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La bruja y el hada

Testimonios de vida en la Unidad Habitacional Lomas de Plateros

María Isabel Flores Jiménez Octubre de 2020

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Hablar del ambiente en una unidad habitacional tan extensa como lo es Lomas de Plateros, en la alcaldía Álvaro Obregón, es una meditación sobre un ambiente que contiene una mezcla de múltiples formas de concebir la vida. La llegada a vivir a estos condominios a finales de los años sesenta pudo ser en un inicio una meta, un proyecto para ocupar un espacio y satisfacer las necesidades básicas en un tiempo en que las familias en su mayoría estábamos conformadas por padre, madre y normalmente más de cuatro hijos. Con el paso del tiempo se convirtió en la integración de una enorme comunidad con sus respectivos roces, enojos, problemas, pero al mismo tiempo historias de amor y solidaridad. La vida aquí para los jóvenes durante los años 80 cumplía con las expectativas para un sano crecimiento y estudio. Muchos recordamos esos años y esbozamos sonrisas por lo aquí vivido, por la imagen en la memoria de los juegos en las múltiples canchas o explanadas, los vidrios rotos de las ventanas cuando las pelotas eran proyectiles, las descalabradas al ir corriendo alrededor de los edificios y no ver una ventana abierta, los novios, los amigos, los perros collies o xoloescuincles, la ropa que se usaba en ese entonces, los peinados con fijapunk, los temblores, y aquellos vecinos a quienes se les perdió el rastro porque un día se fueron y nunca regresaron. Durante esa época la libertad consistía en poder deambular, patinar o andar en bicicleta por andadores respirando aire fresco, entre edificios que no tenían portones en las entradas, y alejados de la contaminación sonora de una gran urbe llamada en ese entonces Distrito Federal.

Observábamos algunas especies de insectos que actualmente casi no se encuentran como catarinas, escarabajos pequeños que llamábamos toritos, y muchos chapulines. Otros, como muchas aves, mariposas, caracoles y cara de niño han logrado sobrevivir. La unidad está limitada por edificios, árboles y algunas bardas perimetrales que permiten mantener un ambiente distinto al de los alrededores. Las escuelas interiores en sus inicios estaban limitadas solamente por alambrados, por lo que los niños en el interior podíamos interactuar con cierta facilidad con lo que acontecía alrededor. Si los hermanos de un niño pequeño salían temprano de su escuela, podían ir a visitarlo y platicar con él si se encontraba en su hora de recreo, incluso intercambiar golosinas. Las madres de familia tenían la confianza de enviarnos solos a las escuelas primarias, así como regresar al medio día. Recuerdo con una sensación de nostalgia el ambiente de la primaria Luxemburgo, que durante parte de los años 70 y 80 tuvo un programa para acostumbrar a los niños el ambiente de secundaria, y se tenía a una maestra por materia para alumnos de quinto y sexto año, con lo que la mayoría salió mejor preparado. La comunicación entre platerenses era una forma de identificarnos en cuanto a pequeños grupos: si jugabas en el parque del caracol, en el del huevo, en el polvorín, patinabas por el hueso, te juntabas con los de F33, por la estatua del F 1, etc. La reunión obligada para hacer ejercicio de casi toda la unidad era en el deportivo Valentín Gómez Farías principalmente en las mañanas, contaba con la cancha de futbol empastada y un mejor ambiente. Pero en toda la unidad se practicaban mucho deportes: una misma explanada podía servir un rato para jugar tenis, más tarde beisbol con sus respectivas bases, boleibol con todo y red, y las canchas más grandes eran para patinar, jugar futbol soccer o americano. Las vueltas en bicicletas eran en grupos de hasta siete amigos, los patines roller con llantas de gel eran lo más común para dar la vuelta completa a la manzana, y las llamadas “avalanchas” sólo se usaban en las pendientes sin importar si atravesaban personas caminando.

Los sábados por la noche podía se caminar entre los edificios y si veíamos luces de colores y música, ahí podía haber una fiesta y era muy fácil acceder. En realidad eran reuniones para bailar en las que no había alcohol, y normalmente convidaban refresco y papas. Armar un pequeño “sonido” para amenizar fiestas también fue muy común entre estudiantes, y pretexto para pasar los fines de semana y ganar un poco de dinero. En este ambiente es muy fácil recordar a personas que nos hicieron pasar algunos momentos difíciles, pero también otros de paz y gusto, como las dos personas que a continuación describo, que debido a sus condiciones físicas y acciones se encuentran en nuestros recuerdos en diametrales circunstancias.

