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La interpretación del presente a la luz de la historia
Emilio González Ferrín 1
Itinerarios
Nadie podía figurarse que después del siglo xx volvería a presentarse el xi en toda su magnificencia épica, con sus ideales medievales de sangre (limpia o sucia, siempre derramada). La idea es de Amos Oz, en cuyo libro Cómo curar a un fanático ofrece unas claves interesantes para interpretar el mundo presente, teniendo en cuenta la historia de los territorios que hoy ocupamos. Pero ese modo de asimilar hoy el pasado tiene una peligrosa contrapartida posible: recorrer el camino contrario. Es decir, leer la historia a través del presente, una genuina enfermedad que todos deberíamos tratarnos: el presentismo.
Pues bien, es en el cruce de estos dos itinerarios en los que me gustaría comenzar: ¿en qué medida sirve la historia para organizar el presente? Si caemos en la trampa del segundo itinerario, es decir, interpretar el pasado desde las circunstancias actuales, evidentemente el conocimiento retocado de la historia resultará muy útil para armar polémicas presentes. En gran medida es lo que viene haciéndose últimamente en el extraño reparto nacionalista y sectario de la historia, ya sea un nacionalismo territorial, lingüístico, étnico o bien religioso, de gran acogida en estos tiempos. Ese presentismo mueve ríos de tinta sobre la reflexión histórica al servicio de un corporativismo actual, cualquiera que este sea. El procedimiento es siempre el mismo: se inventa desde el hoy una identidad colectiva que muy probablemente no existiese como tal en el pasado; un «nosotros» de cartón piedra y disfrazado de viejo que, al biografiarse desde el ahora perentorio, arroja la impresión de que solo ha habido un itinerario de realización colectiva: el nuestro, amenazado por «los otros».
Sin embargo, si nos quedamos con el primer itinerario, la interpretación del presente a la luz de la historia, la cosa cambia y se muestra más ambigua, transversal, abierta.
1 Profesor titular de Pensamiento Árabe e Islámico en la Universidad de Sevilla.
Contemplamos (siempre y cuando se haga historia de verdad) que el tiempo pasado está lleno de infiernos a los que no deberíamos volver, siendo este, con toda probabilidad, el más importante acicate para el estudio de la historia. Pero también hay tiempos pasados que son áreas «libres de humo», refrescantes zonas verdes en las que podemos oxigenar la idea que tenemos de nosotros mismos y de los otros. Desde ese punto de vista, desde la historia a beneficio de inventario, me gustaría avanzar pausadamente hacia algunos aspectos de nuestro pasado, el pasado de los que habitamos el territorio hoy llamado España. Resaltar lo que se hacía o pasaba en nuestra zona actual de identificación nacional durante aquel tiempo extraño en que fuimos árabes, al igual que antes habíamos sido muchas otras cosas. La razón de esta tarea es sencilla y compensatoria: creo que el carácter constructivo de la civilización árabe medieval nos muestra una sociedad abierta que cimentó en gran medida la propia idea de Europa y entiendo que no se está haciendo justicia a tal proceso.
Sociedades abiertas
Siempre ha habido sociedades abiertas, sistemas de relaciones humanas basadas en la incorporación, la suma, el enriquecimiento de lo nuevo. Las sociedades abiertas son curiosas, atraen valores nuevos, incorporan potenciales futuros. Lo contrario es el sentido actual de comunidad negativa, más excluyente que exclusiva, basada en el rechazo y condenada a la endogamia cultural. Cualquier inteligencia media comprenderá que nada puede ser más pernicioso para una civilización que cerrarse sobre sí misma y basar su futuro en una reiteración y taxidermia de lo previo. De hecho, es muy probable que no haya habido ninguna gran civilización que no fuera abierta, simbiótica, aprovechadora de todo cuanto aparecía por sus periferias. Fue sociedad abierta la llamada civilización aqueménida, el gran caldo de cultivo cultural en la meseta del actual Irán y Mesopotamia en torno a los años 500 a. de C. Igualmente abierto fue el mundo de Alejandro Magno que lo heredó, o la muy posterior Roma de Adriano ya en nuestro siglo ii: tiempos que coincidieron en el modo de oxigenar, regenerar y enriquecer las culturas. En la práctica, todos esos pilares de la historia se parecen entre sí en su ansia por convertir en propios y difundir en su interior los elementos externos dignos de mención. Desde esos experimentos remotos nada cambia hasta los más recientes, y pensemos en la esencia híbrida de los Estados Unidos, por ejemplo, hijo del gran imán transatlántico del sueño americano, con parada en la isla de Ellis, destino y colofón de cien años de fuga de cerebros y mano de obra procedentes del mundo entero, cuya aportación externa está en la base de cuanto ha sido ese país en el siglo xx.
