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Democracia, islam e islamismo en el laboratorio de la revolución tunecina

Latifa Lakhdar 1

Quiero empezar mi intervención haciendo referencia a los malentendidos y prejuicios que impiden el diálogo entre las sociedades, en este caso las sociedades abiertas, que nos han invitado a entablar en Casa Árabe. Un diálogo que querríamos que fuese fuente de ayuda y respeto mutuos, de comprensión y de convivencia.

Creo que lo que ocurre actualmente en Argelia, en Sudán, en Túnez desde 2011, en Egipto y en la mayoría de los países árabes –independientemente del desenlace que haya conocido cada una de esas sociedades–, desmiente y rectifica seriamente la opinión que desde hace mucho tiempo tiene cierta parte de Occidente sobre la aptitud de esas sociedades para reivindicar y sostener las ideas democráticas.

Se puede observar fácilmente que se trata en todos los casos de sociedades de mayoría musulmana que, a través de las dificultades de la vida cotidiana –es decir, el paro, el desequilibrio social y regional, la corrupción que atraviesa las propias instituciones del Estado y los círculos de poder, el miedo a la represión, etc.– se dieron cuenta, después de más de medio siglo de experiencia nacional, de que la situación exige urgentemente un cambio que llama a derrocar el autoritarismo político y a instaurar un Estado civil democrático.

Estos ejemplos concretos y tan recientes instan, en mi opinión, a no ceder a cierta tendencia esencialista que, además, se ve exacerbada por el auge de los populismos, la xenofobia, el giro a la derecha y esa revolución conservadora que extiende cada vez más su hegemonía en el planeta, en definitiva, ese conjunto de fenómenos que está haciendo que el mundo camine marcha atrás.

1 Historiadora y política tunecina. Ministra de Cultura y Salvaguarda del Patrimonio desde febrero de 2015 hasta enero de 2016.

Esencialismo y atemporalidad

Cuando hablamos de esencialismo no nos referimos aquí solo a la mirada externa sino también a los movimientos políticos que existen en el interior mismo de nuestros países de la ribera meridional y que, en perfecta coordinación con esa revolución conservadora mundial, tienen una visión teológica e ideológica igual de esencialista del islam y de las sociedades y cultura que se supone que produce.

En efecto, hay que decirlo, ese esencialismo se expresa principalmente de dos maneras. La primera consiste en acusar al islam de ser totalitario por naturaleza y de llevar ya en sus textos fundacionales los elementos patógenos de una enfermedad incurable que le impide participar en cualquier idea de democracia, acusación evidentemente arbitraria porque es anacrónica, pues ya se sabe que ninguna religión ha sido capaz de adoptar las ideas democráticas por la sencilla razón de que estas fueron inventadas por la ciencia política moderna y que, en consecuencia, no podían formar parte de lo que P. Weyne llama «las costumbres del pensamiento» en el siglo en que nació el islam, ni ser uno de sus temas, ni figurar tampoco en el proyecto original de esa religión. Por un juego de espejos, y sobre una base igual de anacrónica, la segunda manera en que se expresa el esencialismo consiste en presentar un islam ajeno a las mutaciones de la historia, un islam descontextualizado, enrocado en los términos de sus primeros contenidos y alejado de cualquier posibilidad de lectura abierta, por los engranajes de una absolutización teológica e ideológica.

Es más, para arrojar mayor claridad todavía sobre este punto, diría que no sirve para nada criticar a los ulemas de la época clásica del islam que concibieron la teología política islámica, como al Ghazali, al Mawardi o Ibn Taymiyyah, reprochándoles que no hayan planteado las problemáticas de la separación del poder político del religioso. Estos teólogos se regían por lo que Foucault llama «el episteme de su tiempo» y por lo que en su época les estaba permitido pensar o no pensar. En cambio, se podría cargar, con razón, contra alguien como Yusuf al-Qaradawi, por ejemplo, y todo ese ejército de teólogos de turno que son nuestros contemporáneos pero que, en realidad, pertenecen a un tiempo cognitivo, mental y cultural medieval del que no hacen ningún esfuerzo intelectual por desprenderse y que resultan ser, entre otros, los aliados y los discursistas del islamismo actual. Se les puede reprochar que intentan mantener esta religión en cierta atemporalidad que le impiden someterse a la prueba de la historia y de la modernidad y que hacen de ella, de este modo, una religión que arrastra eternamente su crisis de adaptación al mundo, con todas las desgracias que eso está generando en la vida cotidiana y allí donde esa ideología islámica ha podido existir.

