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Memorias de Plateros

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Delegado

Delegado

Juan Francisco Arias Reinada Entrevista, agosto-septiembre de 2020 Llegué a Plateros el 15 de julio de 1968, al F33 entrada 2 departamento 1, siendo un niño de 7 años. Anteriormente nosotros vivíamos en la esquina de Obrero Mundial, en un callejón que se llamaba Zamacona, que ya no existe. Mi papá trabajaba en la línea de autotransporte Estrella de Oro. Él se encargaba de lavar los autobuses, y mi mamá trabajaba por su cuenta haciendo reparaciones de ropa con su máquina Singer. Mi hermana hizo la solicitud de habitar en Lomas de Plateros, ¡y se la aprobaron! Ha de haber sido por la intervención del Seguro Social, porque ella fue enfermera y luego fue doctora. Nos trasladamos para allá a trapear el departamento y eso. Toda la familia agarramos el camión en Cuauhtémoc, tomamos la línea “Viaducto Roma Piedad”. Llegamos hasta la terminal, que en aquel tiempo estaba en la manzana i. Mis hermanos y yo estábamos muy emocionados, porque estábamos acostumbrados a un entorno de escasos recursos, y tuvimos una gran sensación de estar en mejores condiciones. Ver las ventanas muy grandes y los edificios bien hechos… Me gustó la Unidad porque era muy amplia, las áreas verdes, las canchas, los edificios de colores, los corredores. Chico de esa edad, fui caminando a la estatua y me perdí, luego ya no sabía cómo regresar al F33. Para mi alivio me encontraron mis hermanas y me regresaron a la casa. Nos cambiamos con mucha esperanza y mucha ilusión. Todavía no estaba el mercado frente al F33. Sólo había un mercado de madera y estaba en La Castañeda. Cuando las señoras necesitaban tomates, chiles, bolillo, queso, tortillas, o “daditos”, que eran tetrapacks de crema Bonafina, nos mandaban a Centenario. Ahí había una tienda llamada Los Cuatro Vientos. Cuando las muchachas iban para allá pasaban con los vecinos y hacían una pregunta que sonaba mágica y misteriosa: “Señora, ¿no va a querer algo de los cuatro vientos?” La gente les encargaba cosas y los niños nos íbamos con ellas.

Por agosto o septiembre de 1968, ya se habían iniciado las manifestaciones estudiantiles. Mi mamá me encargó cosas y me fui con alguien a comprar. En la esquina donde ahora está el Registro Civil había jeeps y camiones de granaderos. Enfrente, los estudiantes de la prepa 8 se metían a los camiones, y gritaban: “¡Muera Cueto, Muera Díaz Ordaz, Muera Echeverría!”; y pintaban con pintura roja de aceite las paredes de los camiones. Algunos jóvenes pintaban su mano en los camiones. Cuando vi eso, yo también quise, dije “¡A ver a ver a ver!”, metí la mano en la pintura y pinté un camión. Fue muy emocionante pero ya se imaginarán cómo quedaron la servilleta de las tortillas y mi ropa. Al llegar a casa, mi mamá me agarró a coscorrones, me dijo: “¡No andes haciendo eso! ¿Por qué te acercas a eso? ¡Ves que es muy peligroso!” Antes la comandancia de policía estaba en el F50 departamento 1. Cuando construyeron la sección E, se pasaron atrás de lo que ahora es el Registro Civil.

