1997
100 años de una pasión
Antón y Fiz brillan en la cuna del maratón Conversación en la carretera que une las planicies de Maratón, escenario de la legendaria batalla entre los atenienses y los persas durante el inicio de las Guerras Médicas, y el estadio Panathinaikó de Atenas, sede de los primeros Juegos Olímpicos modernos: - “Abel, ayúdame a tirar, colabora conmigo”. - “Martín, llevamos al tercero muy lejos por detrás. No es necesario correr tan rápido. Yo tengo que hacer mi carrera, compréndeme”. Sucedió pasado el kilómetro 30 del maratón del Campeonato del Mundo de Atenas. Aquel tórrido 10 de agosto de 1997, Martín Fiz y Abel Antón marchaban claramente en cabeza y ambos intentaban jugar sus cartas. El corredor vitoriano intentaba tirar muy fuerte y despegar a su ya único rival, sabedor de que el soriano tenía un final más veloz. Mientras, el corredor soriano manejaba otras bazas: intentar aguantar y decidir al final. Y en esa lucha entre el vigente campeón mundial y europeo de maratón y el medallista de oro continental en 10.000 metros, triunfó Abel Antón, galgo veloz, pero también resistente. Todo comenzó a las 8:05 h., con 28 grados de temperatura y 108 atletas en la línea de salida, de los que el 35% no llegaría a la meta. Por delante les esperaban 42.195 metros de sufrimiento. Resumiendo: calor inmisericorde y carretera apenas sin sombra, con una subida constante hasta el kilómetro 20 que después se agudizaba hasta el kilómetro 33, y con los últimos nueve de descenso. Entre medias, escaramuzas diversas con Roncero como uno de los protagonistas (el paso por el medio maratón estuvo en 1h07:08). Hasta que en el kilómetro 29 se quedaron solos Fiz y Antón, con el vasco tirando siempre (1h36:04 en el kilómetro 30, 1h51:40 en el 35 y 2h06:46 en el 40, con un parcial en este tramo de 15:06). Y sin recibir relevos del soriano. Hasta que a falta de unos 400 metros llegó el tirón seco de Abel Antón al que Martín Fiz no puede responder, consciente de que el oro se le escapa y de que ya tiene la plata, porque el siguiente corredor, el australiano Steve Moneghetti, venía casi un minuto por atrás.
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Antón llega a la meta situada en la célebre pista de asfalto negro y es recibido por una banda de músicos vestidos de rojo. Corona de laurel en la cabeza. Abrazo con Martín Fiz: “No tienes por qué disculparte, Abel, tú has hecho tu carrera”. El equipo español da la voz de alerta a los médicos: “¡Atención a Roncero, que viene muy mal!”. El madrileño termina en la sexta plaza, destruido físicamente. Y, en el frío túnel de piedra que da acceso al estadio de mármol, acaba siendo atendido por los doctores en medio de una escena dantesca donde todos los corredores que van llegando a la meta no pueden ni sostenerse de pie. Gloria para Antón, que dos años después iba a coronarse de nuevo en Sevilla. Gloria para el equipo español que se llevó la primera Copa del Mundo, que consiguió el primer doblete de la historia y que iba a ser recompensado con el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes de 1997 otorgado a Abel Antón, Martín Fiz, José Manuel García, Fabián Roncero, Alberto Juzdado y Diego García. Y gloria en un estadio mítico de mármol blanco del Monte Pentélico, donde resuenan desde siempre y para siempre la historia de Filípides y los pasos de Spiridon Louis, el primer campeón olímpico de maratón allá por 1896. Pero Abel, en la euforia del momento y apoderado por el gen de los verdaderos campeones, suavizó la leyenda de su triunfo: “Me daba igual terminar en este Estadio o en otro. Sólo quería ganar”. Tiempo después, con la calma y la pausa que terminan dibujando las leyendas, el gran campeón soriano sintió en su justa medida lo que simboliza para un maratoniano vencer en Atenas.