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Isabel Guanín
Milagro – 1996
Sus escritos nos trasladan a sitios del pasado en los que trata de recuperar tiempos perdidos para condensar el dolor y satisfacción de dos épocas con rasgos muy profundos y poéticos que gracias a su habilidad narrativa logran contener la sencillez, destruyendo y reconstruyendo los sentimentalismos absurdos que la rodean. Una escritora que se deja conocer.
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Vegeta-ciones
La luz anaranjada del crepúsculo se filtraba por las hojas de un melancólico mandarino. El viento fragante del verano hizo que algunos de sus frutos golpearan la tierra provocando un ruido amortiguado.
Julieta se paró sobre el tonel que estaba en el viejo silo de la quinta para mirar al árbol. Siempre le atrajo y a la vez desagradó el raro magnetismo que éste poseía, era tan pequeño y solitario, tan lleno de secretos y oscuridad. Con una mueca desdeñosa, apartó sus ojos del mandarino y los dirigió a las nubes que permanecían sospechosamente quietas en un atardecer que se perdía como arlequín iridiscente tras las montañas.
De pronto, el terror de ver al tío Eduardo le descargó alfileres por todo el cuerpo. Estaba lista para huir; sin embargo, permaneció inmutable, estaba acostumbrada a sentirse acosada por el miedo. Acarició temblorosa el pequeño marco de la ventana y un sollozo gutural avanzó por la oscura humedad del silo. Bajó del tonel y se sentó en la tierra. Sus ojos se congelaron en la proyección que la luna reflejaba sobre la pared de enfrente y pensó en su incapacidad para abandonar ese lugar, en la resignación con que dejaba ir los días, en el misterio de su falta de hambre, sed y sueño, pero, sobre todo, en el lúgubre miedo que sentía hacia su tío.
La luna dejó de emitir luz, brumosidades absorbentes empezaron a devorar el lugar, una niebla lúgubre, negra como el hollín, fragmentaba el espacio. Julieta se adormeció y sus pensamientos se ennegrecieron para dar forma a una realidad adimensional y ciega. En sus entrañas, se filtró una sustancia verdosa, que salía de los pulmones y el hígado, atravesaba sus órganos lentamente e instaló en el estómago su nido, donde se compactó formando un abrojo. Lentamente, se abrió paso desgarrando el esófago, la garganta, presionando la tráquea y haciendo que las arcadas incesantes no la dejen respirar. La niebla negra le cerró los ojos y cayó dormida con la certeza de la muerte en la garganta.
Julieta recordó la tarde en que su realidad se distorsionó. Corría por un valle luminoso, su vestido azul reflejaba los rayos anaranjados del sol, su cabello se enredaba con el viento, era como otro ser, como una extensión autónoma de sí misma. Saltaba bajo el mandarino y, a ratos, se detenía a contemplar los frutos caídos a su alrededor. Su cabello volaba como una cometa y, en un inexplicable movimiento, se enredó fuertemente en las ramas más bajas del árbol.
Julieta regresó del recuerdo adolorida en el alma más que en las entrañas. Trató desesperadamente de respirar, pero no consiguió; apenas un hilillo de aire logra filtrarse hacia sus pulmones. Su mandíbula se abrió aterradoramente, casi hasta desencajarle el rostro. Finalmente, una cosa maléfica abandonó su cuerpo y rodó por la oscuridad del silo.
Despertó, su cuerpo estaba tirado, un sabor asqueroso y un chorro de baba le invadían la boca. Levantó despacio la cabeza y se encontró con la claridad de la luna. Apenas pudo diferenciar sus manos. Estaba mareada, como el día del accidente del árbol. Regresó desde un lejano túnel a la consciencia, a la realidad, nunca pudo ser la misma después de aquello. Tuvieron que cortarle el cabello para desenredarla del árbol y nadie volvió a hablarle. El tío Eduardo a veces la miraba, Julieta lo rehuía.
Él era un ser oscuro. Cuando hablaba, siempre lo hacía para sí mismo y varias veces lo encontraban en los lugares más extraños de la quinta, perdido en abstracciones durante días, con la mirada congelada en un punto indeterminado del espacio, como tratando de encontrarle un sentido a su
existencia. Era como si contemplara todo desde una esfera indescifrable para los demás mortales.
Un día en que Julieta se quedó dormida junto al mandarino, el tío Eduardo se acercó, llevaba una sotana negra y una especie de cofre plateado que presionaba nerviosamente entre las manos, se arrodilló junto a ella y empezó a recitar frases inteligibles mientras dibujaba en el aire extraños signos con sus huesudos dedos. Ella, consciente de lo que ocurría, no podía levantarse. Logró abrir los ojos y observó que las hojas del mandarino no se movían a pesar de que enormes ráfagas de viento hacían que el pelo del tío azotara contra su cara. Él la miró por primera vez a los ojos y, mientras acercaba el dedo pulgar a su frente, dijo:
―Ahora serás como nosotros.
Regresó de sus memorias con un sollozo reprimido, destinada a vivir una realidad oprimente y absurda.
El amanecer profanó la oscuridad del silo. Julieta clavó su mirada en el bulto que salió de sus entrañas, lo tomó temerosa entre sus dedos y tuvo la certeza de que debía asomarse a la ventana para conocer la verdad.
Se paró sobre el tonel y vio a su tío metido entre las ramas del mandarino, con las manos extendidas hacia abajo, sujetando una soga, esperando la llegada de la pequeña niña de vestido azul. A cada salto, su cabello rozaba más de cerca las ramas bajas del mandarino a la vez que tocaba las manos inmundas del tío Eduardo que, como una víbora infalible en su ataque, la agarró por el cuello y tiró frenéticamente de la soga como si de riendas se tratase. Tenía la mirada inyectada de placer y la expresión del deber cumplido. Con un rictus de locura esperó que la pequeña dejara de moverse y tomó esos dulces cabellos para amarrarlos al árbol. Julieta se quedó congelada en el tiempo, con los zapatitos blancos sin volver a tocar el césped, meciéndose con la brisa que acompañaba al crepúsculo mientras las mandarinas del árbol caían como lágrimas.