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La expedición a La Castañeda

Enfrente de mi entrada estaban terminando de construir la primaria Luxemburgo. No había la barda, la escuela estaba totalmente abierta. Estaban poniéndole suelo de concreto. Ahí estaban los pirús, unos muy árboles grandes, muy longevos, con unas bolitas moraditas. Nosotros como chamacos nos cruzamos por en medio de la escuela hasta los efes cuarenta. En la esquina, que era alta, nos paramos y miramos hacia lo que era “La Castañeda”. Alcancé a ver un edificio que lo estaban derribando, y a lo lejos la zona boscosa, que era muy grande. Bajamos al límite del F39. Donde ahora son los C, D, E y A, era un llano. De La Castañeda salían filas y filas interminables de camiones con los escombros del manicomio. La calle Río Mixcoac era de doble sentido y por ahí los camiones los llevaban a tirar a donde ahora está el deportivo Gómez Farías, junto a la sección H. Con unos muchachos mas grandes, de 15 o 17 años, nos aventuramos a ir hasta La Castañeda, donde ahora está el deportivo Octavio Paz. Ya no estaba el edificio, pero todavía se

alcanzaban a ver en el piso los mosaicos de los corredores, que eran como azules con amarillo. Inclusive había cimientos de los muros, que luego se fueron cubriendo de vegetación, hasta hacerse como un bosque espesito. La esquina que ahora es Vips, en ese tiempo era un alto monte, como de tres pisos de alto, y hacia abajo estaban las vías del tren y el Periférico recién construido. Afortunadamente pasó el tren, yo nunca había visto uno. Después, con mis amigos Crispín, Jorge y Luis, que vivía en el F34 entrada 5 departamento 33, nos armábamos de naranjas y dulces y nos íbamos ahí de expedición. Ese lugar tardó muchos años como zona boscosa. Había fauna muy bonita, según nosotros íbamos de cazadores y agarrábamos tarántulas, ajolotes, ranitas, culebritas de agua. En la parte de atrás por donde ahora llegan los proveedores, había un tiradero de basura. Una vez encontramos ahí una tapadera de metal. Con eso hicimos un comal. Le pusimos “El comal de la Abuela Pata”, y ahí le metíamos basura y papeles para quemar como si fuéramos a cocinar algo, pero no le poníamos nada, solo nos gustaba ver arder. Unos años después yo me acostumbré a ir a quemar el pasto, íbamos a comprar petróleo, prendíamos antorchas y hacíamos unas quemazones nomás por traviesos. Todavía no estaba Aurrerá, ya estaban construyendo las Torres de Mixcoac, y los trabajadores nos gritaban: ¡Chamacos cabrones! ¡Miren nada más lo que están haciendo! Pero como estaban lejos en las alturas, no podían hacernos nada.

La feria de La Cascada

A finales del 69 y principios de 70, apenas habían inaugurado la línea uno del metro, mis papas me llevaron a conocerlo y me dejó impactado. No estaba el mercado de la sección F (lo construyeron en el 73). A un lado, donde ahora está el estacionamiento hundido que le dicen “El Hoyo”, empezaba la ladera del monte. Ahí se paraba uno y se veía lleno de basura; las escaleras de piedras

amontonadas, y hasta abajo la calle. Allá instalaron una feria callejera con rueda de la fortuna, caballitos y sillas voladoras. Yo tenía como 8 ó 9 años, y ¡cómo era afecto a las sillas voladoras! Costaba 30 ó 40 centavos. Yo conseguía dinero haciendo mandados. Cuando me daban mi propina salía corriendo para allá. Llegaba en la tardecita, al ver que prendían las luces y ponían música con la bocina cónica. Una vez mi mamá me dice: “Pancho ve a comprar un cuadrito de crema con doña Chago”. Pues voy, y ahí estoy parado y… ¡Ay señor! ¡Veo un billete de 20 pesos, de los de Josefa Ortiz! Me latió fuerte el corazón. Que me agacho y me meto el billete a la bolsa, con miedo de que alguien saliera por su billete. Me fui corriendo a la casa, ¡Y que me voy a la feria! pero aún era temprano. Atendía un señor grande y barbudo. Le dije: “¡Señor quiero dar vueltas en la silla voladora!”. Él dijo que todavía no abrían. Le respondí: “Es que quiero hacer 20 pesos de vueltas”. El señor me ve, me quita el billete y me sube a la máquina. Todavía le dije: “¡Pero hágale duro!”. Y ahí estaba dando vueltas durísimo, tanto que me empecé a sentir mal, entonces saqué la cabeza, y el señor ¡ni sus luces! Creo que se fue a la pulquería, porque cuando apareció traía una botella como las que ahí se usaban. Le grité, ya me bajó y me puso en una piedra hasta que me sentí bien. Cuando ya me iba, el señor me dijo: “Oye, cuando quieras regresa y te voy a dar vueltas sin cobrarte. Nomás no le digas a nadie porque entonces ya no te voy a dejar subir.”