Pues bien, a poco que nos paremos a pensarlo, Europa es un sueño de sociedad abierta; esa gran Europa constructiva que consiguió sobrevivir a duras penas a dos guerras civiles, las mundiales y que nació primero de la desconfianza («pongamos las armas sobre la mesa: carbón, acero, energía atómica»), hasta avanzar con tal velocidad hacia la integración que cualquier desaceleración se contempla hoy día como fracaso.
El diálogo euro-árabe
Aquella Europa abierta y optimista de la posguerra, comprometida y seguramente ilusionada por cuanto se hacía horizonte en los tratados fundacionales, aprovechó el llamado informe Davignon de 1970, voluntarioso embrión de la política exterior común europea, para crear una institución bien concreta: se trata del llamado DEA, Diálogo Euro-Árabe, el canal institucional que arrancó en 1973 con la velada voluntad de atajar para siempre los bloqueos petrolíferos que por razones políticas árabes se habían producido ya en dos ocasiones: en 1967 y en aquel mismo año 1973. A ese proceso de acercamiento institucional, el DEA (1973-1991), dediqué mi tesis doctoral y dos libros que fueron apareciendo a finales de los noventa, por lo que remito a ellos para cualquier ampliación de cuanto aquí quiero exponer ahora, a modo de recapitulación en dos ideas que ponen de manifiesto la importancia de lo árabe para nuestro continente: que la Europa institucional inauguró, frente al mundo árabe institucional, la Liga de Estados Árabes, su deseo de voz única en materia de política exterior. Y que lo hizo porque las crisis del petróleo le afectaban directamente, unas crisis provocadas por el mundo árabe con solvencia económica como respuesta a la expansión de Israel a costa de Palestina y el manifiesto desacuerdo de gran parte de Europa ante esa situación, meramente soportada por no desairar a los Estados Unidos.
En definitiva, el DEA funcionó como instrumento para mirar cara a cara al mundo árabe sin tener que pasar por Washington. Es decir, sirvió para «des-atlantizar el Mediterráneo», por así decirlo. Y en los años de su vida institucional, con su Comisión General, sus consejos, sus reuniones de expertos, el DEA fue un excelente mecanismo de diplomacia integradora a largo plazo por dos razones. En primer lugar, nunca se habló de lo que interesaba a ambas partes, europeos y árabes: ni petróleo ni Palestina. Estaban en la mente de todos, pero no contaminaban las conversaciones. En segundo lugar, no se sentaban a las mesas de reuniones los representantes de los diversos estados árabes y los estados europeos, sino europeos y árabes como tal. La razón inicial había sido evitar el inconveniente diplomático de sentarse ante el representante de Palestina, que como tal era y es Estado miembro de la Liga Árabe pero no podía ser reconocido en Europa sin un alto coste atlántico. En resumidas cuentas: el DEA estrenaba política exterior europea, provocaba la feliz circunstancia de «una sola voz» para evitar el problema de incómodas acreditaciones y avanzó en el acercamiento mediterráneo porque nunca se llevaron a ese foro las cuestiones más dramáticas, sino que fue un mecanismo de colchón a largo plazo.
