3 minute read
Son de La Cascada
Isabel Flores Resulta que a veces el andar por los mismos caminos puede ser muy aburrido. Caminar a la calle Prolongación Río Mixcoac en la Unidad Plateros, abordar el camión, atravesar una zona con mucho tráfico, tanto que los autos casi se rozan entre sí, pasar por Mixcoac y llegar a avenida Insurgentes es una rutina diaria. Pero se aligera cuando se encuentran habitualmente a las mismas personas: la vecina, la amiga de la hermana, el conductor, y hasta los mismos estudiantes que se bajan a la altura de la preparatoria 8, donde se tiene un respiro y un reacomodo de pasajeros, porque como todo en la vida: unos bajan, otros suben y algunos más se cuelgan. “Disculpe ¿podría pasar mi pasaje por favor?” Y va la moneda de mano en mano hasta adelante, y otras pocas van de regreso hasta llegar a quien viaja en las escaleras recibiendo el aire matutino en plena cara. Normalmente todos ven con algo de sentimiento a quien va en el último escalón, por aquello de que se vaya a caer, pero a la hora de las prisas no hay forma ni misericordia para de cambiarle el lugar. A veces, en las horas que no es tan tirano el tiempo, se suben jóvenes a vender chocolates, a contar algunos chistes o a cantar desentonadamente con una guitarra vieja para recibir algunas monedas: “lo que sea es bueno, cualquier moneda me sirve, y si no, regáleme una sonrisa, que Dios la bendiga”. Recuerdo una ocasión en que se subieron dos jóvenes muy simpáticos y limpios del trayecto de Insurgentes hacia Plateros. Comenzaron prendiendo una pequeña bocina, y al ritmo de golpes entonaron un rap muy singular, compuesto en el momento, haciendo alusión a los pasajeros, el color de la ropa, la cara bonita de una joven, el humor del conductor, y a la mayoría de los pasajeros fueron poco a poco sacándoles primero unas leves muecas de simpatía, y al llegar a Mixcoac franca risa.
Ya por Periférico el público era de ellos. La mayoría les dio algunas monedas y algunos hubiéramos deseado que se siguieran hasta Plateros, por el buen momento que íbamos pasando, pero en la curva de los edificios E se despidieron y descendieron dejando un buen sabor de boca por su simpatía y facilidad de palabra. Ah, pero los prejuicios son malos consejeros. Bastó que un señor ya grande que iba sentado casi hasta adelante soltara la sentencia: “yo los conozco: son de La Cascada.” El ambiente se rompió, la señora de junto alzó las cejas, y la sorpresa de otro más que iba enfrente también fue evidente. Ya casi con expresión de lástima voltearon a donde se habían quedado los jóvenes, que iban desapareciendo lenta y simbólicamente de la vista (porque el camino ahí es una pendiente hacia arriba), en lo que conocemos como el “triángulo”. Fue muy evidente el cambio de la percepción de la imagen que se habían formado de ellos unos minutos antes. Lo más triste es que sí, los estigmas pesan mucho, no basta con vernos de frente, entendernos o sonreírnos, las barreras mentales son más grandes que los muros de piedra, tan pesada como la barda que divide la Unidad Plateros de La Cascada, y que en una parte es la misma que perteneció a La Castañeda. Quizá por eso me he encontrado varias veces con personas que me dicen: ya me cambié a Plateros, cuando en realidad solo viven cerca de la unidad, como si estar dentro de, estuviera mejor que fuera de, sin posibilidad de un entendimiento sin fronteras.
Advertisement