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William Alvarez

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Gabriela Pinto

Gabriela Pinto

Loja - 1995

Tras el fugaz telón de una noche furtiva, la vida y la muerte hablaban con sombrías voces, como el respiro de su inocencia dividida en siglos, la sombra y el deseo flotaron. La sombra en la noche, el deseo en la dama siniestra que pronto se llamó vida. He aquí el resultado del beso entre la bendición y el hacha, del roce de la caricia sombría y de la nevada invernal. La atracción por el delicado silencio de una existencia bajo los cielos tormentosos y las manos frías, que se desprende de un título y una visión demasiado evidente, como en las olvidadas historias de antaño.

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Sueños junto a la ventana abierta

Fue una noche de frenéticas sensaciones. Caminé en silencio atravesando un callejón abandonado, inmerso en mis pensamientos y presentimientos de familiar naturaleza. De repente, los demenciales gritos sumados a sonidos metálicos, llamaron mi atención hacia una vivienda colonial. Vi sombras en una de las ventanas abiertas. En otras circunstancias, me habría detenido a pensar, pero aquella noche solo derribé la entrada y subí las escaleras hasta la segunda planta.

Me encontré bajo una lámpara antigua encendida en una espaciosa sala con sillones de terciopelo rojo y cuadros de extrañas criaturas del folklore local. Estaba desierta, sin indicios de presencias vivientes a excepción de las sangrientas marcas de la pared que goteaban hasta el piso, donde habían enterrado tres gruesos clavos en forma triangular. Llegué a imaginar una crucifixión y un posterior retiro del cuerpo.

Vi huellas de sangre dirigirse hacia una vieja puerta que se abrió lentamente mientras me acercaba. De ella surgió una vieja alta, vestida con ropas de dormir. Su rostro reflejaba la locura de una desesperada mujer enfrentada ya a la muerte y a la culpa. Vi heridas abiertas en sus manos y pies, además de las magulladuras en su cuello. Me pidió que ayudara a su hija antes de saltar por la ventana, dejando atrás un tenue resplandor azulado.

En efecto, alguien lloraba y pedía clemencia tras la puerta. Cuando traté de entrar, la fuerza de un hombre me detuvo con sus largos brazos. Su extraño olor se quedó impregnado en mi existencia. Fruto de la desesperación, lo maté.

No estoy seguro de qué métodos usé. Si existieron, ya han desaparecido de mi mente. Lo único que recuerdo es haber salido a la calle, desde donde pude escuchar los últimos quejidos ahogados de la mujer, seguidos de raudos golpes y un grito exagerado. Hui inmediatamente.

Aquella noche no pude dormir. Me dolían la cabeza y el cuerpo, como si hubiera recibido una paliza. A la mañana siguiente, según la noticia publicada en el diario local, habían asesinado a una joven y a su madre. A esta última la habían crucificado rompiéndole las piernas; su cuerpo se encontró en la habitación contigua a la sala, junto a los restos de una joven ultrajada y destrozada. De acuerdo a los testigos, un hombre entró a la casa cerca de medianoche y minutos después salió en una alocada carrera. Entre crueles ataques nerviosos, comprendí que la descripción del hombre coincidía conmigo: era sospechoso del asesinato.

“Un fanático religioso y un demente”, sobresalía en uno de los párrafos. Yo había matado solo a un hombre. No sé las razones, quizás fue el miedo a la condena lo que me llevó lentamente a perder la cordura, para sumergirme en indicios de una demencia impensada. Me escondí por algunas semanas intentando huir de la culpa y deseando encontrar una explicación lógica a los hechos. La vieja había saltado, la caída debió matarla. Y aquel hombre, estaba seguro de haberlo asesinado. Pero seguramente no estuvo solo. Otro debió extirpar la vida de la joven mujer. Tal vez él se llevó también el cadáver de su compañero.

Mi inquietud creció día a día y la soledad turbó aún más mi enfermiza memoria. Si la cordura tenía algunos principios irrefutables, poco a poco se tornaban más míseros y menos lógicos. Tolerar aquellas cosas me condujeron lentamente hacia circunstancias de naturaleza inconcebible. Me invadió la fiebre, fruto de mis preocupaciones, la demencia y el hambre, lo que provocó que mi mente se tornara oscura y confusa.

Comencé a experimentar anómalas vivencias. Viajaba entre bosques y llanuras imitando a extraños seres que veía. Me arañaba con cualquier cosa que consideraba peligrosa y cada noche, antes de dormir, me convencía del efecto diabólico de aquella casa y los sucesos de los que había formado parte. Llegué a un extremo estado de languidez y lejanía. No lograba comprender los límites del mundo que había visto antes y el que veía ahora.

Pasados tres meses, ya consumido entre la ausencia de la cordura y la visión humana deliberada, decidí regresar. A mis ojos febriles todo parecía haber cambiado: la ciudad era un conjunto de callejones y paredes mohosas, de luces temblorosas y sombras humanoides. Intenté no llamar la atención hasta llegar a aquella casa. La ventana aún seguía abierta, pero sin ninguna luz. La puerta había sido restaurada y asegurada con gruesas placas de hierro. Me sorprendió que intentaran proteger así la entrada, dejando la ventana abierta. Aunque seguramente no era más que otro resultado de mi ausencia de claridad.

