plumas descoloridas una sonrisa blanca, una macabra, de calcio, brillante, deslumbrante.

Esta vez te dije tonta, mentirosa. Pregunté por la falta de nido ¡Me engañaste! Esperaba que llegaras cargada de ramas, con hierbajos y pajitas en tu pico; te había imaginado construyendo, tejiendo un hogar, un colchón, una cuna. No pensé que los dejarías sobre la tierra, sin otra protección que la poca vegetación del balcón, a la humedad de la lluvia, al rozar frío del viento; indefensos, al alcance mío, del gato, mi compañero: de sus uñas, de sus dientes, de su instinto.

La convivencia no era posible. Tenía una responsabilidad, cuidar al que te podía dañar, ese sigiloso que en un intento de cazar, de jugar con tu miedo y tu muerte, pudiera caer los diez pisos que nos separaban del suelo. Cuidarte a ti y a los tuyos podría significar romper la promesa que hice de protegerlo a él.

Te aislé en el exterior fresco y ventilado. Nos encerré en el vaho de mi angustia y de nuestras respiraciones contenidas. Te ignoré, me escondí. Pero ahí seguías, veía tu presencia a través de la transparencia de mi ventana calentando la vida que cuajaba debajo de ti. Soñé con la posibilidad de una existencia compartida. De acompañarte desde adentro, de hacer parte de tu maternidad. Escuché en mi mente el crujido tenue de la cáscara cediendo, percibí en mis sueños las agujas delgadas de sus picos saliendo por entre las grietas. Vi con los ojos cerrados las bolas de carne aún desnudas esperando el alimento, sus piares agudos llamando

constantemente. Construí la ilusión de una puerta que permitiera pasar el aire pero no a nosotros, planeé una táctica para regar las plantas sin mojarlos. Me resigné al encierro. Quería ser partícipe del nacimiento de las primeras plumas, de las clases de vuelo, de tu deglutir en sus bocas. Se rieron de mí, todos, los realistas. ¡Imposible! En cualquier descuido ocurriría una tragedia. Que ustedes se reproducen con facilidad, me dijeron, sobran las ráfagas cafés de aleteos desteñidos.

Pregunté si tal vez los podía llevar a un árbol, lejos de estos peligros, donde el verde fuera real, no una maqueta descuidada de una selva en miniatura. Trasladarlos era una quimera, abandonarías la promesa blanca de tus polluelos sin nacer, olerías mi presencia y dejarías de reconocerlos.

Fue claro cuál tendría que ser mi proceder, esa certeza me cayó pesada y se me acomodó en los hombros.

La vigilancia se tornó en acecho. Me sembré al otro lado de la vidriera esperando el momento en que por alguna necesidad salieras de esa ondulación de tierra a la que nombraste nido y dejaras a mi disposición el par de tesoros de marfil. Me quedé parada a tu lado, con la angustia que me aceleraba la respiración, las manos frías y temblorosas y los ojos empañados por la humedad. Pero ese vuelo no llegaba. Eras una madre responsable, permanecías inmóvil, al cobijo de tus esperanzas. Salí,

me acerqué, casi te toqué; ni un aleteo, solo el constante movimiento de tu cabeza y tu mirada de incomprensión. Volví a entrar, caminé, di vueltas y me senté de nuevo a esperar. Repetí en vano mi intento de ahuyentarte desde el interior, golpeando el vidrio. Luego afuera agitando mis brazos en un baile desesperado. Nada. Entré de nuevo y renuncié por aquel día.

Esa noche el sueño no vino acompañado de reposo. Sospechaba que me vigilabas, que eras tú la que estaba ahora a mi acecho. Los supuse a ti, a tu compañero y a toda tu familia sentada a mi espera formando una fila en la baranda del balcón; agrupados en la terraza del edificio vecino, aglomerados en el alféizar de la ventana. Mirándome todos de lado, aguardando mi salida para venir en grupo a terminar con mis intenciones.

Escuchaba en coro sus gorjeos vibrantes cantando mi réquiem al amanecer. Esa fue una mañana empañada por la niebla gris de la contaminación. Me desperté adolorida y con un vértigo frío en el pecho. Bajé la escalera, miré a través de la vidriera, y ahí seguías, sola, riendo callada, como diciéndome que no había sido un sueño.

Comenzó de nuevo ese ir y venir de intentos fallidos. De pronto, en uno de esos instantes en que abrí la puerta y me descuidé, como un cómplice, salió silencioso mi compañero y se te echó encima. Te levantaste en ese vuelo esperado y quedaron ahí pequeños, blancos,

puros, ese par de promesas que no se iban a cumplir. Me detuve, los contemplé de lejos un rato, disculpándome, susurrándoles canciones de cuna que ya nunca iban a escuchar. Los tomé, estaban todavía tibios de ti, tibios de esa vida palpitante que vivía en su interior.

Me quedé mirando el rastro de tu presencia, la huella que dejaron ellos en la tierra y me senté afuera a esperarte. Alcancé a ilusionarme con que no ibas a volver, pensé que tal vez el miedo a las garras te alejaría, que los abandonarías y que ya no sería mi responsabilidad. Pero no fue así. Tu regreso fue un golpe en mi vientre. Se veía en ti la alegría del reencuentro, las ansias de volver a arroparlos con tu cuerpo. Te posaste primero en la barandilla escudriñando el aire en busca del peligro que ya se había ido. Caminabas vibrante sin ninguna sospecha a esa cama que ahora estaba desierta. Sentí tu sorpresa, tu incomprensión. Rodeabas el sitio con esa intranquilidad en el caminar olfateando el viento, ese rastro cálido que no se había ido con ellos. Volaste un poco lejos para ver desde otra perspectiva. Percibía tus pensamientos, tu duda, tu angustia. Era como si dijeras: ¿será que me equivoque? Lo recuerdo, era aquí, todavía los siento. Te acercaste de nuevo al hundido de tierra ya frío para sentarte sobre las plumas que habías dejado la última vez. Pero faltaba algo. Se alzó tu vuelo al vacío.

Con la resignación marcada en tu cara ensombrecida planeaste hacia él, a la terraza vecina. No se cómo

se lo comunicaste, quizá con palabras mudas, o con esa vibración leve de tus conversaciones, tal vez con las caricias que le hacías. Al comprender, la desolación se alojó también en él. Apoyaste tu cuello en su cuerpo y te abrazó, en ese abrazo de pájaros, de alas enlazadas y cabezas ladeadas.

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