La Bruja de los 7 candados

La señora Esperanza (de quien sus apellidos no se recuerdan), habitó en el edificio F 22 departamento 11 por los años ochenta, y recibió el mote de la Bruja o Loca de los 7 candados, con el mismo número de aparatos y cadenas con que cerraba su departamento. En el imaginario infantil de los alrededores circulaban versiones extrañas y escalofriantes sobre su vida: se decía que tenía un ataúd en una de sus recámaras, y que ahí conservaba el cuerpo de su marido. Por ser un departamento relativamente bajo, se podían apreciar algunas sábanas extrañamente pegadas en su techo, y algunos niños acudían a tocar a su timbre y salir corriendo del edificio, en actos de travesura. La verdad es que no era bruja, sino solamente una persona con problemas de salud mental, suficientes para crear un ambiente de miedo entre los pequeños. Las sábanas eran al parecer una forma de intentar no ser observada por las personas que creía estaban arriba. En una época que se acostumbraba jugar libremente, era un motivo de espanto encontrarse con ella. La señora Silvia Corral habitó ese edificio del año 1971 a 1985, y recuerda a dicha persona vívidamente. Aunque ella vivía en el departamento 3 y no pasaba por la puerta de Esperanza, sí conocía algunos de sus hábitos inusuales.

Menciona que la llamada Bruja salía a la calle con una bacinica en la cabeza a manera de sombrero, y lo amarraba con una mascada. A veces dejaba la puerta abierta de su departamento para insultar a quien subía o bajaba las escaleras, siendo el motivo de sus palabras el simple hecho de voltear a verla. Pintaba sus ventanas de color blanco para que nadie pudiera observarla, escribía en trozos de cartulinas también todo tipo de insultos y los pegaba en su puerta, muy bien acomodados como si fueran dibujos de niños, para que cuando pasaran las personas las pudieran leer. Jorge García, vecino del edificio F 19, la conoció en su niñez y asegura que también en ocasiones se plantaba en su ventana y a los niños que veía jugando afuera les dejaba caer pequeñas bolsas con monedas, a manera de regalo. Alguna vez la vi caminando por el edificio de la Secretaría de Salubridad y provocarme inmediatamente miedo por la frialdad de su mirada, haciendo incluso que de los locales comerciales las personas salieran a verla. Sin embargo al parecer nunca agredió físicamente a nadie y después de muchos años, cuando ya su pelo era blanco, sus familiares acudieron por ella para llevarla a otro lado donde pudieran cuidarla, tal vez a una institución psiquiátrica.

Doña Carlita

Desde hace unas dos décadas, me parece que tengo en mi mente a doña Carlita trabajando pacientemente en nuestro pequeño mundo que es la unidad habitacional.. Aunque en los distantes años no recuerdo haber puesto mucha atención en su persona, al paso del tiempo fue tomando notoriedad en mí y los vecinos por sus buenas acciones en el edificio F 26. Fue en la década posterior al año 2000 cuando la comencé a conocer por su labor benéfica y silenciosa en los alrededores. Su silueta es delgada, de cabello corto y rizado, sin maquillaje, de tez clara, con una voz fuerte (de maestra de profesión), muy bien educada, presta siempre al saludo cordial. Su vestimenta común