Esperé a la media noche y entré en la habitación. Estaba sola y oscura. Vi los clavos y las manchas en la pared, los sillones reacomodados y la entrada a la habitación contigua, que también había sido asegurada con hierro. Entre sardónicas expresiones, caí dormido en un sillón junto a la ventana. No experimenté sensación de sueño, sino una proyección distorsionada del mundo. Me rodeaba un aire noctámbulo, con los pies apoyados en una superficie incorpórea. Era un vacío sin forma, con sonidos flotantes de hipersensible efecto. Escuchaba risas histéricas, expresiones burlonas, los gritos desesperados de una mujer mientras golpeaban el hierro, las ahogadas súplicas que eran interrumpidas por carcajadas guturales y chillidos aberrantes, el castañeteo de algún ser que se movía con rapidez.

Escuché una puerta abrirse lentamente, un palpitante cuerpo siendo arrastrado, los forzados gimoteos, un golpe seco en el suelo y pasos apremiantes hacia la puerta que no veía. Un fuerte impacto se escuchó en algún lugar seguido de rápidas pisadas subiendo las escaleras. Entonces abrí los ojos. La habitación se materializó, el suelo, los sillones, los cuadros de la pared aparecieron lentamente como una fotografía manchada a la que se retira sus impurezas. La ventana estaba abierta y pude ver en la lejanía los arreboles y fugaces destellos iridiscentes de un horizonte, que

en un instante mutó a un cielo tormentoso. Ahora, las huellas en la pared eran recientes, adornadas por clavos que desprendían un negruzco vapor nauseabundo.

Al principio no comprendí lo que sucedía, hasta que el extraño olor de un hombre comenzó a sentirse en el ambiente. Escuché ruidos familiares tras la puerta. La primera vez habían tenido un efecto cáustico y maldito. Ahora, mi existencia estaba apiñada a presencias diabólicas. Las podía sentir con los ojos fijos sobre mí, diciéndome que siempre me habían estado observando.

Desde la puerta, se manifestó un ser antropomorfo. Tenía la carne pálida, moteada de manchas negruzcas y poros ardientes. Sus extremidades desproporcionadas se arrastraban con toscos movimientos. Sus brazos alcanzaban las paredes y el techo, arañándolos con retorcidas garras metálicas. De sus tobillos surgían dos brazos más, retorcidos y arrugados, que terminaban en largos dedos que liberaban restos polvorientos, óseos y malolientes. Su mirada informe reflejó un profundo y carcomido sentimiento de culpa y, como si se tratara de un hermoso rostro que lloraba, me pidió que ayudara a su hija y saltó por la ventana. Flotó en el aire y entre movimientos espirales desapareció en el infinito.

Caminé hacia la ventana. No estaba abierta para mí, así que me acerqué a la puerta. Al intentar entrar, otro ser me detuvo. Era un ser igual al anterior. Su pecho y estómago, de longitud exagerada, abarcaban una gran abertura desde su boca hasta sus genitales, que se mantenía cerrada gracias a las decenas de salientes peludas que crecían a cada lado y se unían entre sí con rústicos nudos. Su rostro era una especie de concha marina con rayas horizontales y bordes filosos como dientes, que se sujetaba a su parte trasera con elásticos músculos blanquecinos nudosos y desgastados. Con sus largos brazos, equipados con aletas de pez, me envolvió con rápidos movimientos hasta que quedé suspendido en el aire. Sentí su piel porosa sobre mi pecho. Su calor creciente tornó su cuerpo rígido y áspero. No dejó que me moviera, pero mi lucha evitó que me arrastrara de regreso a la sala.

Desde el marco, observé el horror que se ocultaba en la habitación. Una mujer yacía en el suelo con las manos y los pies agujerados, el cuello contuso y su expresión guardaba una grotesca similitud con el monstruo

que acababa de salir. Cerca de ella, junto a la pared, una joven yacía con las ropas desgarradas. Sobre ella se hallaba una criatura deforme con apariencia de castor. Su espalda gibosa de agujeros sangrantes y alas vampíricas temblaba con cada movimiento. Copulaba con ella y cuando detectó mi presencia se apartó y se detuvo desafiante.

La mujer intentó cubrirse con lo que quedaba de sus ropas, sin embargo, el dolor y el terror no desaparecieron de su rostro. La criatura no intentó atacarme, solo mostró sus dientes y, como si soltara una carcajada silenciosa, hizo una señal al ser que me sujetaba. Luego, se abalanzó sobre la joven enterrando sus colmillos en todo su cuerpo, con tal rapidez que mis ojos apenas pudieron seguir sus movimientos.

Terminó lo que había estado haciendo antes de mi llegada. Pocos instantes después, la joven yacía muerta en un charco de sangre con una expresión de terror infinito. La criatura satisfecha añadió rabiosos mordiscos a las piernas de la mujer crucificada, aleteó y gritó al aire, inundando la sala de sonidos escalofriantes. Antes de ser arrastrado lejos, miré por última vez a la joven mujer. De su cadáver se levantó una hermosa sombra de mirada melancólica y palidez moribunda. La criatura soltó frías maldiciones, antes de arrojarme hacia la pared. Mis huesos crujieron al recibir al impacto. Caí al suelo y rodé escalera abajo, terminando frente a una puerta por la que salí y hui, rengueando.

Desperté entre frenéticos espasmos y plegarias deshechas. Desde ese día siento una imperiosa atracción hacia la noche, hacia la casa. Duermo en ella cada noche y, al soñar, las placas de hierro desaparecen. No puedo decir nada más. He perdido mi lenguaje y, poco a poco, olvido las palabras. Siento extrañas transformaciones. Pero, la ventana de la casa siempre está abierta.

Este libro se terminó de imprimir en Quito - Ecuador Febrero - 2017

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