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Plateros y Oriente
Miguel Alejandro Nájera Ortega
I
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Sobre la banqueta había 3 manteles blancos, o es la impresión que tuve. Estaban manchados con sangre, los vecinos desde la ventana, con teléfonos en mano llamando a la policía. Los autos detenidos en una caravana con la obsesiva misión de perdurar, no avanzaban. Todos nos volvimos como una galaxia girando hacia un único centro que eran 4 cuerpos tirados en el pavimento. Se habían oído al menos unas 20 percusiones, como una ráfaga funesta cayeron en la contra esquina de Manuel Cañas a finales de 2018. Ahora el mes podría parecer incierto, nadie sabe indicar. No hay culpables, no hay quién pague, sólo los familiares pagarán con su dolor la ejecución de estos hombres. Este episodio me hizo ver la gran misión de irme de casa. Un barrio que, si bien ha ido cambiando, nunca ha destacado por logros positivos, salvo el logro inverso de ser la colonia más peligrosa de la ciudad y cuyas entrañas escupen la mayor cantidad de reos hacia las penitenciarías. Algunos dijeron que eran pandillas rivales, que los unos robaron las motos de los otros, otros que por venganzas por droga no pagada. Pero el conflicto de hizo calor y el calor incendio. Y las imágenes aún permanecen en relatos olvidados que se coronan con un altar improvisado donde, día y noche, hay una vela encendida. 4 rostros pintados en la pared frente a la cual fueron acribillados, un paredón de fusilamiento improvisado en el corazón de Desarrollo Urbano Quetzalcóatl.
II
Pasaron 2 años más para que, en medio de una pandemia mundial, decidiera cambiarme de casa. Total, si sobreviví 27 años
en Iztapalapa, qué podría pasarme ahora en Álvaro Obregón. Nada. Entrar y salir de fase: 6 de la mañana de 6 de julio de 2020. La temperatura golpeando en los huesos, entrando fuerte como una tempestad, dando calambres y yo dando tumbos en mitad de la oscuridad de mi cuarto. Tomando mis últimas cosas no empacadas. De pronto, un repicar simulado en el zaguán. ¿Quién inventó las mudanzas? Ojalá pudiéramos desinventar el apego y dejar todo en las viejas casas, no llevarnos nada; pero somos animales de no olvidar, de no dejar. Don Julio nos ayudó a bajar la cama del primer piso y luego de unos pases de mudancero maestro, emprendimos la huida. Digo huida para compensar el poco pesar que me costó dejar mi casa. Para añadir tragedia a la alegría que me inundaba por ir a conocer el nuevo mundo, a buscar especias en la India y encontrar América. Adiós, Iztapalapa. Si soy un animal de no olvidar y de no dejar, también me gustaría un día ser un animal de no volver. Y, aunque no soy ingrato y hable siempre de ti como un sueño dorado, necesito ver el mundo, me dije. Adiós, Iztapalapa, estoy amando a un nuevo lugar de no morir, un nuevo lugar de voces ocultas que quiero descubrir.
III
Plateros era una promesa. Cuando busqué en internet, artículos sobre este sitio decían los titulares: Plateros, insegura y olvidada… Empezamos mal, pensé. Pero sabía una cosa, entre más busque y entre más me guíe por voces ajenas nunca dejaré hablar a la única voz que nos ha llevado a tantos sitios inimaginables. La voz de las aventuras. Alma de marinero, qué le voy a hacer si yo nací en el mediterráneo citadino, en el oriente del oriente, al rincón. También debía ser yo valiente como los primeros exploradores. ¿No llevamos todas las personas un Galileo atravesado en la frente? Que nos hace ver que