El pilar árabe de Europa
Pues bien, desde 1973 hasta 1991, cada vez que se enturbiaba o se ralentizaba el discurrir de los organismos del DEA, lo único que hacía volver las aguas a su cauce era la diplomacia cultural. Europeos y árabes avivaron el bilan culturel desde el que todo se contemplaba con la normalidad de viejos vecinos que descubrían sus puntos en común. Y por encima de cualquier otra opción de ilustración cultural pasada, el DEA triunfó cada vez que trató
de modo celebrativo alguna cuestión relativa a la cultura en Sicilia y la península ibérica medievales, el extraño y atípico tiempo árabe europeo de al-Ándalus.
Hay que decir aquí que España y Portugal, herederas de lo andalusí por la lógica de la continuidad territorial, aún no pertenecían a las –entonces aún llamadas- comunidades europeas, de donde cabe colegir que el potencial presente de un sustrato cultural mediterráneo compartido entre europeos y árabes, como inestimable soporte diplomático, no se sustentaba en inteligencia española alguna, una situación que, años después, con España ya incorporada a la Europa institucional desde 1986, no varió en absoluto y que siempre sorprenderá a otras inteligencias europeas, conscientes del auto-expolio cultural que practica la España actual con respecto a su propio pasado. Así, efectivamente, la alusión desde fuera a ese al-Ándalus dado en adopción desengrasaba los ocasionales problemas en el avance del DEA. La rememoración de una civilización compartida y expresada en la Europa del pasado a través de la lengua oficial de la Liga Árabe actual superaba las contiendas políticas, los desequilibrios de orgullo poscolonial, el desfase de desarrollo, los contrastes políticos. Reforzaba el prestigio de ser árabe así como, colateralmente (y atentos a este matiz) rebajaba la tensión identitaria de lo religioso, específicamente el islam.
El DEA generó una percepción de historia común a la medida de los siglos de Oro de la civilización árabe, coincidente con la trayectoria intelectual europea expresada en el Renacimiento. De algún modo, ese DEA actualizaba el cuadro de Giorgione que sirve de ilustración para las jornadas sobre sociedades abiertas en las que se enmarcan estas líneas: un cuadro que representa a los tres filósofos, nueva entrega de las tres edades del hombre en Europa, y que no son otras que el tiempo antiguo –personificado en el profeta de la derecha-, la Edad Media –con Averroes, el cordobés Ibn Rushd, mirando de frente, en pausada seguridad de aval intelectual– y el hombre del futuro, el joven europeo de la izquierda que contempla el amanecer. Esa representación de Giorgione debe contemplarse en paralelo con la célebre descripción pictográfica que hizo Rafael sobre la Academia griega, con todos los pensadores del pasado sobre los que se cimienta el saber europeo, destacando ese mismo Averroes. Porque la Europa intelectual recuerda que este sabio cordobés, andalusí, fue uno de los pilares árabes del Renacimiento europeo: prohibida la difusión de su pensamiento por el obispo de París, Tempier, a mediados del siglo xiii, el averroísmo fue siempre sinónimo de librepensamiento en una Europa saliente aún del monasterio. Averroes, el legado árabe, de esta manera se convertía en fundamento del racionalismo al proponer nuestro cordobés que las cosas de la fe deben separarse bien de las de la razón, en lo que él mismo denominó la doble vía de la verdad.
Ese al-Ándalus de racionalismo es también el de una legión de científicos, humanistas, creadores que reelaboraron toda la cultura clásica en ese Mediterráneo árabe que abarcaba a Sicilia y la Península Ibérica. Es el mismo al-Ándalus de la primera novela del mundo, El despertar de la vida, del granadino Ibn Tufayl (pésimamente traducida como El filósofo autodidacta). Un libro de cierta extensión, unidad de acción, desarrollo narrativo progresivo
y reconocimiento de ficción –de ahí mi clasificación de novela– que muestra el modo en que un niño, por la sola iluminación de su pensamiento, es capaz de comprender el mundo, las ciencias y hasta a Dios. Esta enorme aportación del antropocentrismo se desplegará bien pronto por Europa, coincidiendo con otro elemento incorporado del legado intelectual árabe medieval: el perspectivismo descrito por el óptico Ibn al-Hayzam (Alhacén), de tanta impronta en las artes y después en la filosofía.