El club del árbol

Hace exactamente 50 años, salí con mis amigos Fernando “El Chango” y Pepe. Seguimos la barda lateral de Plateros hacia abajo. En el bosque de La Castañeda descubrimos un árbol muy grande, que en el tronco alguien le había puesto unas varillas encajadas a guisa de escalera. Se veía como hasta 4 metros de altura y luego venía la copa. Nos subimos, ¡y encontramos una casita hecha con puras ramas amarradas con lazo! Como un refugio. Parados cabíamos. Había hasta ventanas, y estaba el tambor de un colchón. Lo escogimos como club.

Una mañana de tantas, fuimos al club mi amigo Pepe con sus dos hermanos; mi amigo Alfonso con su hermano, y yo con el mío: Mario, de 5 años. Yo tenía 9. Habíamos comprado dulces. Nos subimos todos los chamaquitos a comer dulces, y entonces llegaron dos muchachos con resorteras… En donde ahora está el parque P Miranda, gente humilde habían construido casitas, viviendas tipo ciudades perdidas. Los chamacos de las resorteras ahí vivían. El más grande empezó a gritar: “¡Órale hijos de su pinche madre! ¿Ustedes de dónde son? ¿Por qué se subieron a nuestro árbol?”, mientras nos disparaban. Luego se subieron. Mientras les explicábamos que éramos de Plateros, el niño mas chico de ellos empezó a brincar en el colchón, y de repente ¡el piso de la casa se rompió! El pequeño cayó a unas piedras y empezó a llorar. Nos bajamos todos y lo vimos descalabrado, lleno de sangre. El chamaco más grande, de unos 12 o 13 años, empezó a decir que les íbamos a pagar una especie de indemnización. Empezó: “A ver, ¿qué traen?” Y empezó a robar nuestras cosas. A mí me quitó 60 centavos y un montón de canicas, pero a mi amigo Fernando le quitó el muñequito llamado “Juanito 70”, la mascota del mundial de México (por eso puedo deducir ahora la fecha de ese evento). Ya que nos quitaron la cosas, a mi amigo Pepe le dije: “Oye, ¿nos vamos a dejar?” Ya planeábamos el contraataque, pero Fernando dijo: “No, ellos me conocen, yo voy a la peluquería de Centenario, y esos chamacos ahí se juntan y me conocen”. Renunciamos a la misión. De todas maneras, al árbol regresábamos ya hechos de nuestras propias resorteras, pero nunca volvimos a tener incidentes. Hace unos 13 o 14 años fui a dar una vuelta al Deportivo y me puse a buscar a ver si veía aquél árbol, pero ya no lo encontré.

El equipo Alaín

En 1971 yo tenía 10 años. Los sábados, domingos y vacaciones, las canchas del F34 y F33 se llenaban de chamacos corriendo y jugando. Un señor del F28 llamado Alfonso, que era promotor del deporte, empezó a organizar campeonatos de futbol. Era muy buena gente, muy apasionado por propugnar que los chamacos crecieran sanos. En la bajadita que ahora está atrás de Aurrerá