nuestra tierra no es el centro sino algo más, más luminoso aún. Igual que los pensamientos, lugares que brillan con luz propia. Entre charlas, chistes y baches, llegamos a una nueva delegación. 7:30 de la mañana. Enterradas en la arena, unas torres se asomaron en el horizonte. Eran todos los horizontes colapsando en un único y raro objeto: la unidad. Nunca antes se había visto un sustantivo ser un verbo hasta que conocí Plateros. Una pantalla abierta que alcancé a ver a lo lejos. De pronto me llené de emociones. Quería subir a todas las torres. Yo ya quería ser platerense antes si quiera de conocer su nombre. Bajamos de la camioneta y empezamos un baile de ir y venir, subir y bajar, 3 pisos y uno más. De aquí para allá. A las 8 de la mañana ya estaba todo en su sitio, que no acomodado, pero en su sitio, a fin de cuentas. Una ventana abierta, espléndida. Todo el cansancio se me olvidó, coloqué mi librero, sus libros en orden, ropa, pinceles, colores y papeles. Regresé a casa esa misma tarde para traer mi coche y unos últimos utensilios para cocinar. Era 6 de julio de 2020. Regresé a eso de las 4 o 5 de la tarde a Plateros. No entendía cuál era la dinámica de estacionarme en una avenida grande entonces dudé de si tenía que poseer un permiso para quedarme aquí o si tenía que pagar a un cuidador o qué. Di un par de vueltas sobre la avenida usando los retornos y vi con desconfianza a unos policías que me veían con desdén desde que vieron mi coche. Al final decidí quedarme estacionado y, como en un acto de aparición, al ir bajando mis cosas del coche, de reojo alcancé a ver a los mismos policías viniendo hacia mí. Están caminando por la banqueta, me engañé. De nuevo agachado dentro del coche y de nuevo fuera y, a pocos centímetros míos los policías viéndome bajar jabones, sopa de pasta y sartenes. Un encuentro ridículo donde o yo era el famoso criminal que se roba baterías de cocina o era un vecino despistado que no sabe que debe comportarse de forma natural frente a los policías. Lamentablemente aprendí a sospechar, pero esta no sería la oportunidad de ejercitar la suspicacia.
Hola, les dije, ¿puedo estacionarme aquí? Soy nuevo en la unidad y no sé si está bien. AH, dijeron ambos, qué bueno que nos dice. Es que ya ubicamos los coches de los vecinos, qué bueno para identificar que es vecino. Sí, puede estacionarse aquí si no tiene cajón de estacionamiento. No se preocupe, nosotros aquí le echamos un ojo. Pues si le echan ojo como a mí, yo encantado que lo cuiden tan de cerca, pensé. Muchas gracias, contesté. Y me subí raudo para estar en mi nuevo espacio.
IV
No fue sino hasta días después que subí a la azotea. Con timidez subí las escaleras y salí a ver el patio de jaulas. Sentí, luego de asomarme hacia el vacío, un lleno total. Era entonces una moneda girando en el aire. Era 8 o 9 de julio de 2020. Era como mediodía, hacía sol y hacía viento. Y hacía todo. Fui errando entre lugares, oropeles y ultramares. Desconfiado, confundí mi vocación, porque soy psicólogo, pero quería desde siempre ser amante y no lo supe hasta estar aquí. De golpe se asomaron hacia mí muchas serpientes de viento, y mis ojos encontraron mucho más de lo que les cuento. Era como coincidir con todas las confesiones de borrachera, todas de una sola. Sentí como si me robaran 1000 besos en 1000 vidas diferentes y siempre todo acababa en una brisa. Era entonces 8 o 9 de julio de 2020. Desde entonces, aunque extraño mi antigua hogar, Plateros me enamora. Esta es la crónica de un amante que, de forma retorcida, se enamoró de un lugar. Soy un animal de no olvidar, de no dejar, pero también quiero ser un animal de obstinar, de saber que dentro de la ciudad ora gris, ora peligrosa, existe un sitio como una flor abierta.
Hermosa flor de colores, recta y de líneas paralelas. Me obstino en saber que dentro de un entorno funesto hay siempre una meca de misterios esperando: es Plateros. Desde aquél encuentro de hombre y cielo, de aquél encuentro entre el Oriente y Plateros, lo entendí. Más grande que los hombres, más fuerte que las máquinas, este sitio es, una idea. No sólo grande por su estructura per sé, tan titánica. No sólo por la gente que vive aquí, este sitio igual que los pensamientos que generan las revoluciones, tiene el potencial de ser eterno. Sólo el paso del tiempo será testigo de Plateros, y aún si todo se derrumbara habría un Plateros sobre Plateros. Y mil más pues este sitio es una idea. Eterna flor de preguntar. Es la crónica de una duda, de saber qué hace un ser de oriente en la casa de todas las cosas, la Unidad Plateros, que vive jugando y haciendo todas suyas las cosas del tiempo. Era entonces 8 o 9 de julio de 2020.