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Vivir para contar, para escribir

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Arte en conflicto

Arte en conflicto

Najat El Hachmi 1

Todos tenemos una historia que vamos contando una y otra vez, una historia que define nuestra identidad y nos ayuda a saber quiénes somos. La mía se desprende del hecho de ser hija de una inmigración concreta, del traslado de nuestra familia de una zona rural del norte de Marruecos a una ciudad mediana del interior de Cataluña. Esta historia es el marco general en el que se sitúan los temas sobre los que reflexiono, incluida la literatura. Porque mi necesidad de escribir nace, en parte, de esta historia migratoria pero también porque vivir en mundos distintos permite desarrollar el músculo que obliga a ver las cosas desde puntos de vista distintos, comparar continuamente sistemas de valores, intentar entender las posiciones opuestas, también identificar los elementos comunes que pueden construir pilares universales. Buscar en los distintos paisajes que habitamos lo que se repite, lo que constituye algo así como una materia humana común, no es más que una estrategia de supervivencia para quienes nos hemos movido en un mundo cambiante. A los hijos de inmigrantes no nos queda otra que intentar comprender la complejidad, el matiz en entornos donde a menudo nos pintan la realidad en blanco y negro. No hacerlo equivale a amputarse parte de uno mismo.

El libro: objeto venerado

En la casa donde crecí, alejada de todo, donde el contacto con lo urbano era puntual, casi anecdótico, no había libros. Solamente uno, el sagrado Corán. Ese único libro era, a ojos de los niños, una suerte de objeto mágico: si se caía al suelo había que besarlo, como se hacía con el pan, incluso algunos lo abrazaban. Nos lo ponían debajo del cojín cuando

1 Escritora, ganadora del premio Ramon Llull de novela en 2007 por L’últim patriarca y el premio Sant Joan 2015 de novela por La filla estrangera.

teníamos pesadillas y, algo curioso: ¡funcionaba! Había gente que llevaba un fragmento del texto en un papel doblado colgando del cuello o en la cintura para protegerse de todo tipo de males. La letra escrita, en este caso, tenía que tocar la piel. A los más frágiles –bebés recién nacidos, mujeres que acababan de parir, enfermos de cuerpo o espíritu– les ponían un Corán al lado. La idea era sencilla y clara: el libro te protegía. Algo que comparto: los buenos libros, bien leídos y no usados como amuleto, protegen del desconocimiento, de la ansiedad que comporta la vida misma. Un buen libro hace más soportable la soledad y el sufrimiento y nos ayuda a entender lo que nos rodea. Acuérdense de que la primera palabra revelada a Mahoma fue «¡Lee!», por si alguien necesita argumentos religiosos para promover la lectura, aunque esperemos que esta no se reduzca al ámbito de lo sagrado.

Pero donde yo crecí el libro no era solamente valorado por su simbolismo espiritual y religioso, sino también como objeto merecedor del mayor de los respetos por su contenido. Se tenía la firme convicción de que nada malo podía haber en un libro y que las personas que eran capaces de leer y escribir eran más sabias, más justas. Los médicos, los imanes, los maestros y los abogados. Ojalá fuera así, que el simple acceso al conocimiento nos hiciera mejores, pero a la vista está que la bondad y la justicia no nacen de la cultura. Habrá que admitir la triste verdad: leer no nos hace mejores personas, como hemos dicho tantas veces, pero sí fomenta, en quien se deje influir por lo que lee, una visión más matizada del mundo.

La veneración primitiva hacia el libro que imperaba en el pueblecito donde crecí también iba acompañada de algunos prejuicios que luego tuvimos que desmontar. Los analfabetos, como personas que nunca leen, a veces también tiene una relación un poco ambivalente con lo escrito. Se decía, por ejemplo, que si lees demasiado corres el riesgo de volverte loco. Pero peor era el prejuicio que consideraba todo lo escrito mejor que lo oral en una sociedad donde la lengua propia solamente tenía esta última forma. Crecí con mensajes contradictorios sobre la importancia de nuestro idioma familiar: era el nuestro, así hablábamos y así había que seguir hablando, configuraba identidad, pertenencia, los límites de la comunidad pero al mismo tiempo la lengua de prestigio era otra, el árabe, por su peso político, religioso y cultural. Claro que todo esto afectaba a los hombres porque en el caso de las mujeres, hasta tiempos muy recientes, no tenían dónde escoger: al no ir a la escuela y viviendo en ámbito rural, apenas tenían contacto alguno con el árabe. No sé si será por esto o porque en las mujeres, según dicen algunos estudios lingüísticos, las capacidades idiomáticas suelen ser más notables, pero donde yo crecí eran ellas las que mejor dominaban la lengua. Ellas podían llegar a usarla de forma virtuosa. Eran narradoras, poetas, rapsodas y pensadoras, aunque casi siempre de puertas adentro. La riqueza de mi lengua materna es ese tesoro escondido tras el umbral de la puerta, en las habitaciones y las cocinas, en las reuniones segregadas por sexos. En este punto la construcción orientalista se equivocó de foco, no era tanto lo erótico lo que se escondía a ojos de los desconocidos, era la potencia creadora de una lengua vigorosa que había sobrevivido siglos sin ser fijada.