Revoluciones contra lo inconcluso

La revolución tunecina, un acontecimiento que se produjo dentro de una sociedad de mayoría musulmana, de la que querría hablar aquí, ha hecho caer en desuso las ideas de la excepción autoritaria y de las sociedades musulmanas amorfas, pero sobre todo ha revelado

también, junto con las demás revoluciones de los países árabes, una voluntad popular de recuperar el tiempo perdido.

Muchos las consideran revoluciones post-islamistas; yo, por mi parte, veo en ellas sobre todo revoluciones contra lo inconcluso, contra lo que la historia no ha querido o no ha permitido que concluya o incluso que ocurra o que exista. Contra la inconclusión, por una parte, de lo que ha sido, desde mediados del siglo xix, una corriente de pensamiento que aboga por reformar la religión y por someter al islam a la prueba de la modernidad que, por numerosas razones, no ha seguido adelante, dejando así un vacío de cultura en el que se ha desarrollado un movimiento conservador y reaccionario encarnado por el islamismo. Contra la inconclusión, en segundo lugar, del proyecto de emancipación nacional a nivel socioeconómico. Contra la inconclusión, o directamente, la obstaculización de la construcción nacional del Estado de derecho, de las libertades individuales y de la ciudadanía, por último.

No se trata de analizar aquí todas las dimensiones del problema; sin embargo, el tema requiere, en primer lugar, tratar de la relación del islam, en sus distintas expresiones, con la cuestión democrática, ahora que esas revoluciones lo están permitiendo.

El islam a prueba del Estado y de la revolución en Túnez

Como se sabe, en Túnez el Estado se construyó, desde los primeros años de la independencia nacional, sobre la base de un proyecto de secularización. Para ello, se estableció un vínculo de continuidad con la ideología reformista que conocía el país desde mediados del siglo xix lo que, además, le dio un rostro moderno a Túnez a distintos niveles.

Por lo que se refiere a la relación entre el Estado y la religión, Habib Burguiba pretendía aplicar lo que se llama en historia el modelo cesaro-papista, es decir, someter la religión a las instituciones y a los desafíos del Estado, en este caso al Estado nacional tunecino moderno. Se tomaron varias medidas en materia de derecho, enseñanza, judicatura, economía y relaciones entre el hombre y la mujer, con la intención de confinar el ministerio y el poder religiosos dentro de los límites del proyecto de sociedad que quería el Estado, proyecto que, hay que destacarlo, gozó de la adhesión activa de una muy amplia mayoría de la sociedad tunecina.

A partir de finales de los años setenta, podríamos decir que el establecimiento de un contexto marcado por la crisis del Estado-providencia y sus consecuencias sociales, por un lado, y la exacerbación de un ambiente político autoritario, por otra, crearon un caldo de cultivo favorable para que echase raíces la ideología islamista en el territorio nacional. En ese sentido, podemos decir que a partir de ese momento y hasta el final del reinado de Ben Ali, todo ese periodo estuvo marcado por una gran tensión y una rivalidad política entre el poder establecido y el movimiento islamista cuyos miembros y líderes habían sido objeto de una campaña de represión y encarcelamiento que alcanzó su nivel máximo a mediados de los años noventa.

La revolución del 14 de enero de 2011 y el ambiente de libertad que la siguió han permitido, evidentemente, la vuelta de los islamistas al terreno político y social. Sin embargo, no se puede decir en absoluto que aquella fuese una revolución islamista. El primer eslogan de la revolución fue «El Pueblo quiere» (al-shaab yurid), un eslogan eminentemente laico y democrático. Dios se quedaba en su sitio en el cielo; en la tierra, para el pueblo tunecino, se trataba de resolver el problema del autoritarismo político y el de la marginación social y regional.