Racionalismo, antropocentrismo, perspectivismo... el pilar árabe de la cultura europea, tal y como se detectó y aprovechó en la diplomacia a largo plazo del DEA, sobrepasa con mucho el estereotipo de barbas, velos, coranes y gastronomía de las reducciones al absurdo en que se basa nuestra visión actual de lo árabe. Igualmente se detectó un concepto que se ha exportado desde el castellano y el portugués a las otras lenguas, muy especialmente al inglés: convivencia. Y digo muy especialmente al inglés porque es en la arrolladora ensayística anglosajona sobre el Mediterráneo medieval donde se ridiculiza el término, argumentando que esa idea de tres religiones en un mismo espacio y participando de la misma vida social y cultural es un imposible. Pero toda esa bibliografía denostadora del término «convivencia», aplicada al tiempo andalusí y al espacio cultural mediterráneo medieval en árabe, está atrapada por el itinerario presentista que anunciaba al principio de estas líneas. Incapaces de comprender la realidad multicromática de lo andalusí y mediterráneo, argumentan que la «convivencia», ese término castellano y portugués, decía, es un imposible porque debe implicar paz, armonía y empatía por la alteridad, cosa que no debió de ser posible ni entonces ni ahora. Sin embargo, la trampa anglosajona está precisamente en trastocar el significado del término para adecuarlo a su polemología presentista, la búsqueda de un enfrentamiento de civilizaciones.
En primer lugar, «convivencia» es un término neutro. Como tantas veces he dejado por escrito en otros lugares, convivencia es el matrimonio, un consejo de ministros y el parlamento de un Estado democrático. Es el reconocimiento de la vida rodeado de diferentes a los que no cuestiono el derecho a estar aquí. Por lo mismo, la convivencia andalusí, así como mediterránea medieval, no lo fue jamás entre comunidades religiosas, ese engendro presentista de distribución poblacional, sino que fue convivencia entre individuos. Resulta evidente que judíos andalusíes como Maimónides o Ben Nagrella utilizaban el árabe como lengua culta en un tiempo en que numerosos cristianos ocupaban altos cargos de la misma administración, cuya lengua era también el árabe. En árabe celebraban sus misas los cristianos de al-Ándalus y en árabe cantaba al amor el polígrafo Ibn Hazm tras conocer el Ars amandi de Ovidio, como en árabe redactaba sus reflexiones políticas el gran Maquiavelo granadino que fue Ibn al-Jatib. Porque la convivencia andalusí, insisto, siempre fue entre individuos, no comunidades; y esos individuos compartían una misma y sola cultura en árabe. El sectarismo comunitario es el gran drama del presente que algunos pretenden injertar en las lecturas del pasado, pero es la lectura comprensiva de este, la lectura de la historia, la que debe desfondar argumentaciones falaces en el pastoso objetivo de buscar enfrentamientos nuevos.
2 de enero
Pero volvamos al presente, a este siglo xi que ha llegado después del xx. Hay un último aspecto que me gustaría traer a colación hoy al respecto del tenaz presentismo con que oscurecemos el tiempo pasado en que fuimos árabes en la Península Ibérica y todo el Mediterráneo sur. Se trata de esa fecha mágica, ensordecedora de todo proceso histórico de longue durée, del 2 de enero de 1492 que la polemología contemporánea ha elevado a rango salvífico de España como culminación de ese injerto de memoria llamado Reconquista.
El 2 de enero de 1492, los reyes de Castilla y Aragón entraron victoriosos en la capital del reino nazarí de Granada, donde se representó la entrega de llaves pactada meses atrás y documentada en las llamadas Capitulaciones de Granada. La llamada Toma de Granada no fue, por lo mismo, un hecho de armas, sino una capitulación, un contrato largamente negociado en el que se incluyeron sustanciosas prebendas para el rey Boabdil (gran parte de cuya familia más cercana pasó a ser prohijada por los reyes), así como una serie de claros privilegios para la población de Granada. Aquellos monarcas de Castilla y Aragón que ese 2 de enero tomaron así posesión de su nueva extensión territorial no eran aún «los Reyes Católicos», pues el papa Alejandro VI les otorgó tal tratamiento posteriormente, en 1496, al igual que no fue Granada el último territorio en sumarse al proyecto centralizador de Isabel y Fernando: Navarra sería invadida en 1512, por lo que el «cierre» de España no culminaba en Granada ningún largo proceso de ideología religiosa, sino que fue el penúltimo capítulo de un pragmático proceso centralizador ajeno a sentimientos píos. La palabra «reconquista», por lo mismo, se considera un retrónimo, un término acuñado mucho tiempo después para describir una realidad deformada al servicio de una ideología determinada.
