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La literatura y la música resuenan con los indigenismos antillanos

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La literatura y la música resuenan con los indigenismos antillanos

La naturaleza antillana está poblada de flora y fauna nombrada por las palabras de origen indígena antillano. La supervivencia de estas palabras está ligada a la de su medio natural y al conocimiento que las generaciones futuras tengan de este entorno. Pero los indigenismos taínos y caribes dieron el salto desde muy temprano a las creaciones literarias. Desde la lengua cotidiana de los hablantes pasaron casi desapercibidamente a las crónicas históricas o a las comedias y poemas barrocos. Y ya no tuvieron vuelta atrás. Desde los siglos XVI y XVII, que las vieron afianzarse léxicamente en el español, han recorrido nuestra historia cultural hasta nuestros días; y no solo forman parte de la historia cultural dominicana o caribeña, sino de la de todos los países que hablan español.

A partir de la Independencia de la República Dominicana vemos surgir las obras fundacionales de la literatura dominicana. Todas ellas se hacen eco en sus páginas de la vigencia de los indigenismos. El montero, de Pedro Francisco Bonó, publicada en 1856, considerada la primera novela dominicana, nos acerca a la vida rural:159 «Saberlo y montar a caballo todo fue uno; prometió a su madre volver pronto, y llegó al bohío al tiempo que María estaba en el conuco».

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Son innumerables las apariciones de los indigenismos en la novela histórica e indigenista por excelencia entre los clásicos dominicanos, Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván, publicada en 1870: «Camacho estaba habitualmente en el pueblecillo indio, donde vivía a sus anchas, como un filósofo; metido en su hamaca, fumando su cachimbo, enseñando a rezar a los niños, y fabricando toscas imágenes de arcilla, que él llamaba santos, y por la intención realmente lo eran».161

No solo la prosa incluye palabras indígenas caribeñas; también las leemos en la poesía de Salomé Ureña, especialmente en su extenso poema Anacaona:

Del tronco de los árboles su hamaca vaporosa allí colgó a los hálitos del aura rumorosa, y del reposo blando las horas deleitando la tribu improvisábale el rústico batey; y del cemí benéfico en el altar sagrado depuso las riquísimas ofrendas, prosternado, que el dios grato acogía hasta que en triste día la predicción fatídica temblando oyó la grey.162

En la última década del siglo XIX las palabras indígenas se entrelazan con la narración costumbrista en las Cosas añejas de César Nicolás Penson: «En eso acertaron a pasar unos vecinos que iban al río a hacer sus compras a los campesinos que traen por las tardes en sus canoas las cañas de azúcar, la yerba, el carbón, víveres, cazabe, conservas y otros dulces y productos así para el abastecimiento de la ciudad».163

Una ojeada a la literatura dominicana del siglo XX demuestra cómo sus obras siguen reflejando la variedad del español que se habla en la República Dominicana, especialmente su riqueza léxica, caracterizada, entre otros aspectos, por la pervivencia de voces indígenas prehispánicas. Basta recorrer las páginas de la novela La sangre, publicada por Julio Cestero en 1915, para encontrar innumerables voces ancestrales: guásima, pitahaya, yarey, catibía, ceibo, copey, macuto, maquey, nigua, yarey. 164 La cercanía a las raíces rurales y campesinas de la ambientación de los cuentos y novelas de Juan Bosch los convierte en caja de resonancia de innumerables palabras indígenas vinculadas con el medio natural: cajuil, caimito, capá, cayo, cigua, barbacoa, bejuco, mamey, maguá, cabuya, higüera. 165 Desde los cuentos de Hilma Contreras (cigua, guayar, macanazo, túbano)166 o René del Risco (hamacarse, guaraguao, higüera)167 a las publicaciones de la narrativa contemporánea de Ángela Hernández (nigua, jaiba),168 Jeannette Miller (cocuyo, comején, cuaba, guanábana, yagua)169 o Pedro Antonio Valdez (macuteo, cabuya, güiro).170

La literatura tiene su materia prima esencial en la lengua. Los grandes escritores saben extraer todo lo que la lengua tiene que ofrecerles para crear una obra de arte. Con la lengua se transforman en paisajistas, para recrear ambientes y espacios que llegan incluso a convertirse en protagonistas; gracias a la lengua vemos surgir de los relatos personajes que cobran vida y nos hablan desde las páginas. Nada de esto sería posible si el escritor no fuera capaz de conservar la vitalidad y la historia de las palabras sobre el papel. La vitalidad y la historia de los indigenismos antillanos aparece por doquier en las obras clásicas de la literatura dominicana.

La vida de las palabras indígenas que se adoptaron en la lengua española no solo brilla en la literatura culta. Estas palabras ancestrales, que caracterizan el español domicano y el de otros pueblos caribeños, también aparecen en la música tradicional. En las letras de merengues y bachatas suenan voces que las vinculan con las raíces más auténticas de la cultura popular; desde las composiciones más

tradicionales a las más actuales; desde las de raigambre popular a las de autoría reconocida. Las letras de Alcedito Ureña con las que se prende este perico ripiao:

El merengue nació rico, eso no es cosa de ahora; y sus instrumentos son acordeón, güira y tambora.

Se murió Martín en la carretera, le prendieron cuaba porque no había vela.

La conmovedora Siñá Juanica del puertoplateño Félix López Kemp:

Se me muere el niño, tiene tos ferina y no tengo cuarto pa la medicina. Una curandera que hay en el batey me dice que lo cure con rompezaragüey. Para terminar con el infeliz me lo quieren bañar con ají tití.

El jocoso «Comején» de Wilfrido Vargas:

Mi mujer ya me está consumiendo; destruye como el comején mis sentimientos. Comején me está cayendo. Comején me está comiendo.

O los merengues de Juan Luis Guerra, que han llevado la música dominicana por excelencia más allá de las fronteras de las Antillas y con ella, prendidas de sus letras, las voces prehispánicas que el español dominicano adoptó muchos siglos atrás y que siguen formando parte de nuestro patrimonio cultural más valioso:

Ojalá que llueva café en el campo, que caiga un aguacero de yuca y té, del cielo una jarina de queso blanco y al sur una montaña de berro y miel. Ojalá que llueva café en el campo, peinar un alto cerro de trigo y mapuey, bajar por la colina de arroz graneado y continuar el arado con tu querer. Ojalá el otoño en vez de hojas secas vista mi cosecha de pitisalé. Para que en el conuco no se sufra tanto, ay hombre, ojalá que llueva café en el campo.

Voy a bajar por los yayales en una yagua de tul, voy a pintar los manantiales con óleos de cielo azul.

Voy a prender tu cariñito como cocuyo en el mar y voy a hacerte un traje de novia con hojas del platanal.

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