Durante el periodo de agitación de la revolución, entre diciembre de 2010 y enero de 2011, los islamistas estaban prácticamente fuera del escenario y, en los eslóganes que coreaba la muchedumbre, no se oía ni Allahu Akbar ni «el islam es la solución». El tunecino musulmán, ordinario, no ideológico, el que formaba la masa de esa revolución, no expresó ninguna reclamación identitaria ni religiosa. Todo parecía indicar que arrancaba una revolución democrática y social, con un proyecto centrado en los valores de la libertad, la igualdad y la dignidad.

Llegan entonces en octubre de 2011 las primeras elecciones libres para una Asamblea constituyente y resulta que esas elecciones nos ponen ante una situación paradójica: que el pueblo de la revolución ocultaba otro. Revelaron que la masa que coreó ese eslogan magníficamente democrático «El pueblo quiere» cede su lugar a otra que adopta el eslogan «Dios quiere», pues lo que salió de la boca de la mayoría de los votantes de entonces fue «Mi voto para los temerosos de Dios», es decir, los islamistas que, de hecho, obtienen el 37% de los votos en las elecciones para la Asamblea constituyente. En realidad, cuando decimos que se puso de manifiesto que el pueblo de la revolución no era el de las elecciones, queremos decir con ello que la euforia y la agitación revolucionarias, por muy potentes que fueran, no habían podido imponerse a una situación de hecho que ya estaba incrustada en lo más profundo de la sociedad.

Victoria islamista

Para abordar el problema con mayor claridad quizás habría que plantear aquí directamente la pregunta: ¿por qué ganaron los islamistas cuando, en la superficie de los acontecimientos, las cosas realmente no lo predecían tanto?

Aunque no es fácil responder a esta pregunta de manera exhaustiva, quizás algunos datos podrían aclararla. Primero, los islamistas ganaron porque tenían un núcleo suficientemente importante de miembros activos y disciplinados, que se había mantenido a pesar de la represión y que se consolidó todavía más explotando, ante la opinión pública, una imagen y una condición totalmente victimista. Segundo, ganaron porque tenían aliados en el exterior, sobre todo las monarquías del petróleo que, más allá de la complicidad y de la afinidad religiosas, apostaron por ellos como un medio eventual de amortiguar la onda expansiva de esa revolución que no deseaban. Esos aliados supusieron para el islamismo tunecino una baza importante a distintos niveles, en particular el financiero y el mediático (la cadena Al-Jazeera). En tercer lugar, ganaron porque tenían el apoyo de Occidente, cuyo liderazgo

más completo y decidido asumió Obama. La idea de una alternativa islamista a los poderes autoritarios en la región se había transformado en un proyecto realizable. No es un secreto para nadie que ese apoyo se llevaba preparando desde principios de los años dos mil a través de los distintos laboratorios de ideas, que proporcionaban al gobierno ideas y propuestas sobre las relaciones de Estados Unidos con el islam. Además, ganaron porque los jóvenes que originaron la revolución, esos mismos que reivindicaban la idea de una Asamblea constituyente y de una nueva constitución, no se registraron en las listas electorales y todavía ahora siguen sin haberlo hecho, un fenómeno que requiere, por otra parte, un serio análisis. Por último, y en definitiva, emulando el lenguaje de Gramsci, podríamos decir que aquellos que llevaron a cabo la guerra de movimiento, es decir los jóvenes de las regiones, los jóvenes parados, los sindicalistas, la sociedad civil y los partidos laicos de la oposición, todos los que habían llevado a cabo esa guerra de movimiento con manifestaciones en las calles, sentadas, patrullas callejeras y huelgas entre el 17 de diciembre de 2010 y mediados de febrero de 2011, toda esa gente perdió ante los que habían llevado a cabo meticulosamente, bien directamente bien por persona interpuesta, una verdadera guerra de posiciones.