El documento que consigna esas Capitulaciones de Granada se conserva en manuscrito original con fecha 30 de diciembre de 1492. En realidad, era diciembre del 91, tan solo tres días antes del célebre 2 de enero de 1492, pero en aquellos tiempos se iniciaba cada año el 25 de diciembre, por lo que el baile de fechas es explicable. Ese 2 de enero, el confesor de la reina, Hernando de Talavera, vio cumplido su sueño de «no ser obispo sino de Granada» e inició una cauta política de conversión voluntaria al cristianismo entre los pobladores musulmanes de la ciudad nazarí; una evangelización continuadora de su obra en Sevilla, donde a finales del xv había musulmanes, como en todo el reino de Castilla y el resto de la Península Ibérica, pues el estatus jurídico de los musulmanes castellanos y aragoneses fue respetado durante los siglos posteriores a las conquistas en el xiii. Aquel obispo de Granada, Hernando de Talavera, celebraba misa los lunes, con la peculiaridad de que lo hacía con traducción al árabe, un idioma que poco a poco trató de ir conociendo y para cuyo uso delegó siempre en su hermano jerónimo Pedro de Alcalá, autor del libro Arte para ligeramente saber la lengua arábiga, que incluía un catecismo y que resultó ser el primer libro del mundo en incorporar texto impreso en árabe, para cuyos caracteres encargó Juan Varela de Salamanca unas piezas especiales de madera, labradas por los mismos artesanos que mantenían los grabados caligráficos de las puertas de la Alhambra.
Ese proceso de evangelización sin coacción y respetando el idioma árabe de los granadinos no era ninguna excentricidad, sino que seguía escrupulosamente lo dictaminado en aquellas Capitulaciones de Granada. Dicho de otro modo: el 2 de enero de 1492 entraron en vigor 77 artículos de un contrato cuya redacción original puede leerse con firma de los reyes y sus testigos en un privilegio rodado que se conserva en el Archivo Histórico Nacional (Sección Nobleza, Duques de Frías, CP. 285, D. 18). Según ese compromiso firmado por los reyes –y voy a citar literalmente–, «a los moros no se les obligará a convertirse al catolicismo. No podrán ser molestados por sus costumbres, ni podrán ser enrolados en el ejército contra su voluntad. Serán juzgados por sus leyes según su derecho tradicional, con parecer de sus cadíes y sus jueces, que permanecerán en su puesto si son respetados por el pueblo y leales. También se permitirá a los moros llevar armas, excepto pólvora; serán libres de vender o arrendar sus propiedades y viajar a la Berbería, si así lo desean, sin que se les confisquen sus bienes. Estarán exentos de impuestos durante tres años y sus tributos serán los habituales según la ley nazarí, pudiendo comerciar en todo el reino sin pagar ningún portazgo especial. Todos los funcionarios y empleados de la administración nazarí, alcaides, cadíes, muftíes, caudillos, alguaciles y escuderos serán bien tratados y recibirán un sueldo justo por su trabajo, respetándose sus libertades y costumbres. Los cristianos tendrán prohibido entrar en las mezquitas, cuya recaudación de limosnas se mantendrá, siendo administradas por los alfaquíes».
En estos términos fue incorporada Granada, el tercero de los cinco reinos peninsulares del siglo xv. El cuarto reino sería Portugal, que no se incorporó (ya llegará Felipe II), y el quinto, Navarra, citado anteriormente, se sumó con grave inestabilidad, pues llegará a sublevarse hasta en tres ocasiones antes de 1521. Pero esa nueva España, unitaria y heterogénea, estaba ya en marcha; un proyecto nacional en crecimiento que enseguida daría el salto a América. Así, aquel 2 de enero de 1492 supuso el nacimiento de la España moderna y podría convertirse perfectamente en una efeméride conmemorativa de un tratado inclusivo, una forma de comprender España como suma, sociedad abierta, respeto.
