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Samanta Andrade Moreno

Riobamba - 1994

Para el estado:1722533559 Para el amante: “es como si por dentro estuviese llena de mariposas” Para el enemigo: “un común de los mortales” Para el hermano: “casi todas las respuestas” Para el amigo: “permanentemente recordatorio de sueños…” Para el ajeno: “síntesis impostergable” Para el reflejo: yo soy el Otro

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Los Cazadores

Hoy, jueves 12 de enero de 2017, a las 5h00 am, ha sido detenido un miembro de la banda de “los cazadores”, acusados del asesinato de Amelia Monsalve y de un conjunto de secuestros y agresiones a mujeres jóvenes que posteriormente eran abandonadas en las laderas del volcán Pichincha.

Amelia abandonó a Ignacio tras cinco años de relación. Todos la conocíamos: era bonita y le gustaba vestirse con unas falditas cortas, casi infantiles, que contrastaban con la mirada lúbrica que nos enviaba de vez en cuando a Juan Pablo y a mí.

—¡Después de todo lo que he hecho por ella! Seguro tiene a alguien más esa zorra, alguna de sus amigas la debe estar convenciendo de dejarme —vociferaba Ignacio tras la octava botella.

El sabor agridulce del alcohol comenzaba a contagiarme de rabia. Isabel, mi ex novia, rondaba otra vez por mi cabeza. Supongo que a Juan Pablo le pasó algo parecido. Fue él quien propuso la visita de esa noche.

—Amelia, mi vida, hablemos… ¿podemos vernos en el bar de siempre? —la voz lastimera de Ignacio debió convencerla.

En el auto y cubiertos con pasamontañas, esperamos impacientes a que saliera. Media hora después, la vimos bajar las escaleras. Estaba guapísima, como para restregarle a Ignacio el haberla perdido. Nos abalanzamos sobre ella. Mientras Ignacio le tapaba la boca, yo aproveché para sentirle los muslos calientes camino al auto. Juan Pablo, algo atontado, conducía rápidamente.

—Puta —escupió Ignacio sujetándola del pelo—, para que aprendas a valorar lo bueno.

Amelia no atinaba a defenderse, era toda lágrimas y balbuceos. Cuando la dejamos en ese terreno, parecía estar a punto de orinarse. Juan Pablo abrió la puerta y ella cayó sobre el césped. Me pareció que rodó unos metros por la ladera, seguramente desmayada de miedo.

De vuelta en casa de Ignacio, conversábamos entre risas sobre lo ocurrido. Podía sentir la adrenalina corriendo por mi cuerpo. Juan Pablo parecía menos divertido.

—Quita esa cara de mierda ¿o es que no te gustó? —le dije al terminar la noche.

Amelia pasó varios días en cama, no paraba de llorar y apenas podía dormir. Lo supimos porque una amiga suya había reclamado a Ignacio, amenazando con denunciarlo. Sabíamos que no tenía pruebas, así que no nos preocupamos.

Días después, Isabel cometió el error de ignorarme. La detuvimos saliendo de la Universidad, esta vez sólo Ignacio y yo. Juan Pablo se declaró marica al rechazar la invitación. Isabel intentó soltarse cuanto pudo. Comenzó a patalear e intentó morderme, por lo que tuve que noquearla con un golpe certero en la frente. Siempre me gustó verla dormida.

Después, detenernos fue más difícil. Fuimos portada de El Extra por tres semanas seguidas. Nos llamaban “los cazadores”.

Si bien, al principio la lección fue para las putas cercanas, de a poco dejó de importarnos quienes eran. Si veíamos a alguna chica caminando

sola demasiado tarde, era como un llamado. Lo nuestro era casi un servicio, un susto bien merecido a tanta mojigata de esta ciudad.

Alrededor de un mes más tarde, Amelia volvió a la Universidad. No hablaba con nadie y sus padres iban a dejarla y recogerla. Ignacio llegó encolerizado, la había visto encontrarse con Juan Pablo cerca de Arquitectura.

—Así que por eso el hijueputa no quiso salir de nuevo. Siempre supe que Amelia quería tirárselo… pero va a aprender, esta vez tenemos que hacerlo bien.

Ignacio estaba fuera de sí. Cuando bajamos del auto, no dejó que me acercara. Lo vi golpearla con furor en el suelo. Amelia se quejaba llamando desesperadamente a Juan Pablo.

—¿Qué no sabes que fue él quien te trajo aquí la vez anterior? Tu nuevo noviecito propuso el madrazo de hace un mes, estúpida. Y ahora pretende cuidarte de nosotros. Es él de quién debiste cuidarte.