Directamente, los islamistas, desde finales de los años setenta, habían sabido aprovechar, a través de un discurso de identidad islámica, el desgaste de legitimidad del poder de entonces y movilizar ese potencial de la sociedad, lo que por otra parte les reprocharon, con razón, los demás partidos políticos, para los que esa identidad islámica representa un patrimonio religioso y cultural común que ningún movimiento tiene derecho a monopolizar o instrumentalizar con fines políticos. Al final, los islamistas culminaron con éxito una estrategia de arraigo en los barrios populares, en el mundo rural conservador, en las asociaciones profesionales, en el sindicato de estudiantes e incluso en las instituciones del Estado. De hecho, la difusión del hiyab de las mujeres a partir de los años ochenta solo era la parte visible de ese iceberg.

Por persona interpuesta, ganaron posiciones difusas dentro de la sociedad, donde desde hacía más de un cuarto de siglo un discurso wahabita, empobrecedor, simplista, centrado en lo normativo, lo halal y lo haram, estructuraba y socializaba a las sociedades árabes a través de unos medios de comunicación globalizados, como los cientos de cadenas de televisión por satélite de temática religiosa, las redes de internet, la islamosfera, las fatuas online... Medios que permitieron al islamismo establecer ampliamente su hegemonía cultural en la sociedad. Tras el pueblo alzado se ocultaba, en realidad, una comunidad ideológica firme partidaria de los islamistas, y era natural que esa comunidad les sirviera, al mismo tiempo, como reserva electoral.

¿Qué diferencia hay entre ser musulmán y ser islamista?

He usado las nociones de musulmán y de islamista en un sentido distinto una de otra, porque cada una de ellas se relaciona de forma distinta con la democracia, lo que supongo que requiere alguna aclaración. Para mí el islamista es un adepto de un islam al servicio de

una ideología, es decir, de un dispositivo de opiniones que sirve a los intereses sociopolíticos de un grupo y de un sistema predefinido de representaciones e ideas a partir de las cuales se analiza la realidad sociopolítica y sociocultural de acuerdo con los intereses del proyecto de ese grupo. Para la ideología islamista esa realidad se analiza principalmente en el marco de una estrategia cuyo objetivo es tomar el poder político y al mismo tiempo ejercer un control y una autoridad sobre la sociedad, con vistas a reorganizarla según sus normas religiosas.

Por otra parte, así como el islamista se define por su ideología, el musulmán se define por lo empírico, por la realidad. Por realidad entiendo la que se ha desarrollado dentro de la experiencia nacional tunecina desde la independencia del país, una experiencia que se caracterizó por la retirada del hiyab de las mujeres, la diversidad, la planificación familiar, el control de la natalidad, la igualdad bastante avanzada entre hombres y mujeres, donde imperó un apego continuado de una parte importante de la sociedad tunecina a ese orden secularizado incluso cuando la ideología islamista de la competencia empezó a tomar cuerpo dentro de esa misma sociedad. Esta realidad nos ofrece por sí sola la definición del musulmán como aquel que está libre de esa coraza ideológica que blinda el yo islamista, el musulmán que lo es en su fuero interno, que no opone su fe y su creencia a la realidad sino que, libre de esa ideología, ha podido adquirir casi intuitivamente, diría yo, una conciencia que asimila una dimensión reformista de la religión y que no tiene ninguna dificultad para integrarse en esa realidad de secularidad, como se integra un europeo de religión cristiana a la realidad moderna de su país.

Desde que aparecieron la ideología islamista concurrente y esa comunidad ideológica paralela, en Túnez conviven dos tipos de sociedad. La vida política está condicionada, desde el principio del debate sobre la constitución, hacia finales de 2011, y hasta la actualidad, por una tensión entre el musulmán que se presenta al mismo tiempo como creyente y como demócrata y que se ve prioritariamente como un miembro de la polis, por un lado, y el islamista poseedor de una ideología cargada de nociones de otra índole. Esta tensión se manifiesta, desde 2011, en torno al proyecto de sociedad, en torno al derecho, en torno al modelo de Estado, en definitiva, en torno a lo que hace o deja de hacer una democracia sustancial.