puso la liga infantil. Más abajo estaba la juvenil y hasta abajo jugaban los señores. Subían equipos de Centenario, Mixcoac, etc. El Sr. Alfonso era el árbitro, y al final les regalaba un trofeo. Los domingos se vestía todo de blanco, por eso le decíamos “el señor Cebolla”, o “Don Cebollón”. Los jugadores nos organizábamos y con el señor Alfonso nos registrábamos. El uniforme era short, tenis, calcetas y playera, y nos daba credenciales. En el F28 había un pizarrón y ahí se veía con quién nos tocaba. Los equipos eran: Alaín, Botafogo, Deportivo Cascada, Club Merced Gómez, y el equipo élite: el Cruzeiro, del F19. Cada uno daba 20 centavos para el arbitraje. Una vez se armaron los madrazos, ¡Pranga Pranga! Fue una escaramuza nada más. En otra ocasión a mi amigo Mario que era el portero, le calló la portería encima. En los alrededores iban unas señoras con pepinos, jícaras y naranjas con chile, que vendían. Una señora ponía agua de sandía y la daba a 25 centavos el vaso. A finales del 71 ó principios del 72 hicieron el Deportivo Gómez Farías. Lo inauguró el delegado. El señor Alfonso avisó que teníamos que ir, y que a partir de ese domingo ya no se iba a jugar en La Castañeda, sino allá. Me sorprendió que la cancha era toda de pasto. Hubo un desfile con banda de guerra y bastoneras, rifaron balones y regalaron cosas. Se inauguró con un partido de futbol, el señor Alfonso fue el árbitro. Al último regalaron tortas, aguas frescas, pepinos, banderillas, fue como Kermés. En aquel tiempo, más arriba era puro monte, con magueyes y árboles de tejocotes y duraznos, como provincia. A veces saliendo del partido allá hacíamos fogatas con bombones y salchichas.

La Laguna Negra

Cuando todavía no estaba el Deportivo Gómez Farías, en la parte alta de la Unidad había una barda de piedra volcánica de unos dos metros de altura, para proteger a los vecinos de la Unidad y que no cayeran a la barranca; pero como se empezaron a hacer tiraderos de basura, con la misma basura se podía cruzar hasta la zona boscosa. Hasta abajo había unas casitas. Ahí vivían pepenadores. Ellos subían a recorrer Plateros para recoger madera

y cosas que pudieran vender. El río traía muchos animalitos. Las laderas de La Cascada eran muy silvestres, eran monte. Por la secundaria 03, junto a Alta Tensión, ahí había una laguna, pero el agua no era azul sino negra porque era agua sucia. En ese tiempo, a mí se me grabó como con cincel y martillo unos dichos: “Nunca se acerquen a La Castañeda” y “No vayan a la barranca, porque ahí están los drogadictos”. Donde empezaba la G era la barranca. De ahí para arriba era una zona rural. Con mis amigos hacíamos expediciones hasta las presas, pero nunca nos sentimos en peligro porque sentíamos que nos protegía la gente. A veces sí veíamos a los drogadictos, pero jamás nos hicieron nada, yo nunca me sentí en un peligro real por andar lejos de casa. Un domingo de aquellos años, mi amigo Alfonso había hecho su primera comunión y estaba vestido todo de blanco. Pues ese día se nos ocurrió hacer una expedición. Todavía su mamá desde la ventana le gritó: “¡Alfonso no te vayas a ensuciar! Justo ese día escogimos ir a la Laguna Negra. Sólo se podía bordear por un sendero, caminando de uno en uno de espalda al monte, a unos 2 ó 3 metros de altura. En una de esas, ¡que Alfonso se resbala y se va a la laguna! Yo sólo pensaba en lo que los papas decían: “No vayan allá, que son pantanos y la gente se hunde y se muere!”. Mi amigo cayó. Se alcanzó a agarrar de unas raíces, pero nosotros no podíamos sacarlo, porque estaba algo altito, y él llorando… Entonces fuimos con los pepenadores y les dijimos: “¡Ayúdenos!”. Ellos salieron con lazos y lo sacaron. Mi amigo salió como el monstruo de la laguna: negro y apestoso de a madres. Los pepenadores lo lavaron a jicarazos lo mejor que pudieron, pero todavía era una pestilencia. Así tuvo que regresar a su casa.