Reivindicar la oralidad

Por desgracia algunos prejuicios, como el desprecio hacia las lenguas orales o hacia lenguas con pocos hablantes, siguen muy vigentes y ni siquiera dependen del nivel cultural de quien los arrastra. Persiste la idea de que la oralidad es una forma primitiva de literatura y que quienes tienen lenguas pequeñas están en un estadio evolutivo inferior. Como si el tamaño del idioma marcara su capacidad expresiva, como si el uso de una lengua con cientos de millones de hablantes fuera garantía de excelencia. Me cuesta comprender esta idea. Todas las lenguas del mundo, tengan decenas de hablantes o millones, todas constituyen la transmisión de un patrimonio intangible que ha perdurado en el tiempo, a veces de forma casi milagrosa cuando no han sido lenguas del poder y no han tenido un reconocimiento en ámbitos de gran influencia. Valorar los idiomas en función de su tamaño es absurdo y aún así vemos cómo personalidades intelectuales de primer nivel siguen haciéndolo sin pudor alguno. A veces me esfuerzo en comprender esta postura. En vano. No hace mucho le pregunté a un periodista de larga experiencia por qué cuesta tanto que un país como España reconozca y valore su propia diversidad lingüística de un modo más decidido. Quienes escribimos en catalán, por ejemplo, somos muchos y muy variados, pero seguimos sin ser reconocidos como algo propio, a menudo se nos trata como si fuéramos literatura extranjera, casi como un cuerpo extraño. Es más fácil encontrar una reseña de un autor traducido de cualquier otra lengua en un suplemento cultural estatal que de alguien que escribe en euskera, gallego o catalán. A grandes rasgos, claro está, con esto no pretendo establecer esencialismo alguno pero los datos son los que son. El ejercicio lo puede hacer cualquiera: del mismo modo que se reseñan más libros escritos por hombres que por mujeres, muy pocos escritores en lenguas españolas que no sean el castellano aparecen en los medios culturales. Me dijo un veterano periodista que esta realidad se debe al hecho de que los catalanes somos demasiado localistas, que no hablamos de temas universales. Lo cual confirma la existencia de un prejuicio tremendamente injusto. ¿Cómo podía explicarle toda mi experiencia lectora en esta lengua? ¿Cómo hacerle entender que se estaba perdiendo una riqueza al alcance de la mano por un simple prejuicio? No intenté contarle que yo había descubierto en catalán todos los temas importantes de la vida antes incluso de descubrirlos en la vida misma. El miedo, el amor, la muerte, el conflicto, la pasión, la venganza, la justicia, la tolerancia, el respeto, el sexo, todo lo aprendí primero leyendo. Que no es exactamente lo mismo que aprender de verdad, pero se le parece mucho en tanto que simulacro de experiencia. Si el mundo se moviera en base a esta idea, que lo grande siempre es mejor, el rico ecosistema lingüístico de la humanidad se vería tristemente empobrecido.

El gran río de las lenguas

Por suerte cualquiera que sea mínimamente consciente de lo extraordinario de la existencia de las lenguas entenderá que todas tienen exactamente el mismo valor. Todas

transmiten emociones, nos conectan con los demás, nos vinculan con aquellos que necesitamos para sobrevivir. Todas vienen de lejos, son un río al que nos incorporamos, un río que nuestra generación recibe y transforma y deja en herencia a la siguiente, un bien de un valor incalculable. Las mujeres analfabetas con las que crecí lo sabían y elogiaban la excelencia lingüística, nos animaban a mejorar nuestras competencias, disfrutaban del placer de jugar con las palabras, de transformarlas. Habrá que recordar el valor patrimonial de cada idioma ahora que nos comunicamos con emoticonos de dudosa complejidad semántica y preferimos mil imágenes antes que una frase bien construida. Pero nada podrá sustituir nunca la conexión profundamente íntima de una buena novela. Y cuanto más superficiales sean nuestras relaciones a golpe de clic, mayor será nuestro aislamiento y, por lo tanto, más necesitaremos de la compañía significativa de una buena lectura.

Nací en una lengua oral y pequeña y fui a parar a otra lengua también pequeña, aunque en este caso con una larga tradición escrita. Por suerte nunca tuve conciencia de ser parte de un mundo minoritario; eran mis mundos y en ellos aprendí a poner nombre a las cosas, a escuchar y leer relatos de todo tipo. No separo literatura oral y literatura escrita. La Odisea y Las mil y una noches fueron contadas antes de ser puestas en negro sobre blanco. Pienso en la literatura como un todo, una corriente que atraviesa culturas y civilizaciones. Lo dijo García Márquez: la vida es lo que te pasa para que puedas contarlo. Nos definimos por el relato que hacemos sobre nosotros mismos, definimos a los demás en base a la historia que nos cuentan e inventamos relatos colectivos que nos inscriben dentro de un territorio, un país, un mundo. El instinto narrador no es más que una estrategia de supervivencia frente a lo absurdo e incoherente de la existencia misma. Ordenamos con la construcción literaria. Pero también narramos para divertirnos, para gozar de un rato de distracción placentera, para hacernos pasar un buen rato los unos a los otros. La literatura siempre es un puente hacia el otro, un puente que se construye con la incertidumbre de no saber si llegará o no hasta el otro. A veces no llega pero seguimos intentándolo porque lo único que nos salva es la esperanza de conectar con quienes nos rodean. A veces lo conseguimos, establecemos un vínculo misterioso y entonces queremos más y más. Por eso seguimos leyendo y escribiendo.

Edición

Karim Hauser Askalani

Corrección de texto

Daniela Martín Hidalgo

Diseño y maquetación

Hurra! Estudio

© de los textos: sus autores © de la presente edición: Casa Árabe c/ Alcalá, 62. 28009 Madrid (España) www.casaarabe.es

Casa Árabe es un consorcio formado por:

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