Pero creo que quienes celebran esa fecha o la proponen como día oficial no están pensando en los términos en los que se produjo, probablemente porque no se han leído las Capitulaciones de Granada o porque, en realidad, se están confundiendo de fecha y quieren celebrar el 20 de noviembre (fecha de alineación planetaria, qué duda cabe) de siete años después, a la sazón 1499, día en que se tiene constancia de haberse producido las primeras conversiones forzosas de los más ilustres musulmanes granadinos y que marcó el inicio de una espiral de violencia de la que en gran medida fue responsable el cardenal Cisneros, enviado por los reyes a Granada para acelerar la conversión de las poblaciones musulmanas. Cisneros reunía en unas plazas los libros en árabe para quemarlos (menos los de medicina, en evidente reconocimiento de superioridad de lo árabe) y en otras a los musulmanes para esparcirles agua bendita y que, ya cristianos, tuviesen cabida en la jurisdicción de la Inquisición. Por lo mismo, podría celebrarse el 20 de noviembre, entre otras cosas, como
el día en que Cisneros inventó la conversión por aspersión, pero no debería confundirse la traición regia de 1499 a un contrato firmado en 1492 con aquel 2 de enero, fecha de tal contrato, en que nacía una España moderna, aún sin sombra oficial de exclusión.
Las fechas, la historia en general, se usa siempre como arma arrojadiza. Por lo general, al narrar los hechos pasados (toda historia es siempre narración) decimos menos sobre lo estudiado de aquel tiempo que sobre nuestra visión del mundo actual que nos rodea. En estos momentos, España y Europa de 2019, la tendencia narrativa es abiertamente reduccionista por lo que a las identidades colectivas se refiere; se proyecta una exclusión que en nada hace justicia a la suma de nuestra historia. El pensamiento raquítico, ajeno a las lógicas transformaciones del tiempo, entiende el pasado como un hilo de Twitter que puede seguirse buscando palabras-clave, afines a nuestro campo de visión actual. Pero las realidades complejas (España, Europa, mundo) son mucho más ricas y de fuentes inesperadas. Esa idea de buscar en el pasado solo aquello que «me representa» hoy, pretendiéndose que puede desligarse del entorno complejo que lo posibilitó, o esa otra idea de extrapolar una fecha concreta y pulirla con ideologías presentes, no solo es la forma más ignorante de tragarse el pasado sin digerir, sino también la más empobrecida versión del presente.
No me resta más que recuperar la idea esencial de estas líneas: la necesidad creativa de forjar unas sociedades abiertas en Europa y el Mediterráneo en concordancia con la altura civilizadora que alcanzó el Medievo árabe, constitutivo en parte del mundo que conocemos. Las sociedades abiertas no son nunca el problema, son una solución compleja. El problema es cómo vencer la tendencia contemporánea a destacar el sectarismo frente a la individualidad. Porque una sociedad abierta lo es en tanto que sistema de individuos que gozan de igualdad, no de comunidades con derecho a la diferencia. Resulta, por lo demás, un privilegio poder hablar de estas cosas desde Casa Árabe, con toda probabilidad el único posible instrumento hoy día capaz de recuperar el espíritu de largo plazo y pausada recuperación de la historia (a beneficio de inventario) que implicó aquel efímero DEA, aquel Diálogo Euro-Árabe condenado a la extinción para ser sucedido por una política euro-mediterránea en cuyo guion separador se encuentra el mayor fracaso semántico de la idea de nosotros mismos: pensar que Europa no es mediterránea.
Me enorgullece, ya digo, darle vueltas a estas ideas desde Casa Árabe, con la esperanza de que ocupe ese cómodo lugar que le reserva la historia en que hacer compatible el tiempo en que fuimos árabes con el presente en que la arabidad puede ser la salvación cultural de todo un mundo inexplicablemente abocado al sectarismo religioso.