La caverna de Tarango

Sobre todo recuerdo cómo cambió la fisonomía de la Unidad. Por el 72 construyeron Audiología. Después se construyó Aurrerá Plateros, Torres de Mixcoac, la escuela Rhodesia, etc. Por el 73 empezaron a construir los edificios E y talaron todos los árboles que estaban ahí y los ponían en donde está ahora el jardín de

niños Totomcalli. Ahí quedaban los troncos grandísimos de 10, 15 metros, como palillos chinos, y ahí nos íbamos jugar a las escondidos en los recovecos. Cuando estaban haciendo los cimientos de los edificios E, escarbaron unas zanjas. Ahí jugábamos a las escondidillas, era como un laberinto cuadriculado, como corredores. Ahí corríamos hasta que llegaban los trabajadores y nos corrían. Unos años más tarde organizábamos expediciones más arriba, por Tarango, que seguía siendo barrancas y milpas, como provincia. Ahí estaba una presa, y había una cueva. La entrada era del tamaño de una puerta, pero dentro era una caverna enorme, muy alta y ancha -unos 7 metros. Adentro empezaba un túnel, donde estaban las minas de arena. Se decía que iban al centro de la tierra y si caías ya no se podía salir. Un día nos metimos con unas antorchas de botellas con petróleo. Nos metimos mucho, pensamos que era todo inexplorado, pero de repente adentro ¡Que aparecen unos chavos, nos quitan las antorchas, y se salen corriendo! Quedamos en el frío y la oscuridad total. Prendiendo cerillos y con ayuda del perro logramos salir. Cuando salimos, ahí estaban los chavos ¡y nos agarramos a madrazos! Ya después de eso quedamos como amigos. Ellos pidieron: “Cuando vengan, tráiganos cosas”. Nosotros seguimos yendo. Les llevábamos muñecos y huevos cocidos, y ya no nos hacían nada.

El escudo del Profesor Zovek

En el F40 departamentos 1 y 2 vivía el Profesor Zovek. Era un señor muy alto con pelo cuinito, usaba botas de montar, a la distancia parecía como agente de transito o soldado alemán, y siempre traía una banda en la cabeza llena de zetas. Tenía un Volks Wagen modelo Safari. Le había puesto unos barrotes de metal y en el frente tenía una Z de metal. Era como un superhéroe de la vida real, hasta tenía unas historietas de sus aventuras, tipo Kalimán, que les decíamos “cuentos”. Todos los chamacos lo conocíamos. Cuando salía a hacer deporte íbamos todos detrás de él, y él sólo sonreía.

Una tarde mi mamá me había mandado a Aurrerá. Cuando estaba detrás del F39, ahí estaba el profesor parado. Que lo veo y le digo: “¡Profesor Zovek!” Y él me dijo: “Hola amigo, ¿Cómo estás?” “Oiga ¿no tiene que me regale unos cuentos?”. Él me preguntó mi nombre, yo le dije “Pancho”, y que me dice: “¡Pancho chócalas, porque yo también me llamo Pancho! Vente para regalarte algo”, y fuimos a su departamento. Por la ventana me dio un escudo. Era una zeta roja en fondo blanco y un círculo negro, con piquitos dorados. Ese era el escudo del profesor. Tenía un pasador para prendérselo en la camisa. Cuando los chamacos vieron que yo lo andaba presumiendo, todos fueron a pedirle pero ya no tenía. Entonces un día regresó con una bolsa llena de escudos, nomás para repartir. Zovek tenía una motocicleta de esas grandototas, en el frente tenía igual su logotipo de zetas. Un día me dijo: “Si quieres vamos a Televisa en la moto”, pero cuando le dije a mi mamá, no me dejo salir, y yo hice un berrinchote. Luego que encontré a Zovek hasta me dijo: “¿Qué pasó? Te estuve esperando.” El escudo me lo quitó un muchachón, Jorge Mora. Me lo quitó a la malagueña porque era un poco mas grande, para tener un recuerdo del profesor. Cuando él se enteró supo, le regaló una especie de protección para entrenar patadas. Zovek era muy buena gente, era como nuestro héroe. Cuando el profesor falleció, todo mundo supo, salió en la tele. Toda la muchachada se reunieron en la cancha del F40 a esperarlo, toda la cancha se llenó. Todos llevábamos una vela de cera, pero no llevaron el cuerpo ahí. Años mas tarde, Jorge, el del escudo, le ayudaba al hijo de Zovek, que trató de seguir los pasos de su padre, pero ya no pegó.