Estuve a punto de irme, avancé un par de metros, pero me ganó el temor de que a Ignacio se le fuera la mano. Cuando volví, él seguía pateando desaforadamente el cuerpo hinchado. Lo empujé y me acerqué al desfigurado rostro de Amelia, intentando escuchar su respiración.

—La mataste idiota, ahora ¿qué vamos a hacer?

Ignacio no respondía, miraba el horizonte como anonadado. Con un enorme esfuerzo lo arrastré hacia el auto y conduje lo más rápido que pude montaña abajo. Al llegar al peaje, aparqué a un lado de la carretera.

—Tenemos que irnos lejos Ignacio, ya no podremos volver. Por ahora, lo mejor es escondernos, pasar aquí la noche hasta calmarnos ¿me estás escuchando? Maldita sea dime algo.

Ignacio estalló en llanto, no paraba de repetir que se lo merecía.

—Ella se lo buscó, sólo tenía que haberse quedado tranquila, calladita… Ir a meterse con Juan Pablo, debió saber que algo malo le pasaría —dijo antes de quedarse dormido.

Al despertar, tenía la sensación de estar en un mal sueño. Prendí la radio, esperando la noticia del asesinato de Amelia, pero no había nada. Pasé por todas las emisoras, mucha crónica roja, pero nada sobre Amelia.

—Ignacio, ¡mierda levántate! Estás lleno de sangre. Necesitamos conseguirte ropa. Déjame ver si encuentro algo en la cajuela. ¡Muévete, chucha!

Aún con la sensación de somnolencia, conduje por la carretera. Ignacio dijo que tenía un tío en la costa que podía alojarnos un par de días.

Hoy se cumplirá un año de ese viaje. A Ignacio lo dejé con su tío. Pasé allí la noche intentando tranquilizarlo y partí en cuanto pude. Tres días después, me llegó la noticia de su muerte. Según me contó su tío, Ignacio había bebido demasiado y, antes de que pudieran detenerlo, saltó al río. No voy a decir que lo lamenté demasiado.

Las primeras semanas escuchaba anuncios sobre la búsqueda de “los cazadores” pero, sabiendo cómo es la justicia en este país, poco a poco dejé de tener miedo y reanudé mi vida. Lo único que me impedía dormir tranquilo era pensar en Juan Pablo. Sabía que ese cabrón nunca me dejaría en paz.

A. NIA

—Ania, ¿quieres escuchar la historia otra vez?

—Tu nacimiento causó un revuelo abrumador, ¡una niña sin corazón! Aún conservo el periódico con esas letras enormes y la foto de tu cuerpecito hueco. Vinieron muchos doctores, nadie podía explicarse que siguieras viva. Según me dijeron, era mejor dejarte crecer así. Tenían miedo de intervenir y acabar contigo.

¡Estuve tan asustada! Verte con ese agujero en el pecho fue una pesadilla, pero la solución no tardó en llegar. Lo encontré aquí, en el patio, mientras acumulaba hojas secas. Un diminuto gorrión agonizante. Cuando lo tuve en mis manos, ¡me recordó tanto a vos! Fue inevitable pensar que aquello era lo que te faltaba. Corrí a tu habitación. Llorabas fuertemente. Te puse en mi regazo e inserté despacio el ave en tu pecho.

Ya han pasado 18 años desde entonces y has crecido tan bien, sonriente, fuerte, ¡llena de vida! Mi Ania preciosa, ven, quiero escucharte latir. No has tenido molestias ¿verdad? Tu corazón crece igual que tú, ¡qué maravilla!

Mañana celebraremos tu cumpleaños antes de que te marches, nunca pensé que querrías un viaje como regalo. ¿Segura de que no quieres que vaya contigo? Me preocupa que no te puedan entender.

—Bien. Ya tengo todo preparado. Tus maletas están listas. No hagas caso cuando lloro, ya sabes que soy así. Ahora, ve a dormir. ¡Espera! Un beso más, mi querida Ania.

Despegué mis labios mirándola con anticipada nostalgia. Mientras avanzaba hacia el cuarto comenzaron las convulsiones, sus alas moviéndose violentamente, sus pequeñas garras escarbando con desesperación. El dolor fue insoportable… Miré mi pecho y me invadió una pulsión de muerte. ¡Ya no estaba! Siguiendo las huellas de sangre que había dejado a su paso lo encontré tieso y horrible.

—¡Maaaaadreeee! —Me tapé la boca con las manos. No puede ser… por primera vez, ¿hablé?

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