Los islamistas: entre el miedo estratégico y la realpolitik

Paul Ricoeur y otros muchos definen la democracia como «un gran consenso conflictivo». En este sentido, es cierto que en el caso de Túnez, los islamistas, desde los primeros momentos de la transición, aceptaron ese gran consenso y se integraron en él. La lección extraída de la dura experiencia pasada de enfrentamientos violentos con el Estado y el poder político establecido parece haber moderado sus métodos. Sin embargo, no se puede decir que haya reinado la confianza desde entonces, y por supuesto que no hablo de la confianza en general, me refiero a la relación de confianza que, en principio, ese consenso o ese contrato democrático es capaz de garantizar.

En efecto, no exagero al afirmar, a este nivel del análisis, que el pacto democrático en Túnez se sustenta en un clima de desconfianza que no es capaz de resolver ni siquiera el principio de conflictividad democrática, que sin embargo funciona a nivel institucional. ¿Cuáles son las causas de que el país se encuentre en una democracia que se podría calificar de «atormentada»?

Vaya por delante que, más allá del trauma que sufrió la sociedad tunecina tras los asesinatos políticos del 6 de febrero de 2012 y del 25 de julio de 2013, es decir, en el momento en que los islamistas estaban en el poder, la causa de esa democracia «desconfiada» procede también de un comportamiento diríamos ambiguo, o «de sentimientos encontrados» de los islamistas en torno a la cuestión democrática, y hay que decir también que hablaremos de sentimientos encontrados o comportamiento ambiguo para evitar entrar en juicios de intenciones.

En efecto, por algunas de sus posiciones políticas, por algunas de sus reacciones, por sus discursos, los islamistas parecen estar divididos entre lo que se podría llamar el «miedo estratégico», el miedo de que una adhesión consecuente al proyecto democrático les haga perder lo que es su alma ideológica así como su base popular, por un lado, y las obligaciones del compromiso democrático que han aceptado, por otro. Enredado en esa situación de sentimientos encontrados, el islam político, según muestran muchos indicios, recurre a menudo a las artimañas y a posiciones políticas inconsecuentes. El problema ahora es que esas artimañas ponen a los islamistas en una posición incómoda en relación con las normas de una democracia sustancial y alimentan ampliamente la sospecha sobre su compromiso a favor de una democracia que no vaya más allá de lo que es su dimensión instrumentalista y procedimental. La primera expresión de esta situación de sentimientos encontrados es el doble discurso de los dirigentes del partido islamista Ennahda según se dirijan a sus bases y a sus aliados o a sus oponentes políticos. No entraré demasiado en detalles, aunque se dice que el diablo habita en los detalles (pero ahora ya sabemos que nada se oculta y que todo acaba descubriéndose y difundiéndose).

En efecto, muchos hechos (se podría citar como ejemplo las peligrosas confesiones de los líderes de primera línea del movimiento Ennahda, como las de Rached Ghanuchi y Abdelfatah Mourou a algunos exponentes conocidos del salafismo oriental, publicadas en grabaciones filtradas) muestran que nos encontramos ante un discurso islamista oficial consensuado sobre un modelo de Estado democrático, y otro discurso, no siempre confesado, en el que se trasluce el interés por el proyecto final que no es otro que el del Estado teocrático. La segunda expresión de estos «sentimientos encontrados» que se puede considerar todavía más inquietante en cuanto a la credibilidad de la adhesión de los islamistas a la democracia, es la manera en que evitan deliberadamente revisar de manera creíble y poner en tela de juicio de manera crítica los fundamentos de la ideología islamista de los Hermanos Musulmanes, fundamentos teocráticos que contradicen completamente el principio mismo de un poder político democrático.