El carro de baleros

A mi amigo Crispín le decíamos “El gordo”. Vivía en el F33 entrada 1 departamento 22 con su mamá. Nunca vi a su papá. Tenía como 13 o 14 años. Tenía un carro de baleros. Había varios, estaba de moda el carro Avalancha, acababa de salir. Había otro

que era como una tabla cortada, se llamaba Sky-ky, que tenía las llantas de pasta, como de plástico duro. Por los pasillos circulaban esos carros, todos los que tenían carros se subían hasta el F28 y de ahí echaban carreras, la meta era el F38. Un día pasó Crispín con su carro y nos dijo: “¿Quieren subir en el carro? ¡Empújenme!”. Mi hermano y yo lo empujamos y luego nos dejó subir. O sea que para subir a las avalanchas, los chamacos que no tenían, tenían que empujar a los que sí tenían. A partir de ese día yo le repetía a mi papá que quería una Avalancha. Él difícilmente nos podía comprar algo así, porque costaba $499.95. Entonces, una tarde llegó con cuatro baleros japoneses, dos grandes y dos medianos, bonitos, sellados y herméticos. Luego fue a la maderera, y trajo unas tablas para hacernos un carro. Yo me decepcioné, le dije: “¡Yo no quiero ese carro! ¡Quiero una avalancha!”. Pero igual lo hizo. A mí me daba pena sacar ese carro y que los demás lo vieran. Finalmente un día mi hermano y yo lo sacamos, pero de noche. Nos fuimos al F28. Le dije a mi hermano: “Súbete y agárrate”. Y… ¡Madre mía! ¡El carro volaba! Yo gritaba: “¡Sí funciona, sí funciona!”. Seguimos sacándolo de noche hasta que uno de los chamacos nos sorprendió. Primero se burló, pero luego se subió y dijo: “¡Pa’ su mecha, sí corre!”. Le dijo a todos los amigos y ya hasta nos lo pedían. Después ya lo sacábamos de día. Unos lo aceptaron, pero otros decían: “Eh, pinche coche feo”. Una vez se subieron mi hermano y mis amigos chicos: Lupe y Felipe. Cabíamos tres pasajeros sentados y un cuarto hasta atrás, agachado y agarrado de los hombros. Con el peso de los cuatro se aceleraba, y decían “¡Oye tu carro corre bien bonito!” Incluso un chico llamado Arnoldo, le dijo a mi papá: “¡Oiga señor, hágame un carro!”. Mi papá primero no quería, pero se aferró y le insistió hasta que se lo hizo. Un día se organizó una carrera. Ya habían construido la gran rampa para ir hacia Mixcoac, muy larga y pronunciada, que pasa abajo de un puente. Todavía no la inauguraban. Tenía piedras para que la gente no pasara, pero ya estaba limpia. Ahí se hizo la carrera. Nos acomodamos todos. En mi carro íbamos yo, Pepe y Lupe, para que pesara. Mis otros amigos no se atrevieron a subirse

porque les dio miedo. Preparados, listos, ¡Fuera! ¡Empezó la carrera! En la bajadota el coche iba hecho pero la madre, y entonces… ¡un balero del eje delantero se salió! No tuve tiempo de nada. Nos volteamos y todos salimos volando. A la fecha, cincuenta años después, todavía tengo las cicatrices en los codos y las rodillas. Fue por el año 1971.