son hasta ahora las faldas tipo A, blusa y sweater ligero abotonado al frente, en colores gris y azul, y zapatos cerrados de tacón medio. A veces, al visitar a mi madre, al pasar por el Circuito dos esquina con Prolongación Río Mixcoac, solía verla juntando las envolturas de dulces que quizá algún niño sin supervisión tiraba, así como envases de plástico o papeles, que metía en una bolsa para basura. También abarcaba su área de limpieza la parada de camiones a la que acudía con una pañoleta en la cabeza y escoba en mano. Su buena disposición de mantener el frente del edificio limpio y con buen aspecto no solo se reducía a hacer las cosas por su sí misma. Cada determinado tiempo le pagaba a algún jardinero para que deshierbara y regara el jardín frontal, sin solicitar ayuda económica de los vecinos. Ese jardín, a diferencia de otros que abundan en la unidad habitacional tiene un ambiente más privado (sobre todo si se está en pie dentro de él), limita al lado poniente con un desnivel de aproximadamente dos metros y medio, y está cubierto de roca volcánica; hacia el lado sur hay un andador y otra pendiente con material similar de varios metros que lleva hacia el edificio F 24, por el oriente está el F 26 y al norte hay unas escaleras y un pequeño espacio, lo que le da el aire de un pequeño parque hundido. Tiene diferentes tipos de árboles y plantas, que incluyen piracantos, un pequeño durazno, un árbol de mandarinas, otro de nísperos y anteriormente un par de pinos que parecían gemelos aún más altos que el edificio; sin embargo hace ya algunos años un fuerte viento derribó a uno de ellos por lo que el que queda es un solitario gigante, refugio de ardillas, pájaros, y base de una hiedra que también se resistió a desaparecer, sobre todo después que una familia que llegó durante un tiempo a rentar intentó cortar alegando que querían más luz en el departamento. Afortunadamente el jardín y sus pequeños habitantes tienen más vida y salud que quienes vivimos entre muros. En alguna ocasión Carlita pagó la compra de una manguera de varios metros, que al paso de unos días desapareció. Igual suerte corrió una pequeña puerta de herrería que mandó hacer para tener un acceso más controlado al área verde. Sin embargo estas acciones no la desanimaron, pues recuerdo haber hablado con ella

sobre el suceso, y me comentó que quizá quien la había hurtado era una persona con una enorme necesidad económica, lo que para mí fue una bella lección de vida y manera de ver los hechos. Así mismo esta linda mujer, que es maestra jubilada, soltera, sin hijos, estuvo en una ocasión al borde de sufrir una tragedia junto con los vecinos. Fue por el año 2004 cuando se escuchó una fuerte explosión que cimbró su edificio, alrededor de las dos de la tarde. La llegada de una ambulancia y los bomberos a los pocos minutos no fue buena señal aparentemente, y se dispusieron a atender a doña Paulita así como revisar el edificio por dentro. Contó con consternación ella, posteriormente, que lavó un pantalón con gasolina y lo puso a secar a un costado de su calentador de gas. Al poco rato la detonación provocó la ruptura de los vidrios de varios departamentos, tanto de cocinas y baños, como de algunas salas. Afortunadamente a ella sólo le provocó quemaduras leves en el rostro. La puerta del departamento 1 quedó descuadrada, así como el cancel del baño se soltó de su base. Y hasta donde recuerda la que escribe, nadie aceptó el ofrecimiento de doña Paulita de correr con el pago de los daños. Fue un buen gesto de los vecinos el poder apoyarse de esta forma, entendiendo los riesgos que viven los adultos mayores que viven solos, lo cual es muy común hasta ahora. Ya por el año 2012 la nieta de una vecina del departamento 1, en su primer año de primaria tuvo problemas para aprender a leer. Por alguna razón la pequeña de seis años se resistía a aprender las letras cuando ya la mayoría de sus compañeros de escuela leían con cierta soltura. La madre de la niña habló con Paulita, quien aceptó ayudar en el proceso de lecto-escritura, y así comenzó una etapa en la cual recibía por las tardes a la infanta junto con su hermano que quería acompañarla. Los recibía con gelatinas que les preparaba, les obsequiaba fruta o dulces, le preparaba la clase con material propio, perseguía a la niña debajo de la mesa con libro en mano cuando al parecer no quería poner atención y les dio un trato verdaderamente amoroso y paciente. Al paso de las semanas la labor dio frutos y finalmente cuando aprendió a leer y estar al nivel de los niños de su edad, Liz dejó de acudir. Actualmente está en el último año de preparatoria y se perfila para elegir carrera universitaria; recuerda con mucho cariño esa etapa y

valora la ayuda desinteresada de doña Paulita, ya que siempre se negó a recibir pago alguno por su tiempo y dedicación. Hoy aún habita esta generosa persona su departamento, acompañada de un familiar que se ocupa de los cuidados que necesita una persona mayor, y es más raro que se le vea por los alrededores. Sus ventanas, con pequeñas y alegres macetas, siguen resaltando frente a un jardín que se ilumina más con el sol del atardecer, y que está ahora en manos de vecinos de nuevas generaciones, prestos a cuidarlo de la forma que dio ejemplo la estimada Carlita. Estas dos personas son para mí un ejemplo de quienes viven en nuestros recuerdos, que pertenecen a nuestro pasado por experiencias distintas, en un ejemplo a escala de lo que puede llegar a ser una unidad habitacional: una enorme familia.

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