Los escritos de Rached Ghannouchi, presidente del partido Ennahda, político, teórico e ideólogo islamista de envergadura incluso internacional, son básicos para poder juzgar el espíritu y el estado intelectual del islamismo tunecino. En su libro titulado Democracia y derechos humanos en el islam, publicado en 2012, por ejemplo, evita adoptar una actitud crítica y hace una especie de apaño entre dos corpus, el de la teología política islámica tal como la han retomado y reformulado Hassan al-Banna, Sayyid Qutb y Abul Ala al-Mawdudi, todos ellos teóricos del islamismo, por un lado, y el de las nociones que pertenecen al corpus político moderno tales como las nociones de democracia y derechos humanos. Pero más inquietantes que este apaño superficial son las conclusiones que extrae el autor de su análisis: la primera es que la democracia no es más que una versión de la shura islámica, lo que, de nuevo, no deja de ser una manera de teologizar e islamizar la noción de democracia, rechazando reconocer al mismo tiempo la profundidad de su vínculo histórico y filosófico con el Siglo de las Luces. La segunda conclusión, que le aleja todavía más de la idea en que se basa la democracia, es que la secularización es condenable porque es incompatible con la dimensión totalizadora del mensaje del islam.

Los textos oficiales del partido Ennahda también pueden arrojar luz sobre este espíritu. En su X congreso, celebrado en mayo de 2016, se anunció –como concesión democrática– la decisión de disociar el trabajo político del de predicación, fasl al-siyasi ‘an al-da’wi, o lo que llaman también la especialización de papeles. Es decir, que al partido le corresponde un papel político y a los cientos de asociaciones caritativas y de todo tipo, a la islamosfera, a las escuelas coránicas, a las mezquitas, etc. les corresponde el papel de implicarse en la sociedad para garantizar su control ideológico. Ahora bien, aunque no sea necesario mostrar el sentido puramente táctico y la falsedad de esta medida, cedo la palabra al propio Ghannouchi para que nos lo explique, como hizo tras ese congreso en una entrevista (en el diario Chourouq del 20 de mayo de 2016,) en la que afirmaba lo siguiente: «Filosóficamente, no hay disociación entre lo religioso y lo sociopolítico, pero eso no supone que los medios que sirven a esa filosofía deban adoptar la misma globalidad». ¿Se podría traducir como «lo estratégico no debe cambiar, lo táctico puede armase de flexibilidad»?

A nivel institucional, ahora, es decir, al nivel que permite gestionar los puntos de controversia en un marco de conflictividad democrática, ese «miedo estratégico» o ese conflicto interno del comportamiento político islamista se ha expresado también en el debate sobre la constitución. Aunque a base de largos debates, manifestaciones en la calle y cambios geopolíticos en la región (me refiero a lo que pasó en Egipto), los islamistas acabaron cediendo sobre varios puntos, de los que solo expondré dos o tres por su impacto sobre el sentido de la construcción democrática. El primer punto es el que se refiere a la fuente del derecho, que los islamistas, fieles a su ideología, insistían en que fuese la sharía. El segundo se refiere a la condición de las mujeres. Esos mismos islamistas, representantes elegidos del partido Ennahda, querían hacer de la mujer un complemento del hombre, jurídicamente hablando. Como la reislamización de la sociedad depende del control patriarcal sobre las

mujeres, querían evitar que las mujeres pudieran ser iguales a los hombres y evitar con ello que la Constitución les otorgase el derecho a ser ciudadanas de pleno derecho.

En ese mismo sentido, se está gestando otro conflicto desde agosto de 2018, en torno al proyecto presentado por el presidente de la República sobre la introducción jurídica del principio de igualdad entre hombres y mujeres ante la sucesión. Una vez más, su «miedo estratégico» les hace rechazar el proyecto en nombre de la sacra doctrina y de la orthos doxa.

Evidentemente, no podemos tratar aquí de todos los asuntos que desde hace ocho años jalonan la historia de ese «gran consenso conflictivo» en Túnez, sin embargo, hay muchas señales de que los islamistas, aunque aceptan el juego de la democracia, no se están «rindiendo al ideal democrático» que, en su aspecto sustancial, parece suponer para ellos una infamia.

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