Las tres grandes palizas

Entré a la primaria Luxemburgo en segundo grado de primaria. Cuando cursaba el quinto, era mi transición de la infancia a la adolescencia. Estaba en el turno de la tarde. Era el año lectivo 1972-1973. La escuela ya tenía malla ciclónica. Por la parte de adentro había unos arbustos y en el suelo piedrecita roja de tezontle. Cuando no estábamos en la escuela jugábamos futbol. En ocasiones la pelota se iba para adentro. Podíamos pedirle al conserje, que se llamaba Primitivo, que fuera por ella, pero para no molestarlo, lo mas fácil era brincarse. Me di cuenta de que era muy fácil. Entonces me dio la maña de que, cuando estaba en clases y sonaba la alarma del recreo, lo primero que yo hacía era que me salía por la alambrada y me iba al edificio F33, de manera que me tapara el edificio y nadie se diera cuenta. Me iba a la cancha donde siempre había niños jugando futbol. ¡Juego juego, a ver con quién! Cuando escuchaba la chicharra otra vez me regresaba. Los vecinos se daban cuenta, y me decían: “No andes haciendo eso, te vas a meter en un problema”. A veces yo tenía la osadía de ir a mi casa a comer, pero mi mamá me regaño y me dijo: “No andes haciendo eso”. Pero yo me decía: no pasa nada. Tanto va el cántaro al agua hasta que se revienta. Uno de tantos días, al sonar el recreo me fui a mi lugar de salida. Me brinqué la alambrada. Me distraje un momento viendo a los vecinos que bajaban con sus bolsas de basura (en aquél tiempo pasaba el camión con su campana, la tocaba y bajaban todos). Al momento de incorporarme, siento unas manos en los hombros y… ¡Trágame tierra, el director de la escuela! “¡Qué bonito, brincándote la barda!”. Yo pensé: “¡Chin, ya me metí en un broncón!” Estaba ahí

toda la chamacada, y dijeron: “¡Maestro, ahí está su papá en su casa!” “¿Ustedes saben dónde vive? A ver, llévenme a su casa”. ¡Pa’ su madre! Ahí vamos, y mi papá abre la puerta con sus anteojos y su periódico en la mano… Lo primero que dijo fue: “¿Qué pasó?” (todos los chamacos en la escalera viendo a ver qué pasaba), y le dice el director que me agarró brincando la barda de la escuela. “¿Es cierto eso?” Yo me puse hermético, sin decir nada. El director y mi papa hablando y mi mamá sentada en su máquina sin decir nada… Ya le dijo: “Le recomiendo que hable usted con su hijo para que no vuelva a pasar”. Todo eso fue el tiempo del recreo. Al terminar, alcancé a escuchar la chicharra, y regresamos todos. Era momento de formarse todos en el asta bandera. Imagínense la cara del maestro encargado de las maniobras, cuando iba yo pasando frente a todos con el director… El maestro me dijo “Vete a formar”. Cuando entramos al salón, me preguntó, le dije y me puso una regañada. Pasó el día. A las 6 ó 6:30 pensé: “¡Ni modo, tengo que ir a mi casa!”. Mi papá me estaba esperando. “¿Desde cuándo lo haces? ¿Quién te enseñó?” Mi papá era una persona muy noble, muy buena, muy cariñosa, sobre todo muy íntegra. Me daba consejos. Lamentablemente uno a su corta edad a veces no entiende y cometemos actos de mal juicio, y a veces los padres lamentablemente toman estos castigos ejemplares por hacer las cosas mal. En esa época había maltrato hasta de parte los maestros. No había esa idea de pedagogía que hay ahora. Y me llovió una cinturoniza que se me quitó esa maña. En otra ocasión, era un domingo y yo salí a ver los partidos de futbol en el Deportivo Gómez Farías, atrás de los edificios H. Vi dos o tres partidos, ya ha de haber sido como la una de la tarde. Cuando iba a los H yo tenía la manía de bajarme entre los edificios, porque a veces encontraba cosas, muñecos y cositas así. Una de esas, una señora, desde un departamento 21 me llamó, me dijo: “¡Niño, ven, ven, ven! ¿Sabes dónde queda Centenario? ¿Me puedes ir a comprar unas cosas?” Yo le dije que si, claro. Me dio un billete de 50 pesos, de Allende, que le decían “Ojo de Gringa”, porque era muy azul. Me dijo: “Ándale, compras tortillas y una coca” y otras cosas, y me dio una bolsa con una servilleta y un

