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Paola Huacanés Chávez
Quito - 1988
Mi niñez estuvo marcada por un ambiente en donde la música fue un factor determinante; sin embargo, yo sentía la necesidad de explorar otra fuente del arte. Así nació el gusto por la literatura. Imaginar, compartir, vivir y ahora crear (o al menos intentarlo) universos paralelos que permitan comunicar algo al resto. Escribir es una forma de desfogar lo que duele, lo que alegra, lo que incomoda, lo que se anhela, lo que se esconde; escribir es descifrar, quién soy.
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Resignación
El cacique ha muerto. Dos niños y seis mujeres son suficientes para que lo acompañen en su retorno. Las miradas perdidas denotan la fe en el jefe supremo. Atontados con chicha sagrada y arrullados con los cánticos monótonos se adormecen, sin sospechar que más tarde rasguñarán desesperadamente por leves segundos la tierra.
Lo han vestido con hermosos ajuares que llevan incrustaciones de oro y plata; narigueras y aretes cubren su cara, por lo que no queda espacio para mí. Me han dejado sobre su pecho.
Ha comenzado la espera. He sentido despojarse las carnes de los esqueletos, pero no he presenciado su espíritu. Él no me ha vuelto hablar. He desarrollado una especie de ubicuidad limitada, pues escucho lo que pasa fuera, a veces las voces se aglutinan y me aturden, la tierra que cubre mis ojos enceguece. El tiempo pasa lentamente, quizá sean siglos desde que nos depositaron al fondo de esta tola…
Intensos bramidos despojan la sempiterna calma de las residencias mortuorias. Unas enormes fauces metálicas devoran a su paso la tierra seca. Se acercan y anhelo tener extremidades para huir antes de que me consuman. La luz hiere el opaco repujado de mis ojos y en medio de esa
confusión pienso que ser destruida, tal vez, sea lo mejor. Pero no, aún no es mi hora, las vasijas se resquebrajan, fémures y cráneos saltan en una atolondrada danza y yo, apenas raspada la barbilla reposo en aquel montón de escombros.
Hay conmoción en la gente. Han gritado que paren las máquinas. He escuchado sus voces por cientos de años, he aprendido la mutación de su lenguaje, pero desconozco sus caras y vestimentas. Sus rostros ya no son los mismos, parece que les hubiesen extirpado su esencia; solo les quedan los pómulos salientes y sus ojos rasgados.
La angustia vuelve. Uno de los hombres a quienes llaman huaqueros me ha cubierto con un trapo; sin embargo, mis dorados párpados intentan abrirse. Vibro entera ante el contacto de mi creador. Era muy joven cuando los dioses le revelaron su poder. Tenía impregnado en sus manos el arte divino de tallar. Lo llamaron Duguinagüi: el hacedor de máscaras. Cada noche recibió de ellos las instrucciones precisas para forjarme. Fueron algunos meses en los cuales las visiones le dictaron cada detalle, cada símbolo que impregnó en mí, con piedra y sangre…
Llegamos a su casa. Me descubre con delicadeza. Reconozco sus manos, manos que en el pasado parían barro, tallaban metal, extirpaban enfermedades, se convertían en alas para alcanzar el plano celestial; manos que ahora, solo son extremidades sudorosas, un poco torpes y manchadas por la codicia.
Tiempo y espacio se suspenden vertiginosamente en un delgado hilo de memoria. Está a punto de soltarme, pero mi fortaleza es mayor a la de él. Imágenes se agolpan en su mente, tal vez pesadillas, quizá vidas pasadas. Intento hablarle como en los viejos tiempos, pero se ha vuelto sordo, me deja sobre la mesa y en estado casi hipnótico se recuesta un momento.
Las casualidades no existen. Sé que ésta es mi última oportunidad de volver a la vida, despertar al poderoso cacique, combatir esos monstruos que cambian a sus ancestros por templos que llaman edificios y se elevan hasta el cielo.
Aún recuerdo el lenguaje de los dioses: el lenguaje de los sueños. Invoco al jaguar y la serpiente y, como ellos, en gran sigilo, adquiero esencia etérea para irrumpir en mi creador.
—Escucha Duguinaui, gran hacedor de máscaras, los dioses te reclaman, muda de piel, muere y renace —susurro una y otra vez.
Entonces, el hombre se visualiza completamente desnudo. Todo su cuerpo palpita en posición fetal. De él emanan enormes raíces, las mismas que sostienen el más hermoso árbol jamás visto. Su cuerpo se diluye y, como la savia, asciende por el descomunal tronco. Al llegar al lugar más alto de la copa, una ráfaga de viento cálido lo envuelve y se convierte en ave. Sus enormes alas se despliegan, su vuelo puebla los tres mundos y entonces despierta sudoroso y aturdido.
Se acerca a mí, me pone a la altura de su rostro tratando de descifrar el sueño que le atormenta todas las noches.
Le veo salir de casa. Después de unas horas, regresa con un hombre de extraña apariencia. Su piel blanca, cabello dorado, ojos azules, me resultan ajenos. Saca extraños instrumentos y me analiza una y otra vez; entrega dinero a Duguinaüi, me empaca en una maleta, al parecer en un compartimento secreto, y salimos del lugar.
Camino al aeropuerto nos desvían, los dioses lucen resignados al pie de un enorme rótulo que sentencia:
LAS MOLESTIAS DE HOY SON EL DESARROLLO DEL MAÑANA.