envase. Alcancé a escuchar a otra señora que le dijo que no lo hiciera, pero la primera respondió: “No importa yo lo conozco”, aunque yo no la conocía a ella. Empecé a correr a Centenario. Pero entonces, el diablo empezó a decirme: “Esos 50 pesos pueden ser para ti…” Aventé la bolsa con la servilleta y el envase, y le dije a mis amigos: “¡Vámonos por dulces, yo pago, pidan, pidan!” Todo mundo se ajuareó de dulces. Ya estábamos en la gran comilona, afuera de mi casa, cuando de repente voy viendo a las señoras que van llegando… Me dicen: “A ver niño, ¿dónde está la bolsa y la servilleta y la coca y el dinero?” Y los chamacos: “¡Ahí en esa ventana ahí vive!” Y le fueron a decir a mi papá. Que baja, y me dice: “¿Dónde está la bolsa?” “La dejé en unos arbustos”. La fuimos a buscar pero ya no estaba. Mi papá fue por un billete igual y fuimos a devolverlo. Ya nos bajamos caminando desde el Deportivo del H, y al llegar a casa... “¡Disculpe papá, ya no lo vuelvo a hacer!” y él: “Si, ya no lo vas a volver a hacer” y ahí viene la segunda cinturoniza. Tiempo después, cuando tenía unos 12 años, estábamos jugando en la cancha del F33. En las bancas había otras personas más grandes, que los conocía de años porque crecimos juntos. Estaban Crispín, Carlos Alberto, Jorge, Javier, todos más grandes que nosotros, tenían unos 16 o 17 años. Entonces llegó una chamaquita que se llamaba Diana, que tenía una bicicleta que se llamaba Banana, que tenía manubrio en forma de cuerno, con la rueda de atrás más grande que la de adelante. Era marca Benotto y estaba muy de moda. Entonces los chavos me empezaron a decir: “Tú le gustas a Diana, ¡ve y llégale!” Yo decía que no, pero tanto estuvieron acatarrando, que ahí voy de zonzo y le digo: “Oye tú me gustas”, y ella: “No idiota”. Yo traté de abrazarla. Para mi sorpresa, Dianita arrojó la bicicleta, rompió en llanto y se fue corriendo envuelta en lágrimas. En ese momento mi conciencia se levantó y me dijo: “Otra vez ya te metiste en una bronca”. Y tenía razón porque el papá de Diana era nada más ni nada menos que granadero en la Policía. Mis amigos decían: “¡Vete, pélate!” Pero yo pensé: “¿Para qué? Si me voy, van a ir a mi casa. Todo por hacerle caso a estos zonzos”. Cuando veo que ahí vienen los papás de Diana. Yo estaba

diciendo “No, es que ellos me obligaron”, cuando el señor ¡me pone un coscorrón! Y “¿Dónde vives? A ver vamos”. La gente que veía decía: “¡Ay Pancho! ¿Y ahora qué hiciste?” Abre mi mamá, y “A ver señora…” y yo “No mamá, es que los chamacos…” Y “Señora ponga atención al chamaco”, y “Vas a ver ahorita que venga tu padre”. Total, cuando llegó mi papá, “A ver Pancho” (yo hermético) “¿Cómo es posible?” y “No quiero que vuelvas a andar con esos chamacos”. Y otra vez vuelve a llover la cinturoniza. Esa fue la tercera gran paliza que me dio mi juventud en Lomas de Plateros.

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